Benny Gantz y Benjamín Netanyahu Foto: REUTERS/Baz Ratner

La incertidumbre política (y quizás también la incertidumbre a secas) se prolonga en Israel. El futuro inmediato es una incógnita, ahora que el Presidente Rivlin ha trasladado el mandato para la posible formación de un nuevo gobierno a Gantz, líder del partido Kajol Laván (Azul y Blanco). Se trata de una misión que la mayor parte de los analistas consideran como casi imposible, dadas las posiciones asumidas por los diferentes grupos de partidos, y una vez que el actual Primer Ministro, Benjamín Netanyahu, fracasara en su intento por armar una coalición viable.

Pero más allá de las sorpresas que puedan esperarnos a la vuelta de la esquina (que van desde la súbita conformación de un gobierno de “unidad nacional” con Primeros Ministros alternando en una especie de juego de sillas calientes, hasta la urgente convocatoria a nuevas elecciones nacionales con quien sabe qué nuevas formaciones políticas temporales y pasando por los efectos políticos de las decisiones que tomará el Abogado General de la Nación con respecto a las acusaciones pendientes contra Netanyahu), el mundo sigue andando.

E Israel sigue enfrentado a problemas y desafíos que condicionan su futuro, tanto en el plano político como en el económico y social. Nadie ignora que la situación en la región, en este Medio Oriente del que Israel forma parte, es de alto riesgo, con enfrentamientos bélicos persistentes en Siria y también en Yemen, con fuertes revueltas civiles en el Líbano y en Irak, con Irán expandiendo directa e indirectamente su presencia militar en la región, con Arabia Saudita y los Emiratos Arabes buscando mantener sus gobiernos autocráticos, y con Rusia y los EEUU haciendo su propio juego (el uno imponiendo su presencia, el otro ignorando compromisos asumidos). Y agréguese a ello el largo conflicto con los palestinos, de cuya resolución depende en gran parte nuestra tranquilidad.

Todas estas tensiones afectan, naturalmente, a Israel, aunque es difícil para el ciudadano común evaluar la gravedad de la situación. Por un lado, se afirma continuamente que estamos protegidos por la mejor fuerza armada regional, que se permite el lujo de atacar cada tanto objetivos militares enemigos en Siria y hasta en Irak, sin demasiadas consecuencias hasta el momento. Pero por otra parte, mientras una gran parte de Israel vive de espaldas a la ocupación, los medios se encargan de difundir declaraciones de todo tipo sobre los inminentes riesgos de un fuerte enfrentamiento bélico (véase como las muy recientes declaraciones de Aviv Kohavi, actual Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Israel, después de reunirse con altos mandos militares, con referencia a los peligros presentes en el Sur y en el Norte ). Y cada vez que se manejan ese tipo de declaraciones, se espera invariablemente que vayan acompañadas por un pedido de aumento en el presupuesto de defensa.

El ciudadano común arriba referido, ante estas idas y venidas, no puede menos que sentirse desconcertado. Porque es difícil conciliar la idea de que contamos con el mejor ejército y somos los mejores, con la persistencia de críticas o dudas sobre la adecuación de la preparación militar y por ende con la continua necesidad de incrementar el presupuesto de defensa. Recuérdese a ese respecto que Benjamín Netanyahu propuso aumentar ese presupuesto hasta alcanzar anualmente un 7% del PIB, y este año solicitó 4 mil millones de shekel anuales más para defensa.

Mientras todo esto sucede, mientras todo gira sólo alrededor de las dificultades para formar gobierno y de eventuales enfrentamientos bélicos, los procesos económicos y sociales parece que se movilizaran con una inercia propia, huérfanos como están de toda conducción política. Y no es que falten motivos de preocupación, o situaciones que requieren cambios sustanciales en el funcionamiento de la sociedad. El déficit fiscal rebasa largamente el 3% del PIB, y si disminuye algo en el 2020 sería sólo porque la eventual carencia de un nuevo presupuesto -como consecuencia del actual impasse político- obligaría a continuar con las asignaciones de recursos aprobadas para el 2019, sin aumentos de ningún tipo.

En materia de salud, por ejemplo, la Oficina Central de Estadística acaba de publicar datos comparados sobre el gasto por habitante entre los años 2000 y 2018. Estos muestran que mientras en el 2000 el gasto en salud por habitante en Israel era similar al promedio de la OECD (1.723 dólares equivalentes en Israel contra 1.796 en promedio para la OECD), en 2018 el gasto en salud por habitante en los países de la OECD (3,992) era 35% superior al de Israel (2953). Junto con ello, vale la pena señalar que el gasto total en salud representa en Israel el 7.4% del PIB, frente a un 8.8% como promedio de los países de la OECD, mientras se constata en Israel un persistente aumento de la proporción del gasto en salud financiado directamente por la población.
Por otra parte, el modelo de crecimiento económico de Israel continúa sin cambios, asentado en la producción y exportación de bienes y servicios de alta tecnología, dentro de los cuales destaca significativamente el tema de los servicios. En efecto, éstos han venido creciendo exponencialmente en los últimos 10 años, de modo tal que el superávit de Israel en el comercio exterior de servicios ha crecido casi 5 veces, de 4,400 millones de dólares en el 2009 a 19,817 millones de dólares en el 2018. Y ese crecimiento es atribuible en su casi totalidad a servicios de áreas de alta tecnología.

Se trata indudablemente de desarrollos positivos, que dejan en alto la creatividad de la población del país, pero conviene recordar que menos de un 10% de la fuerza de trabajo está empleada en las áreas de alta tecnología, que más de la mitad de las exportaciones de servicios de esas áreas corresponden a empresas transnacionales y que la mayor parte del financiamiento de las actividades de Investigación y Desarrollo -que constituyen la base de la producción de bienes y servicios de alta tecnología- proviene de empresas privadas del exterior. Si a ello se suma la baja productividad de la mayor parte de mano de obra, tantas veces denunciada y tan poco atendida, es posible hablar de una cierta fragilidad estructural de la economía israelí, que repercute en los indicadores sociales de la población, tanto en términos de pobreza como de deficiente distribución el ingreso.

Todos estos elementos aparecen como los convidados de piedra en el actual escenario israelí, ya que pese a su importancia, están siendo ignorados, al menos por ahora. Pero ¿cuánto tiempo podrá proseguirse así? ¿Y qué respuestas estará incubando esta sociedad?■

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