La lengua sefardita

Foto: Ilustración Sinagoga Sefardí de Sofía, Bulgaria

Segisfredo Infante 
Honduras

Allá por el año 1993 visité, entre muchos lugares históricos y espirituales, el barrio judío de la Antigua Jerusalén. “Old City” la llaman por allá. Mis propósitos eran múltiples, incluidos el de rezar en el “Muro de las Lamentaciones” o “Muro Occidental”, y contemplar, con dolor y estremecimientos íntimos, las ruinas del Primer Templo de Salomón, sobre las cuales se localizan también las ruinas del Segundo Templo, a la par del pequeño montículo sur-oriental en donde de hecho vivió el rey David, su familia y sus amigos, unos mil años antes del maravilloso Rabino Jesús. Uno de los tantos motivos de mi visita era parlar con algunos sefarditas, y conseguir alguna revista del idioma judeo-español, el cual es, según mi humilde juicio, una variante del castellano de los siglos catorce, quince y dieciséis, que afortunadamente todavía se conserva en algunos puntos claves del Estado de Israel, y de otras partes del mundo.
Logré visitar una oficina y conseguir una revista en español actual llamada “Ariel”, y también la revista “Noaj”. No comprendo cómo meses más tarde averiguaron mi dirección en Tegucigalpa y continuaron llegando a mis manos algunos ejemplares de la aludida revista “Ariel”, riquísima en su variado contenido. Por la gracia de Dios todavía conservo algunos ejemplares que las termitas han respetado hasta este momento. En mi último inventario reciente, de hace cinco semanas, me habían destruido, completamente, otra vez, más de cincuenta libros, entre ellos las viejas “Memorias” de Froylán Turcios que publicamos en los tiempos de Manuel Salinas Pagoada (QEPD), y un ejemplar del proceso de diálogo en El Salvador, que compré hace varios años en la capital salvadoreña.
Así que logré conversar con algunos sefarditas. Ignoro si el poeta Moshé Liba es sefardita, pero con él logramos parlar mediante un español contemporáneo muy fluido. Era curioso que los sefarditas me expresaran que ellos “no hablan español”, en tanto que ellos hablan “ladino”. Tal cosa la escuché en Jerusalén. Pero también en Safed, pueblo de kabalistas, “café turco” y sinagogas actuales de más de cuatro siglos. Yo les contesté que podíamos conversar en “ladino”, pues para el autor de estos renglones es comprensible porque se trata de una variante del castellano que podemos encontrar en libros latino-riojanos-castellanos como los “Milagros de Nuestra Señora” de Gonzalo de Berceo (1246-1252). En “La Celestina”, con un castellano propio de finales del siglo quince y comienzos del dieciséis, que se le adjudica a varios autores, entre ellos Rodrigo Cota, Juan de Mena y Fernando de Rojas. Parejamente en “El Lazarillo de Tormes”, de comienzos del siglo dieciséis. Inclusive en algunos giros del “Quijote de la Mancha”, que por motivos extraños eran peculiares en las formas de hablar de mi abuela materna olanchana María López.
La historia personal cobra cierto sentido frente a la iniciativa del actual director de la RAE, don Darío Villanueva, y de otras personalidades sefardito-españolas, de crear una “Academia Nacional de Ladino”, o de “Judeo-Español”, en tierras del Estado de Israel. Es una noticia extraordinaria que conocemos desde hace un par de meses, que me ha llenado de mucha alegría, tal como le respondí hace más de un mes, a mi amigo don Bernardo Gorgún, uno de los líderes o rabinos de la comunidad hebrea de Tegucigalpa. De tal suerte que esperamos que el proyecto sea apoyado por las autoridades israelitas y que se haga realidad durante el próximo año 2019, por el bienestar lingüístico de unos doscientos mil sefarditas aproximados que habitan en Tierra Santa, y por el enriquecimiento de la extensa comunidad de hispanoparlantes de todo el planeta. Es el deseo íntimo de un anodino directivo, actual, de la Academia Hondureña de la Lengua, vice-director de la misma.
Aparte de lo anterior he leído algunos poemas en lengua sefardito-española, como el que lleva por título: “Yerushalayim, de oro sois”. Pues bien. Esta es la primera vez que desde 1993 escribo, abierta y prosaicamente, sobre mi visita a Tierra Santa. Ignoro las razones o motivos por los cuales había postergado estos relatos escritos. Aun cuando, verbalmente, lo había realizado entre algunos círculos de amigos. Cada día se vuelve indispensable recordar mis caminatas por todo el recorrido aceptado de la pasión de Jesús hacia “El Gólgota”, y hacia el bastante estudiado “Santo Sepulcro”, me refiero en términos arqueológicos. Mis andanzas por Nazaret, Caná, Tiberíades, Caphernaum, Migdala, los Montes de Golán, el río Jordán, Safed, Haifa, las proximidades métricas de Jericó y, por supuesto, Tel Aviv. Que conste, este sólo es el comienzo de un probable correlato físico y espiritual, que se puede adivinar en mi extenso poema “De Jericó, el relámpago”.■

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