A los 70 años: Desarrollo económico y deterioro político

17 abril, 2018

A la memoria del Profesor Ernesto Lubin z»l

Benito Roitman

Parece curioso, pero es perfectamente entendible porqué la sociedad israelí se considera satisfecha en lo material: Israel se ha ubicado por quinto año consecutivo en el undécimo lugar entre 156 naciones del mundo en términos de felicidad, medido por el llamado Índice de Felicidad de las Naciones Unidas, construido a partir de indicadores asociados a la esperanza de vida, a la disponibilidad de servicios de salud, y a los niveles personales de ingreso, aunque considerando también elementos tales como generosidad, confianza y apoyo social.
Y es curioso, porque al mismo tiempo que Israel se ubica en esa posición en materia de “felicidad”, en una encuesta llevada a cabo en febrero de 2017 por Masa Israel (un proyecto conjunto del Gobierno de Israel y de la Agencia Judía) se aprende que casi un 30% de sus habitantes afirma que se radicaría en el exterior si tuviera la oportunidad de hacerlo. Agréguese a ello que en el propio Informe del Índice de Felicidad 2018, publicado en marzo del presente año, que contiene un estudio especial sobre el nivel de felicidad de los inmigrantes, se señala que Israel se encuentra entre los países con mayor rechazo a la inmigración (lo que se comprueba con la situación de los varios miles de inmigrantes africanos aunque con excepción, claro está, de los migrantes judíos contemplados en la ley de Retorno) y se indica que “los inmigrantes en Israel nacidos en Rusia evalúan sus vidas mucho más positivamente después de su migración, pero experimentan simultáneamente resultados adversos en términos de afectos”.
Y es curioso también porque ese alto y persistente nivel de felicidad se da en “un país en este horrible vecindario, tienes terrorismo, tienes un Islam radical, tienes desafíos”, como dijera el propio Primer Ministro de Israel en una reciente entrevista radial en los Estados Unidos.
Lo anterior viene a cuento porque resulta cada vez más aparente el divorcio entre el desarrollo económico de la sociedad israelí y la orientación de sus procesos políticos, cuando estos últimos alejan a esta sociedad, también cada vez más, de aquellos ideales -democracia, igualdad, solidaridad, cooperación- que en su momento inspiraron y apuntalaron su creación. Ciertamente, no caben dudas que los indicadores macroeconómicos muestran una economía con un alto nivel de ingreso promedio por habitante, un bajo nivel de desempleo, cifras positivas en su balance corriente con el exterior y una deuda pública razonable, así como niveles de precio estables y tasas de crecimiento positivas.
Pero resulta también evidente que esta sociedad está viviendo un proceso de deterioro en lo político , con fuertes efectos sobre el tejido social- cuando los valores asociados a los principios democráticos, a la defensa de los derechos individuales y colectivos, a la procura de la igualdad, están siendo menoscabados. Las interpretaciones sobre las causas de ese deterioro son múltiples y aún en ocasiones contradictorias -incluidas aquellas que niegan ese deterioro- pero vale la pena señalar que mientras algunas se centran en el daño que le está haciendo a la sociedad israelí la ocupación de los territorios y la continuidad y modalidades de esa ocupación, incluyendo la cuasi negación de ese proceso por parte de esa sociedad, otras enfatizan los conflictos internos derivados de la necesidad, en el curso de algunas décadas solamente, de absorber en su seno a comunidades de muy distintos signos culturales y de muy diferentes y arraigadas tradiciones, sin haber alcanzado el esperado crisol de diásporas. A ello corresponde agregar los conflictos derivados de la creciente imposición de lo religioso en la vida cotidiana, fenómeno éste que requeriría de por sí una larga disquisición. En todo caso, lo que sí vale la pena señalar es que estas interpretaciones, cada una en su medida, aportan lo suyo para explicar el deterioro de los procesos políticos en Israel.
En todo caso, lo que se mantendría es la contradicción entre un relativo bienestar material, ejemplificado por los indicadores macroeconómicos arriba mencionados, y un ambiente político-social en proceso de deterioro. Pero quizás esa contradicción aparezca como más aparente que real, si se profundiza en la situación y en la evolución económica de esta sociedad y en sus impactos sobre sus diferentes grupos y estratos.
Por ejemplo, el hecho de que la tasa de desempleo se sitúe por debajo del 4% de la fuerza de trabajo, que equivale casi a una situación de pleno empleo, constituye un hecho positivo; pero esto debería estar acompañado por un aumento de la inflación, presionada a su vez por un aumento de salarios reales. Y sin embargo nada de eso se prevé en el futuro cercano, al menos en una escala significativa, en parte porque una proporción significativa de población se encuentra en empleos con baja productividad y en parte por la decreciente tasa de sindicalización de la fuerza de trabajo en Israel (y por ende con una cada vez más reducida capacidad de presión). Cabe notar además, en gran medida como consecuencia de lo anterior, la tendencia de largo plazo a la disminución de la participación del trabajo en la distribución del Producto Bruto Interno (PBI), con el consiguiente aumento de la participación del capital.
La persistencia de niveles de pobreza que ubican a Israel en los primeros puestos de esa categoría entre los países de la OECD -a pesar de los bajos índices de desocupación ya mencionados- ha sido atribuida en gran medida a la baja productividad del trabajo en Israel, que fuera de las actividades en los sectores de alta tecnología, se sitúa muy por debajo de los índices de la OECD. Siendo así, se ha insistido una y otra vez en la necesidad de dedicar más recursos públicos para elevar esa productividad, invirtiéndolos especialmente en el sistema educativo y en la mejora y ampliación de la infraestructura física nacional. Sin embargo, la tendencia de largo plazo es la opuesta: el gasto público civil viene disminuyendo en forma sistemática como proporción del PBI.
Alrededor de estos temas es que se centran las disputas entre el Banco de Israel y el Ministerio de Finanzas, que han trascendido recientemente. Mientras el primero pugna por una mayor asignación de recursos para educación e infraestructura, acompañada por una revisión al alza de impuestos para financiar esa asignación incrementada, el segundo está llevando adelante un recorte de impuestos, en una sociedad donde la carga impositiva -pese a los mitos sobre el tema- está ya por debajo del promedio de los países de la OECD. Y ello en aras de un mayor espacio para el mercado y de una constante disminución del papel del Estado (salvo cuando se trata de regular en favor del capital).
Los ejemplos precedentes tienden a señalar que no es oro todo lo que reluce, que las presentaciones globales del funcionamiento de la economía ocultan -quizás deliberadamente- problemas que no sólo no han sido resueltos sino que se vienen agravando, especialmente en el ámbito social. Y es preciso agregar que la actividad económica no se da en un vacío; para utilizar una palabra de moda, puede decirse que esa actividad tiene lugar al interior de un ecosistema que abarca tanto lo político como lo social, incluyendo las relaciones internacionales (tan importantes para un país pequeño como Israel) y los programas y estrategias de seguridad.
Es así que sea curioso pero entendible -hasta cierto punto- que una sociedad pueda desenvolverse con soltura en el campo económico mientras construye literalmente muros para no ver -para negar- la realidad al otro lado. Es cierto que situaciones como esas no son eternas, pero lo que no se sabe, lo que no está claro, y quizás lo que una gran parte de la población no se lo plantee, es cual generación (¿nosotros, nuestros hijos, nuestros nietos?) pagará los costos que inevitablemente se están generando.■

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