Jacobo Fijman: la materia oscura de la memoria

26 julio, 2017

Fernando Yurman
Hay hechos que de tanto murmurar devienen símbolos, vertebran la crónica oculta, entregan una melodía insidiosa tras las historias oficiales. El aniversario del atentado a la AMIA, apenas puntúa una fecha periodística en la cartelera, pero tiene el negro resplandor de esa corriente subterránea. Es difícil no enhebrarlo con otras fechas nefastas.
En la “Semana trágica”, que cerró la segunda década del pasado siglo con una nueva violencia social, el antisemitismo estaba entrelazado con la oligárquica Liga Patriótica y la Juventud Radical; en los años treinta, junto al impacto del famoso congreso eucarístico mundial en Buenos Aires, se expandió la frondosa prensa antisemita que colmaba la “década infame”. A finales de la misma, en el Luna Park, se organizó la concentración nazi más numerosa del mundo fuera de Alemania.
En la siguiente, el nazismo permeaba profusamente los servicios diplomáticos y de inteligencia argentinos, y desde la derrota del eje estimulaba el refugio de notorios criminales de guerra. En la nación crecía una orgánica intelectualidad fascista, raigalmente antisemita, que no era marginal (Gustavo Zuviría, antisemita autonombrado Hugo Wast para homenajear el espíritu alemán, fue ministro de cultura por largos años; los periódicos antisemitas tenían alta circulación; la primer novela antisemita databa del siglo XIX).  Esa serie indica un derrotero silencioso de malignidad social, un aura de prejuicios que no podía ignorarse, a menos que se adhiera a ellos en sordina. La violencia excluyente tiene fuentes arcaicas en Argentina, y antes de aquella semana trágica (primer y único pogrom del hemisferio), puede recordarse que la población negra desapareció en la sucesiva infantería de las guerras (los gauchos no luchaban a pie hasta la Guerra del Paraguay); que la población indígena fue exterminada por el ejército en la conquista de las provincias del sur y del norte, y habían dejado a Ceferino Namucurá, un santito beatificado, como humillante coronamiento del exterminio; que durante la dictadura militar fue el único ejército regional que robaba sistemáticamente bebés y hacía desaparecer selectivamente sus prisioneros judíos.
Como la historia oficial es engañosa, la individual y colectiva se alimentan de mitos, y la memoria cultural una trasmisión recalentada, proviene del arte la voz escarlata de esa larga experiencia. Para asombrar con la atrocidad  del siglo XIX,  un cuento de J.L. Borges trata “el degollador”, diestro y afable verdugo de las montoneras, y G. Hudson escribió “La Tierra púrpura”, título justo para indicar aquella barbarie, que también traslucen las crónicas de Lucio V. Mansilla y los versos de José Hernández. En el siglo XX, Roberto Arlt o Jacobo Bajarlía mostraron esa ominosa herencia en la vida urbana. La ficción literaria suele dar cuenta de esas espinas de la mala memoria: la mentira de la creación ilumina entonces la verdad. El trauma sembrado, la marca escrita en la piel del alma, deviene  genuino testimonio histórico. El Caso de Jacobo Fijman,  que aparte del más reciente Viel Temperley, es considerado testimonio de poesía  mística argentina, ilustra en escorzo esa memoria ignorada.

Una vida difícil
En la literatura argentina no hay místicos relevantes, omitiendo algunas pretensiones religiosas, el éxtasis con arcaísmos o empujes taciturnos. Se destacó en posición de genuina entrega mística a Jacobo Fijman,  judío nacido en Besarabia en 1898 que perfeccionó un minucioso calvario. Es difícil separar su vida del aura de penosa espiritualidad que cruza el ímpetu surrealista con sus devociones. Había llegado a los cuatro años, después de la emigración de sus padres en busca de sustento y a ese desgarrado comienzo se sumó una infancia miserable en la Patagonia, donde su padre era obrero del ferrocarril. Después de la educación provincial y una afición solitaria al dibujo, había abandonado temprano su familia para estudiar en Buenos Aires profesorado de francés. También leyó filosofía, literatura antigua, estética. Recorrió el interior, fue peón rural, hachero en los montes paraguayos, vagabundo en las ciudades, y adivinándose poeta escribía para la incipiente prensa judía. Tuvo una entrecortada vinculación con el Grupo Martín Fierro, donde logró la atención de J.L. Borges y Oliverio Girondo. Su estoica pobreza alternaba tocar el violín de calle con algún empleo informal. En 1921 ocurrió un hecho fatal, agravado por aquel desasosiego que dejó la “Semana trágica”: fue detenido arbitrariamente por la policía. La institución estaba presionada de alerta cívica contra los “rusos” y en la comisaría recibió muchas golpizas. Cuando días más tarde su padre lo fue a buscar, estaba delirando una mezcla mística y socialista. Había organizado su feroz maltrato como un martirologio, y se definía como Dios, el Cristo Rojo y el Mesías. Internado por muchos meses, sufrió aislamiento y electroshocks. Desde entonces padeció periódicamente crisis delirantes, internaciones, y temporadas poéticas que editó en tres libros de ímpetu surrealista y místico: “Molino Rojo”, 1926, “Hecho de Estampas” en 1929, y “Estrella de la mañana” en 1931.  Ese año fue bautizado, y empezó a predicar sus epifanías cristianas, de marcados rasgos judíos. De aquel maltrato que disparó su primer delirio, dejó testimonio  una novela breve, “Dos días”, que había publicado en Crítica en 1927, donde esta casi marcada la brutal paliza y el deseo de ordenar un sentido de manera delirante: “yo soy Moisés con su cayado (…) con él voy a alucinar a los que pegan a mis judíos”.
Viajó a París, conoció a Breton, Eluard y Artaud, en cuyo espejo no se reconoció. Leopoldo Marechal lo había incorporado en la Revista “Martín Fierro”, y Natalio Botana en la sección arte de “Crítica”.  Colaboró en la  revista judía “Vida Nuestra” y en “Mundo Argentino”, bifurcación que quizás no era azarosa.
La integración nacional optimista, que había iniciado Alberto Guerchunoff, tenía en Fijman una tensión patológica desbordante. Carlos Grunberg, el notable autor de “Mester de Judería”, fue largamente su amigo y acostumbraba también charlar de arte con Quinquela Martín en el café Tortoni, pero su debate interior lo fue dejando solo (“Demencia\ el camino más alto y más desierto”, dice uno de sus versos). En su vida,  motivo poético y delirio se fueron fusionando. Fue un ícono de la condición maldita en dos novelas de Marechal, en otra de Abelardo Castillo, en la obra de teatro “Yo soy Fijman”,  y tardía inspiración del film “Hombre mirando al Sudeste”.
A cambio, sus poemas apenas tuvieron antologías dispersas, mientras su ausencia se hacía un lugar común. Después del  bautismo había sido recibido calurosamente por la intelectualidad católica, la revista Criterio, y ocupaba en la Avenida de Mayo un altillo abarrotado de estampas y libros. Concurría a la Biblioteca Nacional, hasta que en 1942 (en pleno fervor nazi) Martínez Zuviría, el magistrado antisemita, le prohibió la entrada. Sumido en crisis, deambulaba por la ciudad hasta que la policía lo atrapó.
Quizás fue la segunda escena de su trauma. Violentamente internado, lo sometieron  a electroshocks hasta que perdió toda dimensión de realidad. Sin lazos externos, se disolvió en instituciones psiquiátricas durante los restantes treinta años, aunque los últimos emergió en entrevistas impregnadas de poesía y delirio. La breve recuperación obtuvo algún reconocimiento que sorteaba su condición enferma. En una emisión cultural televisada observó en vivo que “todos los domingos, en misa, los sacerdotes comen mierda”. Fue el escándalo psicótico final, ese mismo año 1970, enfermó los pulmones y falleció en el Instituto Neuropsiquiátrico Borda.
Alcancé a verlo, durante una pasantía meses antes de su muerte: un rostro dulce y gastado, sin presunción de poder,  santidad delirante y mansa. A pesar de las menciones a un cristo victimizado y de su alta penuria mística como mensajero divino, los fundamentos de sus colores y argumentos reproducían aquellos que Gershom Sholem había notado propios del judaísmo. Un estudio de Sholem había observado que el mesianismo era la única fuerza capaz de abrirse paso como herejía sin salir del orbe judío.
Hector Viel Temperley, el otro místico reconocido de Argentina, era  su antípoda social, con lacónica prosapia inglesa y fortuna rural.  Católico de cuna, su último poemario, “Hospital Británico”, trata sin embargo la semblanza  del Cristo Pantocrático de los Cristianos Ortodoxos, un cristo ataviado como un monarca en afirmación triunfante. Es el otro poeta místico del país, y también  huracanaba poesía y enfermedad; pero el misticismo de Fijman era un mesianismo en sufriente derrota.
Estas dos posiciones indican algo de esa corriente subterránea que atraviesa lo indecible argentino. En la mística, como en la poesía, hay un afán de indicar una palpitación oculta, o como decía Borges del hecho estético “la inminencia de una revelación que no se produce”. Ahí también sucede lo no reconocido, aquello que las comunicaciones sobre “realidad nacional” omiten o desdibujan: menos de dos años antes de la paliza de Fijman, los barrios judíos habían sido arrasados, hubo miles de muertos no contados, torturas y violaciones calladas por la historia oficial. Son recientes los estudios de la masacre, y aparte de archivos polvorientos de la “Semana trágica”, solo queda la voz tenaz de la locura mística de Fijman.
Algunos estudiosos observaron en la original, solitaria y rigurosa poesía de Fijman, imágenes de notable fuerza poética. Un rapto que cruza las sensaciones, fenómeno propio de la sinestesia, alteración neurológica de algunos trastornos mentales. También atributo de la poesía s imbolista, y de la sensibilidad literaria en general; aquella que  hizo decir a Nabokov (que padecía o disfrutaba de sinestesia) que “la prosa de Stevenson tiene gusto a vino”. En el caso de Fijman, los fenómenos elementales de la enfermedad y la oferta libre de sinestesia se superponen en una combinatoria  extraordinaria para tratar la centellante dispersión de su experiencia, pero el conjunto tiende al mapa, esboza una metáfora del drama ignorado.

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One thought on “Jacobo Fijman: la materia oscura de la memoria”
  1. Por primera vez me entero que en enero de 1919 las autoridades argentinas organizaron un pogromo contra los judíos del barrio Once de Buenos Aires, en el que ocasionaron destrucción de viviendas, violaciones, y miles de muertos judíos.
    Mataron a mucha más gente durante ése pogromo que durante los atentados de la Amia y de la Embajada reunidos.
    Dentro de menos de dos años, en enero de 2019, se cumplirán 100 años del criminal suceso.
    ¿Por qué nadie recuerda ésos crímenes cometidos por los antisemitas argentinos?
    ¿Acaso las víctimas no se merecen que las recuerden, por lo menos con un monumento y con un acto recordatorio en la comunidad?

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