Ricardo Angoso

Paradójicamente, la capital austriaca albergaba una de las mayores comunidades judías de Europa, casi 200.000 personas, y contaba con una pujante vida social, política y cultural hebrea que agonizó con la ocupación del país por los alemanes, en 1938.

El escritor austriaco Joachim Riedl, en su obra Viena infame y genial, relataba cómo el ambiente contra los judíos se había caldeando antes de la llegada al poder del nazismo y en la Austria anterior al Anschluss o anexión llevada a cabo por los nazis, en 1938. El discurso, según este autor, había calado profundamente en una sociedad dominada por el antisemitismo.

En la misma línea de Riedl, el profesor Saul Freudländer, al referirse a la relación entre Hitler y Viena, señala: “Cualquiera que haya sido influencia del antisemitismo familiar y la escuela, fue en Viena donde el odio al judío adquirió en Hitler su forma sistemática. La atmósfera de la capital imperial era, en efecto, las más favorable para la cristalización de prejuicios antisemitas en una ideología definitiva”. Sin esta verdadera “escuela” del antisemitismo que significó Viena para Hitler, es difícil entender la biografía que forjó al futuro líder político. Hitler admiraba ese alma “pura”, racista y antisemita vienesa y en  ella se encontró en su mundo sin necesidad de tenerse que adaptarse.

“La fijación de Hitler nació en Viena, donde leyó tratados antijudíos y donde, según afirmó más tarde, empezó a odiar cada vez más a los judíos. Aquellas palabras impresas, o las imágenes de las calles vienesas repletas de migrantes judíos llegados del este, no distorsionaron su imagen de los judíos concretos que había conocido en Litz, en Viena o en el ejército. Más bien contrajo una obsesión con ellos en general. Eran intrusos en la nación alemana y los culpaba como grupo por nada más y nada menos que la mayor pérdida de todas: la derrota de Alemania”, aseguraba el historiador y mayor experto sobre el Holocausto, Raul Hilberg.

Hitler, ya convertido a la religión del antisemitismo y el racismo, llegaría a firmar en aquellos días vieneses: “Comprendí que con el judío no había que transigir. Todo o nada. Decidí convertirme en político”. Más tarde, en las elecciones de 1932, este discurso funcionó en la depauperada sociedad alemana y Hitler obtuvo una primera gran victoria electoral, antesala de la dictadura que estaba por llegar y de la tragedia que se avecinaba para toda Europa. Los resultados de los comicios de 1933 reforzaron a los nazis, que entraron en el gobierno, y consolidaron el papel de Hitler al frente del movimiento y del país. En apenas unos años, los que van de 1933 a 1938, Hitler vería cumplido su programa de la anexión de Austria y su sueño de entrar triunfante en esa Viena que supuestamente le había despreciado.

La entrada triunfal de Hitler en Viena: el cumplimiento de una misión “sagrada”

“¡De la noche a la mañana! Todo sucedió de la noche a la mañana”, así definía la entrada de los nazis en Viena una testigo de excepción, Erika, judía vienesa al cien por cien. El 15 de marzo de 1938 entraba en Austria un triunfante Adolfo Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y saludado en todos los lugares por donde pasaba con euforia, emoción y alegría. El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por el éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.

En aquellas jornadas de marzo de 1938, caracterizadas por la emoción desbordada de la muchachada nazi en las calles y unos miles de judíos escondidos en sus casas literalmente muertos de miedo, y siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica austríaca se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y de alguna forma en la Italia fascista.

“Creo -declara Hitler en Viena, el 9 de abril de 1938- que la voluntad de Dios al enviar a un niño de aquí al Reich, de dejarlo crecer y hacerlo el Führer de la nación para permitirle devolver su patria al Reich. Hay una voluntad superior y nosotros somos su instrumento”, aseguraba Hitler al cumplir su nunca ocultado plan de volver a Viena para doblegar a los judíos, para comenzar su funesta obra, precisamente desde aquí, de destruir a la “judería internacional”, en sus propias palabras.

“Los ensordecedores acordes de una plegaria nacional”, fue lo que escuchó Joseph Goebbels cuando comentaba en directo por la radio alemana la entrada triunfal del austríaco Adolf Hitler en la capital austríaca. Más tarde, después de aquella romántica descripción cargada de falso victimismo, el Führer y canciller del Reich alemán ascendió al balcón ornado de columnas del palacio de Neue Hofburg. Y en la gigantesca plaza de los Héroes, en un momento de gran emoción y candor nacionalista, 300.000 vieneses se agolpaban para gritar juntos el frenético aullido de “¡Sieg Heil!”. Comenzaba una nueva era y Hitler había cumplido con su secreta misión de sumar a Austria a su delirante proyecto de sangre, muerte y dolor compartido a partir de ese momento.

“Hitler siguió inmediatamente a sus soldados. Empezando por su ciudad natal de Braunau, la via triumhalis de su viaje a casa fue a través de Linz, donde había ido al instituto, hasta Viena, la ciudad en la que había obtenido el equipamiento intelectual para su posterior carrera política (…) Ya no recordaba lo hermosa que era su patria, confesó Hitler en una conversación telefónica a su paladín Hermann Wilhelm Göring, que había impulsado enérgicamente la anexión y ahora montaba guardia en Berlín”, escribiría el periodista ya citado Joachim Riedl al referirse a la entrada de Hitler en Austria.

El antisemitismo más histérico y brutal

Un entusiasmo casi histérico se apoderó de toda Austria y en Viena, llevados por la emoción de la triunfante entrada de su Führer, miles de vieneses, con porras y palos, obligarían a los judíos a limpiar las calles de la ciudad en unas imágenes que todavía insultan a la humanidad y al alma austriaca. “Agradecemos al Führer que por fin haya dado trabajo a los judíos”, gritaba la chusma envalentonada que actuaba ayudada por la Gestapo y los camisas pardas. El 23 de marzo de 1938, el corresponsal del New York Times en Viena escribía: “En las primeras dos semanas, los nacionalsocialistas han conseguido aquí someter a los judíos a un trato de mayor dureza de lo que habría sido posible en Alemania en el curso de varios años”.

Rebeca García describe, en uno de sus escritos, ese ambiente: “En los pueblos y carreteras austriacas, la multitud se dejaba la garganta para darle la bienvenida (a Hitler) con el brazo en alto. El griterío de Heldenplatz de Viena donde Hitler anunció la anexión de Austria al tercer Reich, era tan ensordecedor que, cincuenta años después, los personajes de Heldenplatz, la última obra de teatro de Thomas Bernard, seguían escuchando los víctores… Sin duda, el Anschuluss, la anexión, tuvo mucho de sainete (imposible no acordarse de la invasión de Osterlich en El gran dictador)”.

“La euforia popular por Hitler, el nacionalsocialimo y la unificación con Alemania estaban emparejados con el odio y la violencia contra los judíos, que sobrepasó a cualquier manifestación pública sucedida en Alemania hasta esa fecha. La mayoría de los 191.000 judíos austríacos vivía en Viena y representaba el 10% de esta ciudad. Después de Varsovia y Budapest, los judíos vieneses constituían la tercera comunidad de Europa. Sin embargo, las cifras poco importaban. Los SA y otros nazis los arrojaron a las calles para que limpiaran las letrinas de los cuarteles y fregaran las aceras con sus manos desnudas y, a veces, simplemente por ´diversión´ con sus propios cepillos de dientes y ropa interior”, escribieron sobre estos sucesos los autores Deborah Dwork y Jan van Pelt.

“La opinión popular asimiló el significado del fin de Austria mucho más rápido de  lo esperado incluso por los nazis de Viena o Berlín. Esa misma tarde aparecieron multitudes en las calles que coreaban a gritos eslóganes nazis y buscaban judíos a los que golpear. Esa primera noche de desgobierno de Austria fue mucho más peligrosa para los judíos que las dos décadas precedentes, desde la independencia austríaca. Su mundo había desaparecido”, escribía sobre este trágico cambio en la capital austriaca el historiador Timothy Snyder.

Una vez instalados en el poder, comenzó el latrocinio organizado de los bienes judíos, los saqueos de las viviendas, las ventas forzadas de negocios y propiedades a precios irrisorios a los nazis y también las huidas. Ni siquiera en la Alemania nazi se había hecho tan rápido como en Austria.

«El fin de Estado austríaco acarreó en cinco semanas una violencia contra los judíos austríacos incomparable al sufrimiento que los judíos alemanes llevaban cinco soportando bajo Hitler. Quienes mandaban en Austria eran casi todos nazis, pero operaban en unas condiciones de hundimiento del Estado que les permitían avanzar cada vez más rápido. Resulta irónico que las SA, que habían sido humilladas en Alemania en la Noche de los Cuchillos Largos en 1934, llevasen a cabo algo parecido a la ´segunda revolución´ que sus líderes asesinados habían querido, solo que en Austria en vez de Alemania”, señalaba  el ya citado Snyder.

Pero también comenzaron los suicidios de los judíos en Viena debido a su adversa suerte al verse atrapados por los nazis. Cada día se suicidaban en la nueva Viena más de diez judíos y la cifra fue aumentando hasta el medio centenar antes de la Segunda Guerra Mundial. Los artistas, escritores y propietarios judíos eran apaleados hasta la muerte por grupos de nazis organizados en comandos “móviles”. En apenas unas semanas, la vida judía se había apagado para siempre y la nueva Austria se rendía al nuevo orden ante el silencio generalizado de la sociedad y la complacencia de la Iglesia católica. En definitiva, tras la desaparición de Austria, y por consiguiente del Estado que le daba forma política, los judíos dejaron de disfrutar de cualquier tipo de protección estatal y se convirtieron en víctimas de una mayoría que deseaba distanciarse del pasado y alinearse, de alguna forma, con el futuro. Un futuro radiante, pensaban la mayoría de los austríacos, pero terriblemente nazi para los judíos.

Un escritor austríaco de entonces, Carl Zuckmayer, escribiría en su diario, escrito en 1938, las siguientes reflexiones: “El submundo había abierto sus puertas, y dejado en libertad a sus espíritus más bajos, repugnantes e impuros (…) lemúres y semidemonios parecían salir de huevos de inmundicia y subir encenegados agujeros en la tierra. El aire estaba lleno de un incesante griterío chillón, confuso, histérico, que salía de gargantas masculinas y femeninas y seguía sonando estridente día y noche. Y todos los seres humanos perdieron su rostro, se asemejaron a deformes caricaturas: la una de miedo, la otra de mentira, la otras de triunfo salvaje y lleno de odio (…) Fue un aquelarre del populacho y el entierro de toda dignidad humana”. Más tarde, con destino a Suiza, Zuckmayer abandonaría su Austria natal, sumida ya en la catástrofe y al borde de la tragedia sobre la que precipitaba sin tener siquiera conciencia de la misma.

Peor suerte corrió el historiador Egon Friedell, incapaz de soportar la pesadilla en que se habría de convertir su amada Viena, tal como relata Joachim Riedl: “El 16 de marzo, hacia las 22.00 horas, dos hombres de las SA aporrean la puerta de un domicilio en el edificio de Gentzgasse 7. Insultan al ama de llaves que les abre llamándola ´puta judía´. Se produce un intercambio de palabras. Entre tanto, el historiador de cultura y ensayista Egon Friedell, que en los últimos años raras veces ha dejado su domicilio, atrincherado entre sus libros, huye hacia el interior de la vivienda. Va cerrando las puertas tras de sí. En el dormitorio, abre una ventana y se tira a la calle. Totalmente ileso salvo un arañazo en la sien”, indica el médico de urgencias; el corazón del suicida había fallado durante la caída”.

Una historia parecida, aunque con final feliz, padecería la hija de Sigmund Freud, Anna, quien tendría que soportar en su domicilio de la calle Berggasse 19 la presencia las veinticuatro horas del día de un puesto de guardia de miembros del partido nazi con su brazalete con la cruz gamada. “¿No sería mejor que nos matáramos todos?”, pregunta Anna a su padre. “¿Por qué?”, parece que le respondió el médico. “Porque es exactamente lo que esperan de nosotros”, respondió Anna. Después es citada al cuartel general de la Gestapo y lograría escapar de milagro de Austria. Fue a merced de una campaña internacional liderada por el gobierno norteamericano por la que Anna pudo viajar fuera de una vez por todas y dejar atrás para siempre su amada Viena, esa ciudad en la que había albergado la esperanza de que los vieneses “no degenerarían en el nazismo”. Pero no fue así, se impuso la brutalidad y la bestialidad en su estado más puro.

Un mes después de la anexión de Austria por los nazis, el 10 de abril de 1938, los nacionalsocialistas celebraron un referéndum en el país, como una muestra más de escenificación -la política siempre tiene algo de teatral- y para mostrar a las claras que eran los nuevos amos de la nación mancillada. Sin nadie que tuviera valor de oponerse y con todo el aparato de propaganda a su favor, el nazismo obtuvo una victoria total y consiguió el 99,73% de los votos a favor del retorno al Reich. “Un resultado” que, según el historiador Gerhard Botz, “en lo esencial, no estuvo en absoluto falseado”. Pero al menos quedó algo de dignidad política en el país cuando su Canciller, Kurt Schuschnigg, no se plegó al juego de los nazis y fue encarcelado durante toda la Segunda Guerra Mundial, estando a punto de ser ejecutado por los alemanes de no haber sido por la pronta liberación de donde se encontraba confinado por los aliados. 

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