El Holocausto, la literatura y el suicidio

Walter Benjamin - Foto: Wikimedia - Dominio Público

El 26 de septiembre de 1940 se suicidaba en Portbou, una ciudad fronteriza de Francia situada al sudeste de este país, el filósofo, escritor, traductor y ensayista Walter Benjamin, quien había sido rechazado por las autoridades españolas cuando huía de la Gestapo que le pisaba los talones y ante el desespero por carecer de la necesaria visa de entrada a España. Un embrollo burocrático con ribetes trágicos que le llevó al suicidio, pues apenas unos días después las mismas autoridades que le habían denegado la entrada y le condenaron a una muerte casi segura, retiraron ese impedimento. En definitiva, un final tan trágico como absurdo, tan triste como ilógico.

Benjamin, un hombre de profundas convicciones morales y éticas, había nacido en Alemania y había padecido la tragedia que se abatió en su país tras la llegada al poder de Adolf Hitler, en 1933, elegido, paradójicamente, de una forma democrática. Nada más llegar Hitler al gobierno comenzaron las primeras medidas antisemitas, la proclamación de las leyes racistas, el boicot a los negocios judíos, las matanzas y persecuciones y, en fin, todo un conjunto de acciones que concluyeron en el corolario fatal del Holocausto. Incluso se les prohibió a los judíos viajar en transportes públicos, sentarse en los bancos de los parques, tener mascotas y poseer aparatos de radio, entre otras medidas discriminatorias tomadas por los nazis.

Miles de judíos escaparon de Alemania y Austria tras la llegada de Hitler, pero Benjamin no tuvo esa suerte y prefirió el suicidio a tener que regresar al siniestro mundo nazi. Se suicidó en el Hotel Francia, hoy cerrado y en venta desde hace años, de la ciudad de Portbou, su último destino, la última luz que vio en su largo camino hacia el exilio y también hacia la muerte.

Otros escritores, quizá, tuvieron peor destino si se puede, como por ejemplo Benjamín Fondane que, tras escapar de su tierra natal Rumania, logró llegar hasta París, donde fue apresado por los nazis y enviado a Auschwitz, donde murió asesinado en las cámaras gas. Escritor, poeta y lúcido filósofo, Fondane representa la tragedia brutal del Holocausto en toda su dimensión, un mundo de terror del que no puedes escapar porque estás atrapado por un destino trágico y siniestro donde no puedes elegir, estás preso como en una mazmorra y solo puedes esperar la muerte, tal como le sucedió.

Su destino, tras haber escapado momentáneamente del mismo, o al menos así lo creía Fondane en su idealizada París, recuerda mucho a la tragedia del barco San Luis, un gran transatlántico que partió de Hamburgo en 1939 con 937 pasajeros, casi todos judíos, que huían de la Alemania nazi. Tras una larga travesía, Cuba, los Estados Unidos y Canadá les denegaron la entrada y el barco tuvo que devolverse otra vez a Europa, más concretamente al puerto de Amberes. Más tarde, la mayoría de los tripulantes de ese fatídico barco quedarían atrapados en la funesta madriguera. Hitler ocupó casi todos los países donde se habían refugiado estos desafortunados pasajeros sin rumbo del San Luis y la mayoría fueron enviados a los campos de la muerte.

Cuando Hitler se anexionó Austria, en 1938, el terror se apoderó de miles de judíos en todo el país. Los judíos fueron obligados de una forma humillante por los austriacos a limpiar las calles de Viena. Así las cosas, el historiador vienés de origen judío Egon Friedell, incapaz de soportar la pesadilla en que se habría de convertir su amada Viena, optó por el suicidio como una vía de escape ante su destino fatal no elegido por él mismo. Así lo relata el escritor Joachim Riedl: “El 16 de marzo, hacia las 22.00 horas, dos hombres de las SA aporrean la puerta de un domicilio en el edificio de Gentzgasse 7. Insultan al ama de llaves que les abre llamándola “puta judía”. Se produce un intercambio de palabras. Entre tanto, el historiador de cultura y ensayista Egon Friedell, que en los últimos años raras veces ha dejado su domicilio, atrincherado entre sus libros, huye hacia el interior de la vivienda. Va cerrando las puertas tras de sí. En el dormitorio, abre una ventana y se tira a la calle. “Totalmente ileso salvo un arañazo en la sien”, indica el médico de urgencias; el corazón del suicida había fallado durante la caída”.

“¿Pero cuánta patria necesita el ser humano?”, es la pregunta que se hace un judío también austriaco, Jean Améry, que tuvo que abandonar no solo el país de nacimiento, sino también su nombre y lengua materna para poder seguir sobrellevando la vida después del Holocausto. La respuesta es clara, sencilla y concisa: “necesita tanta más patria cuanto menos pueda llevarse consigo”. Como señala con acierto el profesor Eugenio Sánchez Bravo, “para un judío vienés, cuya única patria era su profundo conocimiento de la cultura alemana, el exilio fue una experiencia devastadora pues los nazis se apropiaron completamente de ella. De repente, Améry, el judío, fue consciente de que jamás había tenido patria. Una experiencia insuperable pues no puede crearse una nueva: esta será siempre la de la infancia y la juventud, la de la lengua materna”.

“Nacido bajo el nombre de Hans Chaim Mayer, Améry sobrevivió a Auschwitz y se exilió luego en Bélgica (en cuya resistencia había participado durante la guerra), cambiado de nombre y lengua como consecuencia de la necesidad de disociarse de una cultura, la alemana, que había alojado el nazismo. Améry se suicidó en 1978, no sin antes haber publicado libros imprescindibles para entender el sistema concentracionario sobre sus víctimas”, anotaría la historiadora María Sierra en una obra magistral sobre el holocausto gitano. Uno de esos libros imprescindibles de Améry para entender el Holocausto es Más allá de la culpa y la expiación, donde arregla sus cuentas con la cultura alemana y también con los alemanes, a los que nunca perdonaría su cobardía frente al nazismo.


Flinker, Zweig, Celan y Levi

No se puede dejar fuera de esta nómina al psiquiatra judío de Bucovina, Robert Flinker, que pasó toda la época de la guerra escondido de los nazis y también de los rumanos que colaboraban con los alemanes en la “solución final”, viendo como caían sus amigos y familiares durante el Holocausto. Flinker también se acabó suicidando tras el final de la contienda mundial. No soportaba haber sobrevivido al Holocausto. Se sentía culpable por estar vivo sin haber hecho nada por sus desafortunados vecinos, no podía mirarse al espejo sin sonrojo y consideraba que vivir así era apto solamente para los más cobardes. Flinker decidió poner fin a lo que consideraba un sainete insoportable y el 15 de julio de 1945, cuando la pesadilla ya había terminado dejando atrás un saldo de millones de muertos y las cenizas encendidas del horror de los campos, se quitó la vida en Bucarest.

Stefan Zweig, que también huyó dejando atrás su Austria natal que ya habían conquistado los nazis y destruido para siempre, no pudo soportar perder su mundo de ayer y se refugió en Petropólis, Brasil, donde recibió la hospitalidad y el reconocimiento de sus vecinos. Sin embargo, Zweig entendió que lo inevitablemente despedazado nunca se puede reconstruir y que la tragedia que devoraba a Europa era irreversible, que de los pedazos dejados en el camino por los nazis nunca se podrá crear lo que había antes y que de la muerte no puede germinar la esperanza y la vida; sentía que su existencia se había evaporado, como la de tantos otros, a través de las chimeneas de los campos, aunque estuviera gozando de esa momentánea y efímera calma alejado del horror de la guerra. Sus libros ya habían sido prohibidos por Hitler en toda Europa. El 22 de febrero de 1942, comprendiendo que su vida ya no sería la misma y que quizá el destino de la humanidad estaba en peligro ante el empuje de la bestia nazi, el buen Stefan, vestido de sus mejores galas y habiéndose despedido de sus amigos, se suicidó en compañía de su esposa, dejando atrás este mundo abrazado a la misma.

Su última carta, como mensaje lanzado a toda la humanidad, decía así: “Cada día he aprendido a amar más este país (Brasil) y quisiera no haber tenido que reconstruir mi vida en otro lugar después de que el mundo de mi propia lengua se hundió y se perdió para mí, y mi patria espiritual, Europa, se destruyó a sí misma. Pero para empezar todo de nuevo un hombre de 60 años necesita poderes especiales y mi propio poder se ha desgastado después de años de vagar sin asiento. Por eso prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal, la más preciosa de las posesiones en este mundo». Y concluía con una explicación del porqué de su trágico destino, como el de tantos otros, en esos tiempos del triunfo del odio y de la muerte frente a la vida: “Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos”.

Esa misma angustia vital, ese no sentirse ajeno al drama de millones en Europa que no alcanzaron a ver los primeros rayos de la esperanza, fue quizá la misma que atrapó al escritor rumano, pero alemán de sentimientos, Paul Celan, quizá uno de los mayores poetas, paradójicamente, en lengua alemana. Celan sobrevivió al Holocausto, conoció el horror de los campos y fue testigo en primera persona de la gran tragedia europea del siglo XX. Huyó a París porque no podía seguir viviendo en el mismo suelo donde había visto partir a sus familiares y amigos hacia la muerte. En Francia escribió compulsivamente pero no pudo seguir viviendo mientras otros no habían gozado de su suerte. La existencia se le hizo insoportable e irrespirable, sus poemas no justificaban seguir viviendo en un mundo cruel e injusto, ajeno a unas mínimas normas de sujeción ética y moral. La noche del 19 de abril de 1970, tras haber sufrido varios crisis y trastornos e incluso haber estado internado en una institución psiquiátrica, Celan se suicidó arrojándose al río Sena desde el puente de Mirabeau.

Esta saga de suicidas y creadores quedaría incompleta si no nos refiriéramos a Primo Levi. El escritor italiano fue enviado a Auschwitz casi al final de la guerra, tal como cuenta el mismo en el comienzo de su obra Esto es un hombre: “Tuve la suerte de no ser deportado a Auschwitz hasta 1944, después de que el gobierno alemán hubiera decidido, a causa de la escasez creciente de mano de obra, prolongar la vida media de los prisioneros que iba a eliminar.” Levi escribió la famosa Trilogía de Auschwitz, tres novelas escritas con precisión, brillantez y concisión, pero también con moderación y mesura.

“Lo que se puede aprender sobre el ser humano y sobre la historia de Europa en el siglo XX en los tres volúmenes de la gran trilogía memorial de Primo Levi es terrible y también aleccionador y honradamente no creo que sea posible tener una conciencia política cabal sin haberlos leído, ni una idea de la literatura que no incluya el ejemplo de esa manera de escribir», dijo sobre la Trilogía de Auschwitz el escritor español Antonio Muñoz Molina en un prólogo que escribió sobre la misma.

Levi desafío a la máxima de Theodor Adorno que una vez afirmó que después del Holocausto no se podría escribir poesía.  “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, sentenció Adorno en una conferencia radiofónica que pasará a la historia. Levi escribió sobre el Holocausto, en una prosa que casi recuerda a la poesía, hasta el final de sus días, como un canto a la vida y no a la muerte, evocando el dolor de los que se fueron y también de los que se quedaron, pero también impregnando en sus palabras la esperanza y la memoria, la dicha por haber sobrevivido y la estela que dejaron los que se fueron. El 11 de abril de 1987, Primo Levi se suicidó arrojándose por el hueco de la escalera de su casa, aunque su muerte sigue siendo motivo de controversia al día de hoy y algunos amigos suyos aseguraron que no se trató de un suicidio porque se mantenía lúcido y alegre hasta el final de sus días. En cualquier caso, descanse en paz el gran Primo Levi. Nos quedamos para siempre con sus palabras.

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