Dos hombres frente al Holocausto húngaro: Raoul Wallenberg y Angel Sanz Briz

7 mayo, 2023 , ,

Nadie les reconoció nada por ello, su heroísmo fue anónimo, como su cruel destino.

En agosto de 1944 la situación era desesperada en Hungría, tanto para el dictador Horthy como para los miles de judíos que sobrevivían a duras penas en Budapest. El ejército soviético ya avanzaba sin obstáculos por Rumanía y los judíos de la capital húngara sobrevivían sin apenas comida ni posibilidad de trabajo en ningún sitio. Protegidos por algunas embajadas, como las de España, Portugal y Suecia, miles de judíos salvaron sus vidas con salvoconductos y falsos pasaportes entregados por estas legaciones. 

Sin embargo, la maquinaría nazi seguía trabajando sin descanso en la “solución final”. El coronel Adolf Eichmann, enviado para dirigir los trabajos relativos a la persecución de los judíos húngaros, seguía atento y trabajando en el exterminio de los judíos de Transilvania antes de la llegada de los “inoportunos” soviéticos. Resulta increíble cómo en la mente de los altos encargados de la “solución final”, el exterminio de los hebreos era una suerte de misión mística que transcendía mucho más allá del resultado de la contienda bélica.

El 23 de agosto de 1944, y una vez que la suerte de Rumanía está sellada ante una ofensiva soviética imparable, Eichmann abandona Hungría, no sin antes dejar preparada la deportación de miles de judíos de Arad y Oradea, ciudades situadas actualmente en Rumanía. Solamente en Oradea, donde pervivió uno de los guetos más duros habidos en toda Transilvania, perecieron unos 14.000 hebreos en los campos de concentración y en los trenes de ganado que los llevaban a los mismos. Al referirse a la dura espera padecida en Oradea, el escritor Béla Zsolt escribiría: “Bueno, de todas formas, ahora ya da lo mismo, por la mañana nos llevarán. Nos despediremos para siempre de esta ciudad digna de vergüenza, de esta patria loca y perdida, de esta época demente, de una vida que así no vale nada”. Zsolt sobreviviría a esta locura y nos dejaría el testimonio de lo vivido en Oradea, no así su mujer y familiares, que morirían en los campos de la muerte.

Dos meses más tarde, a mediados de octubre de ese año, los soviéticos están a tan solo cien millas de Budapest. Y los nazis, ante el ya irrefrenable avance de los soviéticos que ocupan Rumanía, imponen un ejecutivo sumiso a sus intereses, derriban al régimen de Horthy, encarcelan a su odiado hijo István en un campo de concentración tras secuestrarle y nombran jefe de Estado de la Hungría pronazi a Ferenc Szálasi, líder del partido fascista de las Cruces Flechadas.

La situación para la angustiada población judía cambió súbitamente. Unos 160,000 judíos fueron amontonados -no cabe otra palabra- en el gueto de Budapest y unos 50.000 hombres entre los 15 y los 60 años fueron seleccionados para ser enviados a los campos de la muerte por Eichmann, quien, siguiendo órdenes de Himmler, seguía trabajando a un ritmo vertiginoso por acabar con la vida judía antes del final de la guerra.

Recluidos en una estrecha calle del centro histórico de Budapest, centenares de judíos morirían víctimas de las epidemias, el hambre y la brutalidad de los grupos fascistas húngaros. En la sinagoga de Dohány, al comienzo del gueto donde se hacinaban miles de seres humanos, encontraron “refugio” en sus jardines unos 3.000 judíos y allí morirían el poeta Miklós Radnóti y el historiador Antal Serv junto con miles de víctimas sin nombre.

Los fascistas húngaros colaboraron con ahínco y especial crueldad en la persecución de los judíos que vivían en su país. Organizaron redadas, asaltaron apartamentos, incendiaron negocios, sinagogas y hospitales, cometieron brutales matanzas, asaltaron embajadas y casas protegidas por organizaciones internacionales que trataban de salvar algunos judíos y vigilaron el gueto de Budapest hasta la llegada de los soviéticos. Sin embargo, los continuos bombardeos de los aliados y el mal funcionamiento de los servicios de ferrocarril evitaron la deportación masiva de todos los judíos que vivían en Budapest. Tan solo el grupo ya citado de los 50.000 que serían enviados por Eichmann a los campos de exterminio sería la bochornosa aportación de los fascistas húngaros al régimen nazi. 

Los judíos que tomaron parte en aquellas marchas sufrirían duras humillaciones, la brutalidad de sus carceleros y la muerte, sobre todo debida a las penosas condiciones en que se efectuaban las marchas, sin apenas comida ni ropa de abrigo con bajas temperaturas, y a los intensos bombardeos aliados a los que estaba sometido todo el país. Luego, claro está, habría numerosas bajas difíciles de cuantificar en los ataques organizados al gueto por los fascistas húngaros.

WALLENGER ENTRA EN ACCION

Siempre se ha dicho que las situaciones límite sacan del ser humano lo mejor y lo peor que tiene. Nunca dicho aforismo pudo tener mejor aplicación que en los duros días del Holocausto húngaro, aquellas negras jornadas plagadas de muerte, delación y sufrimiento. Los genocidas voluntarios de Hitler encontraron en los fascistas húngaros unos aliados y ejecutores de su política ejemplares en el peor sentido de la palabra. Pero en aquella Budapest infame y atrapada por lo peor, dos hombres estuvieron a la altura de las circunstancias: los diplomáticos Raoul Wallenberg y Ángel Sanz Briz.

“Raoul Wallenberg, un hombre de negocios de treinta y dos años, miembro de una destacada familia de financieros suecos, aceptó el trabajo (como diplomático en Budapest). Fue nombrado secretario de la embajada sueca en Budapest, tuvo el apoyo de Estocolmo y de la Junta de Refugiados de Guerra. Llegó a la capital de Hungría en julio de 1944, justo cuando Horthy detuvo las deportaciones. Para cientos de miles de judíos, este hecho tuvo lugar demasiado tarde, pero todavía quedaban los judíos de Budapest. ¿Y quién sabía cuándo volverían a rodar los trenes? No había tiempo que perder”, escriben los investigadores Debórah Dwork y Jan Van Pelt al referirse al diplomático sueco. 

Desde su llegada a Budapest, Wallenberg creó una red de rescate para los judíos que quedaban en Budapest, dándoles refugio en una serie de viviendas protegidas por su embajada y emitiendo unos “pasaportes protectores” que salvaron la vida de miles de personas. Sin embargo, cuando la situación se hizo especialmente grave, durante el breve período en que gobernaron los fascistas húngaros, estos pasaportes no fueron respetados ni por los alemanes ni por la policía húngara. Entonces, Wallenberg, con la ayuda de los empleados de la embajada, se enfrentó a las autoridades húngaras y a los alemanes y se encargó de llevar a cabo una labor de vigilancia en las fronteras y en los puestos de control, llegando a exigir a las dos partes que respetasen los documentos emitidos por su embajada. 

La embajada sueca en Budapest entregó entre 15.000 y 20.000 pasaportes, sin que en ningún caso importase que el judío en cuestión tuviera o no relación con Suecia. Fue la institución más activa de todas las que había en ese momento en la capital húngara en la salvación de los judíos perseguidos. Además, en las casas protegidas por los suecos y creadas por Wallenberg se cree que se escondieron hasta un máximo de 70.000 judíos que tras la llegada del Ejército Rojo pudieron estar a salvo y evitar una muerte segura. La nota triste de toda esta historia de heroísmo y grandeza del ser humano la pone el destino final del propio Wallenberg: nada más llegar las tropas soviéticas desapareció para siempre y nunca más se supo del diplomático. La tesis más aceptada por los historiadores es que fue secuestrado por soviéticos y seguramente eliminado en algún recóndito y desconocido lugar de Siberia.

EL DIPLOMATICO ESPAÑOL SANZ BRIZ

El encargado de negocios de España en la Hungría de entonces, Ángel Sanz Briz, emplearía una técnica muy parecida a la de Wallenberg para salvar a los judíos húngaros. Escandalizado ante lo que estaba ocurriendo y consternado por la brutalidad de los fascistas húngaros, creó toda una red de casas y viviendas protegidas por la embajada española y también otorgó, acogiéndose a un decreto de Primo de Rivera que había concedido protección a los sefarditas españoles, numerosos salvoconductos y pasaportes españoles a miles de judíos húngaros.

Se calcula que más de 5.000 judíos húngaros, tal como relata Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto, salvarían sus vidas por la valiente y decidida acción de Briz, un comportamiento que no fue ni prohibido ni tolerado por el régimen de Franco que simpatizaba con el nazismo, pero que era consciente de que Alemania había perdido irremediablemente la guerra. Briz, una vez terminada su misión en Budapest ya como jefe de la legación y clausurada la embajada española en la capital húngara ante la inminente llegada de las tropas soviéticas, pudo regresar a España y después ocupó numerosos destinos diplomáticos. En 1991, una vez reconocida mundialmente su labor y homenajeado por los gobiernos de Hungría y España, el parlamento de Israel le concedió a título póstumo la orden de Justo de la Humanidad.

Junto a estas dos importantes acciones, también las embajadas de la Santa Sede, Suiza y Portugal ayudarían de una forma desinteresada a muchos judíos a abandonar el país y salvar así sus vidas. Sin embargo, pese a la nobleza de tales actuaciones y lo positivo de las mismas, la mayor parte de los judíos de Hungría perecerían durante el Holocausto y en los meses previos a la llegada de las tropas soviéticas a Budapest.

Al igual que en otras partes de Europa del Este, Hungría no fue una excepción a la espiral de odio, persecución y asesinatos colectivos organizados por los nazis con la complacencia de las autoridades húngaras que sucedieron a Horthy. Un cálculo razonable de víctimas señalaría que de los 825.000 judíos que había en Hungría antes de la guerra sobrevivirían apenas unos 260.000, de los cuales unos 100.000 quedarían en la capital, Budapest, cuya tasa de defunciones, muertes, desapariciones y asesinatos (55%) fue bastante menor que en el resto del país.

Fotos del autor: Monumento a orillas del Danubio, en Budapest, a los judíos asesinados durante el Holocausto.

por Ricardo Angoso

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