Sobre la felicidad, los migrantes y la compasión

27 septiembre, 2018
Israel ocupael puesto N° 11 entre todos los países con el mayor índice de felicidad. Foto Pixabay

Benito Roitman
Hace unos pocos meses, los titulares de la prensa y los temas centrales de los noticieros televisivos, sin olvidar a los principales programas de la radio, se llenaron de júbilo señalando que Israel ocupaba, y no por la primera vez, el puesto N° 11 entre todos los países encuestados (156 países), con el mayor índice de felicidad, de acuerdo con el Informe Mundial de Felicidad 2018 (World Happy Index, por su nombre en inglés), preparado por las Naciones Unidas y presentado al público en marzo de este año.
No corresponde aquí repetir el sinfín de comentarios alrededor de esta privilegiada ubicación, aunque conviene recordar que la mayor parte de esos comentarios no tuvieron empacho en vincularla con las acciones del gobierno (con obvia referencia al gobierno de turno). Pero vale la pena indicar que lo que se promocionó bastante menos, si es que acaso se comentó en alguna página interior o en alguna programa transmitido de madrugada, es que en ese mismo Informe, en un Anexo, se presentan los resultados de una encuesta llevada a cabo por Gallup en 2016/2017 para construir un índice de Aceptación de Migrantes, a raíz de la  crisis migratoria que barrió a Europa a partir de 2015.
En los resultados de esa encuesta, Israel se encuentra entre las 10 entidades con menor aceptación de migrantes, en compañía de países como  Hungría, Eslovaquia, República Checa y Croacia. Estos resultados, notoriamente negativos, deberían quizás tomarse con un grano de sal en el caso de Israel; siendo él mismo un país de migrantes, correspondería haber aclarado mejor a qué tipo de migrantes se refería la pregunta correspondiente de la encuesta. Hasta aquí podría llegar este comentario, dejando de lado las eventuales contradicciones que pudieran derivarse de ambos resultados: alto nivel de felicidad de la población, junto a un alto rechazo a los migrantes. Sin embargo, el Pew Research Center, una institución estadounidense de renombre internacional, dedicada a levantar encuestas sobre diferentes temas sociales, económicos y políticos, publicó a mediados de este mes de septiembre los resultados de una de ellas, llevada a cabo en la primavera boreal del 2018.
En esa encuesta, y seguramente animada -igual que la de Gallup- por la importancia del tema migratorio en Europa, se preguntaba en 10 países europeos si se aprobaba o desaprobaba la forma en que la Unión Europea trataba el tema de los refugiados. Pero una pregunta adicional en esa misma encuesta, aplicada en 18 países -incluido Israel- era la siguiente: “Pensando en la inmigración, ¿apoyaría o se opondría usted a que su país aceptara la entrada de refugiados de países donde la gente huye de la violencia y de la guerra?”. Esa pregunta encontró como respuesta que en sólo 3 de los países encuestados la oposición a la entrada de refugiados se situaba en el 50% o más (Israel 57%, Hungría 54% y Sudáfrica 50%). En el resto, el apoyo a la entrada de refugiados se ubicó mayoritariamente por encima de 50%.
Los resultados coinciden con los de la encuesta de Gallup y la refuerzan, conformando esa tendencia en la sociedad israelí actual. Y en este contexto, no es demasiado difícil ubicar la aprobación de una ley como la del Estado-Nación del Pueblo Judío y su carácter excluyente. Pero al mismo tiempo resulta imposible no contrastar esta actitud actual de rechazo al perseguido, con la historia de este pueblo, especialmente durante su larga diáspora: los numerosos y trágicos episodios de persecución y expulsión, pero también los episodios de acogida en territorios que se abrieron generosamente a los exiliados, desamparados y perseguidos.
¿Qué complejas y contradictorias motivaciones llevan a una sociedad como la israelí a regocijarse con los niveles de ingreso alcanzados, altas expectativas de vida, apoyos sociales, generosidad (esos son algunos de los elementos considerados para construir el Indice de Felicidad), al mismo tiempo que reniega de su generosidad -y de su historia- al cerrarse frente a la desgracia del prójimo?
No es fácil encontrar respuestas a estos interrogantes, que seguramente se originan en el inconsciente colectivo y que ejemplifican conflictos y contradicciones difíciles de erradicar. Quizás la noción de construir un hogar nacional judío tuviera entre sus propósitos centrales el de rescatar las lecciones de la historia y reproducir, en un contexto moderno y actualizado, las enseñanzas y visiones de los profetas, depuradas de sus cargas teológicas y afianzadas en sus valores universales.
Quizás. Pero ahora parece avanzar y predominar la parte oscurantista y soberbia de la sociedad, la que rechaza al huérfano y a la viuda en nombre de una unidad tribal reinventada. Y es en su nombre que se prefiere el mantenimiento del estatus quo,  a la generosa aceptación de otras naciones a su lado. Con ese material se construyen las tragedias. En esos conflictos y contradicciones de y en- una sociedad tan compleja como la israelí, hay posicionamientos que resultan paradójicos.
En el plano material, por ejemplo, y como ya se señalara al enumerar los elementos con que se construye el Indice de Felicidad, se incluye el alto nivel de ingresos por habitante. Y en una encuesta publicada este 18 de septiembre, también del Pew Research Center, referida a los efectos de la crisis de 2008 diez años después, indica cómo la confianza económica habría regresado en gran parte de los países. Así, en el caso de Israel, mientras que en el 2008 –año paradigmático de la crisis- sólo el 32% afirmaba que la situación económica era buena, ese porcentaje se elevó al 60% en 2018. Sin embargo, esos sentimientos positivos no se trasladan hacia el futuro; en efecto, aunque el ya mencionado 60% encuentra buena la situación económica, sólo el 40% sostiene que los hijos estarán mejor del punto de vista financiero.
Parecería como que en Israel estuviéramos diciendo: “Estamos bien hoy, pero no creemos que dure en el futuro”. ¿Cómo cambiar esas actitudes? ¿Cómo recuperar la compasión como rasgo central de la sociedad y cómo extender esa compasión al “otro”? ¿Y cómo aceptar que a la larga es la cooperación y no la fuerza, la que es capaz de avanzar el bienestar de todos? ¿No será ya tiempo de que la casa de Hilel imponga su marca? Ciertamente, las perspectivas no parecen ser demasiado favorables. Y sin embargo, de peores hemos salido y de peores sabremos salir. ■

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