Sonatas de Beethoven

24 agosto, 2016

Segisfredo Infante, Honduras

En la bisagra entre mi adolescencia y mi segunda juventud, admiraba fuertemente a cuatro personajes del centro de Europa, localizados en la modernidad clásico-romántica: el general y estadista Napoleón Bonaparte; el filósofo Guillermo Hegel; el músico Ludwing van Beethoven; y el poeta, novelista y dramaturgo Johan Wolfgang Goethe. Con el paso de las décadas he caído en la cuenta que había algo semejante entre todos ellos, incluso físicamente, exceptuando un poquito a Goethe. También existía una gran admiración entre ellos, a veces abierta y otras veces subyacente. Poco después vino mi conocimiento del compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski; del multifacético compositor barroco Johan Sebastian Bach; del clásicamente exquisito Amadeus Mozart; del filósofo español Ortega y Gasset; y del físico judío Albert Einstein. Conviene aclarar que en mi adolescencia previa admiraba, entre otros, al pianista polaco Friedrich Chopin; al novelista Miguel de Cervantes; al poeta y dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca; y al dramaturgo británico William Shakespeare, para sólo mencionar nombres europeos.
Hoy que deseo reaproximarme, con sosiego, a la música trascendente de Ludwing van Beethoven, por la vía de las Sonatas y de la “Novena Sinfonía”, es pertinente subrayar que lo hago desde la filosofía, y quizás desde lo poético, en tanto que el experto hondureño en tecnicismos de música seria es el señor don Jubal Valerio. No debemos, en consecuencia, equivocarnos. Igual que cuando me he aproximado a las matemáticas y a otras ciencias puras, lo he hecho, como diletante, desde la historia; o la filosofía. Espero que queden las cosas claras, por aquello de las continuas distorsiones.
Pues bien. En este punto es indispensable subrayar, nuevamente, el nombre del poeta y ensayista don Roque Ochoa Hidalgo. Durante la segunda mitad de los años setentas de la pasada centuria, hasta el final de su vida, nos reuníamos casi todas las tardes, con “Don Roque”, en su casa del barrio San Rafael, en Tegucigalpa. También nos encontrábamos en la ya desaparecida cafetería “Metropolitana”, donde se preparaba el mejor café de Centro América, según lo afirmaron algunos viajeros. Años más tarde en la colonia San Miguel, donde lo acompañaba su señora madre conocida como “Mayita”. Ahí conversábamos y escuchábamos música clásica (en todas sus variables) y las óperas que más me gustaban, con las voces de Enrico Caruso, María Callas, Luciano Pavarotti y el poco conocido Alfredo Kraus.
En algún momento le solicité a “Don Roque” que me grabara en un casete las sonatas principales de Beethoven, para escucharlas más detenidamente. Así que me grabó “Claro de Luna” (Sonata No. 14, Op. 27). La “Patética” con todos sus movimientos (No. 8, Op. 13). Y la “Appassionata” (Composición No. 23, Op. 57). Tengo en mi haber otras sonatas de Beethoven interpretadas por el pianista Murray Perahia; pero me gustan menos que las anteriores. Porque creo que con las primeras mencionadas el compositor alemán logró dulcificar, amén de sus contrariedades, el corazón de los seres humanos y elevar los pensamientos al cielo, como también lo hizo con su “Novena Sinfonía”.
Las sonatas de Beethoven, lo sugerí en un artículo más o menos reciente, parecieran contener un pensamiento filosófico-poético, aun cuando ambas disciplinas posean lenguajes muy distintos, que deben ser deslindados por los expertos en semiótica. Es tal la belleza y gravedad del teclado en las sonatas de Beethoven, que al escucharlas el hombre pensante y sensitivo desearía salir a la calle a abrazar a toda la humanidad, es decir a los amigos, parientes, desconocidos, energúmenos, taimados e inclusive supuestos “enemigos”. Hay una tristeza profunda meditada (nunca depresiva ni tampoco de pose), y una delicadeza extraordinaria con un amor agridulce incomparable en las sonatas antes subrayadas, que necesariamente conducen a la reflexión filosófica y poética sobre la condición humana, preñada de irracionalidades y violencias, pero también de trascendencias sublimes. De tipo kanteano, quizás. “Poseo” mucha música clásica en los viejos casetes que están en desuso, en donde también podría estar grabado el tristísimo violinista “Yehuda” Menuhin. Pero además ocurre que desde que falleció don Roque Ochoa Hidalgo, son poquísimas las personas con las que puedo conversar sobre la belleza y el dolor musicales, incluyendo la “Filosofía” de altos vuelos. Me siento como desolado. Pero “así tiene que ser”.

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