Las nuevas señales de un siglo incierto

Henrique Capriles (Izq.), Emmanuel Macron (der.)

Fernando Yurman

Desde que se definió el siglo pasado como un final apoteósico de los grandes relatos, el actual no deja de confirmar ese desenlace. No hubo, es cierto, un “final de la historia”, pero sí una evaporación del manto ideológico que cubría la vida política del planeta. Como si deslizasen una toga de tres siglos, los voceros del “rumbo” dejaron caer la epidermis verbal que solía cubrir las acciones políticas. Esa fronda ya no tenía raíces.

El descenso de un mar diplomático que suscitaron las confidencias de Wikileaks o de Snowden, permitió ver la multitud que estaba desde hace años nadando desnuda.

Hace tiempo que la antigua intriga sustituyó la especulación ideológica o la rudimentaria sensibilidad histórica. El secreto mayor del desvelamiento fue quizás que no hubiese secreto: la malla de intereses resultaba tan sórdida, torpe e intrascendente como podía temerse, y la barca histórica de la especie no tenía otro timón que el oportunismo de corto plazo. En un presente perpetuo, con palabras que circulan en tiempo real, desaparecieron los grandes relatos ideológicos, y la narración en sí misma. Excepto los maltrechos derechos humanos, pocos conceptos salvan hoy una dimensión universal de la humanidad. Las ideologías han culminado como escenario de delirios o excusas de ladrones; la capacidad mesiánica de la izquierda para otorgar sentido al sufrimiento y trascenderlo hacia el paraíso, gira actualmente sin soporte místico: el dolor no tiene mérito y ya nadie quiere el cielo a créditos.

El final de esa prestigiosa jerga no advino de una implosión de sus contradicciones, sino de la inexorable tecnología. Un pensamiento de 140 caracteres que puntúa con flashes la experiencia, una dimensión digital del tiempo y el espacio, cambiaron el modo de “ver” el acontecimiento.

Izquierda o derecha hace tiempo que no tienen significado político, como ilustra el patético giro en vacío del “socialismo del siglo XXI”. Laboristas y Tories, Republicanos y Demócratas, populistas y oligarcas, Lepenistas y ultraizquierdistas, mezclan sus confusas proclamas. El resultado es una subjetividad copiosa de mensajes breves, pero más indescifrable que nunca. Casi no hay sociedad que no guarde hoy una virtual “caja negra”, como mostraron los fenómenos del Brexit o Trump, la desbordada rebelión venezolana y la sorprendente elección francesa.

Se perfilan candidatos, más que partidos, porque las ideas se disuelven, los discursos se desvanecen sin capacidad de narrarse. El meteórico Emmanuel Macron indica referentes europeos vivos que no se habían advertido: contra los estereotipados perfiles, este candidato fue leído como una promesa de imprevista sensatez.

Hay señales distintas para un alfabeto de otra sensibilidad. Por lo pronto, China deviene un adalid de la prudencia, del libre comercio y de la protección ambiental, en uno de los giros más veloces de las geografías imperiales. El gran aporte de Occidente, sostenía el desaparecido historiador Toni Judt al evaluar la globalización, ha sido la exportación de insatisfacción. Aldeas inmersas en una historia cíclica de precariedad, avistaron merced a la televisión una vida aureolada de placeres. Y el zumo que segregaban es la insatisfacción, una de las caras veladas del deseo. La comunicación electrónica había gestado una puja anhelante que ahora las migraciones descargan sobre el orden consagrado. Calidad de vida, consumo, seguridad o hambre real, no tenían claves en las metafóricas ideologías. El hambre por la papa fue un mito exaltado de la historia irlandesa, la hambruna ucraniana estaba muy encubierta por los debates, y a diferencia de Asia y África, el ayuno pudo ser una abstracta alegoría europea como ilustró Kafka en “El artista del hambre”. La inanición real de Asia o África, o la que hoy avanza sobre el desnutrido pueblo venezolano, es inmune a esas metáforas. Las polvorientas consignas chavistas no logran sofocar las protestas en las calles. El lacónico ritmo de las redes digitales, las carencias del tercer mundo, se cruzan con repertorios europeos poco aptos para estos tiempos.

 

Las primeras voces de la tribu

 

La ilustración demócrata que promueve la globalización no explica todo. En el Cairo, en la Plaza Tahir, unas fervorosas jornadas de manifestación civil retomaban las referencias caras de occidente, pero cientos de mujeres fueron violadas en la misma plaza. La cruda recusación de valores “democráticos” señala hasta qué punto los postulados universales seguían siendo culturales. Esa precipitada “deconstrucción” de los velos imaginarios, podría haber sugerido la subyacente “realidad”. Lo cierto es que no ocurrió: el desplome “primaveral” lanzó al vuelo un enorme tejido de leyendas, mostrando que detrás de los mitos siempre habrá otros mitos, y que la única racionalidad posible consiste en elegir los más cercanos a la convivencia.

También la Rusia post-soviética padeció estos trastornos. La rápida globalización, en una sociedad inerme, ahuecada por años de socialismo “real”, con un pueblo, como observó Joseph Brodsky, de víctimas y verdugos, resultó fatal. El mismo efecto que la viruela, la sífilis o la tuberculosis, tuvieron sobre los indígenas americanos, tuvo la ola occidental para la cultura de estos “indígenas” modernos. “El visón americano se puede adaptar a la estepa y procrear con el asiático, pero este último muere en esa fusión”, ilustraba melancólicamente “Moska”, un film sobre la confusa Rusia de los noventa. Como había observado un periodista de Moscú: “lo que anonadó a los rusos no fue solamente descubrir que el socialismo del que le hablaron durante setenta años era mentira, sino que el capitalismo salvaje era verdad”. Sin resistencias para las nuevas formas de intercambio, las certezas tradicionales se tornaron fósiles; el cinismo y las pasiones malsanas, que antes fertilizaban el mercado negro de la burocracia, pudieron nutrirse sin ninguna sombra ideológica. Como mastodontes y hierbas prehistóricas crecieron los goces del poder en esa sociedad flotante donde ya campea el nuevo “visón”. Hay una exclusión oficializada de las minorías, un ahogo metódico de libertades públicas, y es un funcionario de inteligencia el cíclico mandatario para un esqueleto donde pulula la intriga. Es difícil adivinar la Rusia que muta detrás de cortinajes que ya no son de hierro. El filólogo Víctor Klemperer relata, en su estudio sobre la lengua del Tercer Reich, que en la postguerra la promoción de la democracia se seguía haciendo en Alemania con discursos autoritarios: el concepto había cambiado, el ideal político también, pero no la lengua. En ella anidaba el autoritarismo con la inercia de su propio ciclo histórico. Hay un ritmo de la memoria, marcas de la experiencia traumática, que no se adaptan a los análisis convencionales y avanzan mudos y sin nombre.

En esa oferta camaleónica, la subjetividad hace balances impredecibles, sin orientación. No es necesario apelar a una justicia bíblica para advertir que Europa padece hipotecada por la tolerancia y la complicidad que mantuvo con el antisemitismo nazi. Seis millones de la comunidad con mayor don cosmopolita e inquietud cultural, no desaparecen sin secuelas; vuelven sus fantasmas, como en el título de aquella novela policial, “el cartero siempre llama dos veces”. En este escenario difuso colmado de ecos, Emmanuel Macron, un liberal que simboliza el continente casi perdido, parece una voz nueva, un llamado a los dones cívicos originales.

No todo es visible en cualquier época o circunstancia, ni de la misma manera. La realidad es lo que interpela, persiste como reto, y hace casi impredecible la lectura histórica. Sin mentores, estas salidas extrañas indican el modo fragmentado, inaugural, de una sociedad que sin el parasitario acompañante ideológico retoma su primer experiencia tribal.

 

 fyurman@gmail.com

 

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