Borges: Memorias de memorias (Segunda Parte)

24 noviembre, 2016
Foto: Wikipedia

Fernando Yurman
La memoria nómada
Hacia 1824 -se relata en “Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius” -, en Memphis (Tennessee) uno de los afiliados conversa con el ascético millonario Ezra Buckley. Este lo deja hablar con algún desden -y se ríe de la modestia del proyecto-. Le dice que en América es absurdo inventar un país y le propone la invención de un planeta. La observación del personaje de Borges es de cabal pertinencia si se considera la formación de Argentina, unificada por el ferrocarril y una economía en escala, que se nutrió de una historia que teleológicamente desembocaría en ese cuerpo. Leyenda, mito, impostura de un nebuloso pasado, patria intemporal, nación como absoluto, son artefactos imaginarios que atraviesa con sus relatos. Otro desenlace para Martín Fierro, una subjetividad exasperada para el abstracto Laprida, el instante agónico del gaucho que repite a Julio Cesar, una cautiva de los indios que guarda ecos del bárbaro frente a Ravenna, son historias giradas a ficción y desenvuelven la ficción hecha historia que sostiene la historia argentina.
Mas allá del pasado fantasma del país, que quizás por ser descendiente directo de guerreros, procuraba volverlo a la memoria, develó también otros tiempos y espacios. La disolución del engañoso pedestal histórico, su trabajo con la génesis de los símbolos, tiene un rango universal. En «Mutaciones», declara su perplejidad porque una flecha que indica una dirección vial y es un signo inofensivo, haya sido una vez la flecha de hierro que nubló el sol en las Termópilas, o que una cruz rúnica de brazos curvos haya sido remotamente un instrumento del patíbulo. Esa fascinación por la prehistoria del símbolo, no es una complacencia sobre la abstracción, sino un interrogante sobre sus orígenes, sobre la realidad que trastornó. Invierte el recorrido, pasa del mito a la anécdota, desciende del nivel sublime al signo original. También su humor irónico suele seguir ese rumbo. Si sus conceptos en ocasión esbozan un horizonte, y apelan por algún ideal en la lejanía, no procuran el complaciente arquetipo, resultan siempre un platonismo en controversia, desgarrado por el vigor trepidante del tiempo. Cabe acotar que, aparte de la función del lector que indica en «Pierre Menard, autor del Quijote», observa en ese texto también un desdén por la historia y sus pisos solemnes. Festeja el anacronismo de leer la Odisea como anterior a la Illiada o posterior a la Eneida, y celebra el presente, la invención como una gestión de la memoria. El pasado, nos dice, puede ser tan conjetural y populoso como el futuro.
Para Borges la historia es solo una forma de escritura, una memoria, cierta literatura. No trata solo, como Marcel Schowb, de recuperar estéticamente la escena histórica, sino de mostrar su incierta pero rotunda materialidad en el trabajo mismo de la palabra. No es extraño que Sarmiento y Martín Fierro hayan cifrado la memoria de Argentina, que Walt Whitman y Mark Twain hayan fundado América del Norte o el Quijote a España. Como ocurre en «Tlon, Ouqbar, Tertius», desde las letras fluye toda la realidad. No es extraño tampoco que haya encontrado en la existencia de Israel, preparada por la literatura no solo religiosa, la realización cabal en las palabras de un origen de palabras. Este trasiego de símbolos es la materia viva de la historia según Borges. La muestra sin explicarla, con relatos casi para mirar: la claridad solar de la prosa no deja ángulo de sombra para una interpretación. Permite que los sentidos puedan comerciar desde muchas esquinas. No solamente avanza desde el mito a la fábula, como Kafka, sino también de la fábula y hasta de la aventura al mito, en un doble movimiento incesante. Tampoco procura el mito como unidad originaria de la cultura, como hizo W.B.Yeats con los duendes irlandeses o T.S.Eliot con los de Europa. Borges los trata fuera de la historia, como significantes disponibles, errantes, que a veces retornan como ídolos y a veces siguen viajando como letra. Los mitos no cristalizan en un núcleo último, y por esa resemantización sin origen ni destino, Borges elude las pertenencias con un temple raigalmente antifascista.
Esta memoria de múltiples direcciones (anticipada por aquel mito judío que registran Patai y Graves sobre una batalla que se pierde por un pecado que se habría de cometer en ese lugar mil años después), guarda la lúcida amplitud de los cabalistas que tanto le habían interesado. También, como ellos (excepto para el caso de Abulafia), su revelación no estaba personalizada. El sujeto desaparece en esa temporalidad mayor, y Borges entra en la genuina tierra de nadie de la memoria.
Quizás una memoria de su memoria resulte inacabable, un círculo paradojal que invita a la perplejidad, como aquel desafío lógico de Bertrand Russel sobre un archivo imposible que contenga todos los archivos que no se contienen a sí mismos.

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