De qué hablamos cuando hablamos de amor

29 octubre, 2017
Hannah Arendt - Martin Heidegger

Fernando Yurman

El merecido retorno y la magistral puesta en escena del “Informe sobre la banalidad del amor”, del escritor argentino Mario Diament, devolvió rápidamente al tapete la controversial relación de Hanna Arendt con Martín Heidegger, sin impedir que los fragmentos enigmáticos de ese idilio todavía floten en el vórtice huracanado del siglo XX. Y atraviesen sin envejecimiento el tormentoso XXI.

Con esforzada destreza, Diament intentó juntarlos, ordenarlos dramáticamente y procurarles un sentido. Incluso en la benevolencia histórica de la ficción, esa tarea no podía haber sido fácil. Considerado por muchos, también por la misma Arendt, el filósofo más sobresaliente de su tiempo, Heidegger fue también uno de los intelectuales nazis más connotados; es sabido que como rector de Friburgo expulsó judíos y filojudíos, pacifistas y comunistas, y sus convicciones acompañaron el ascenso de “La nueva Alemania”.

Hanna Arendt, quizás la mayor estudiosa del totalitarismo, fue una judía que no desconoció el maltrato antisemita, tampoco la expulsión y el campo de detención que anticiparon su exilio. Antes de esos rumbos divergentes, fueron confluidos por una tesis sobre Platón con la que se conocieron de manera no platónica cuando él era un brillante profesor de 35 y ella una prometedora estudiante de 17. Esas ominosas marcas del destino no hicieron mella en el espejismo amoroso durante medio siglo agrietado por la hecatombe. En la década del cincuenta, cuando el genocidio sobresaltaba la memoria europea, y entre un judío y un nazi había una distancia irreductible al devaneo filosófico, sucedió el reencuentro personal que escenifica el quinto y último acto de la obra.

“El amor es amoral” concluye con melancolía, bajo una luz descendente, una Hannah conmovida que rememora esa afirmación de Martin mientras cae el telón. El epílogo, tibio y candoroso, súbitamente difama la laboriosa complejidad que durante cinco actos había cruzado sentimentalismo y política, oportunismo e ideología, sostenida por un diálogo trepidante, inteligente, y afanoso por sintetizar una relación inequívocamente extraña. No es claro si esa frase final es un tributo al adocenamiento de Hollywood, o un simple rapto de romanticismo ramplón (el mismo que es la fuente natural del fascismo).

Los extraordinarios actores llevan esta obra en un juego de declaraciones y velamientos que hasta entonces ilustraba, con febril ironía, el claroscuro sentimental de una época siniestra; el final desemboca inesperadamente en el mismo disfraz que estaba tratando de levantar. Quizás el autor pugnaba por ilustrar, despeñándola, esa enmudecida encerrona: la banalidad del amor. Cabe aclarar que el deseo es en verdad siempre amoral, pero no el amor, origen de casi todas las moralinas, idealizaciones y encubrimientos (el amor a la patria, o el amor al amor, entre otros). El parlamento final de Hanna, según Diament, ilustraría una suerte de triunfo del amor (que en este contexto es difícil no verlo ideológicamente como contracara del “Triunfo de la voluntad” que alguna vez animó al irredento pensador de Friburgo). El “informe sobre la banalidad” que titula esta obra rememora con sarcasmo el título del ensayo de Arendt, y sin duda ese texto le concierne más que lo explícito.

Es sabido que entre el concepto y las pasiones es habitual el desencuentro, como ilustró deliciosamente aquel film alemán, “El ángel azul” de Von Stroheim, casi contemporáneo a este idilio. También que la disociación mental no parece excluir a los pensadores ¿cómo explicarse que la agudeza de Walter Benjamín no haya percibido la tenaza que lo acorralaría mortalmente? En el caso Arendt-Heidegger, la personificación ensancha aún más el enigma. Su relación con el amor, incluso si se excluye la anécdota, no deja de comprometer gravemente a una obra basada en el pensamiento. Mario Diament procuró recuperar ese misterio, incorporó las vicisitudes identificatorias de un judío, y es notable su esfuerzo por sintetizar citas, comentarios y documentación, otorgando a la ficción una función de verdad que la historia nunca nos había brindado.

Heidegger no es misterioso, a pesar de la oscuridad de su filosofía. La condescendencia de Hanna Arendt con Martín Heidegger es el enigma mayor de esta historia. La presunción que los intelectuales pueden arder por las letras y tener sangre de horchata para la vida no es nueva, la había confirmado la ceguera del detallista Sartre con los crímenes estalinistas o el gesto perdonavidas de Derrida con Paul de Man. Pero en este caso se trata de algo más revulsivo, una flagrante y prolongada historia de vida, no una idea errónea. Era una judía que atravesó la inclemencia del nazismo, y por algún malabarismo logró disociar con notable ligereza aquello que la había determinado personalmente y convirtió en humo seis millones de los suyos. Eso no se despacha considerando a Heidegger bajo el prestigioso síndrome de Syracusa que enredó a Platón. Se trataba de su propia piel. En curioso contraste, cuando en 1964 un reportero la interrogó sobre su intenso período de compromiso sionista contestó “cuando como judía soy atacada, debo defenderme como judía”. Esa posición, que asumía la política desde la subjetividad concreta como primera verdad, parece haber hecho una excepción en su reencuentro con el mago de Messkirch. Su desciframiento del totalitarismo no había permeado su lucidez sentimental.

Es frecuente que las vastas construcciones teóricas no puedan dar cuenta cabal de la turbulencia que atravesó su creación, pero en algunos casos la distancia entre ambas se torna vertiginosa. La construcción intelectual se aleja de los resortes íntimos, o los encubre, y ocasionalmente el gran Golem erigido cae sobre su inventor. El exigente Althusser, que había pergeñado una teoría científica de las categorías marxistas, y las había lavado de residuos ideológicos, terminó asesinando a su mujer por algunas imaginerías que le asaltaron fuera del campo de “su ciencia”. ¿Como se explica desde la misma teorización de Hanna Arendt su condescendencia con un nazi? ¿Qué le pasaba a su odio personal? La banalidad del mal, pieza central en su concepción, corre el riesgo de ser banalidad de sí misma cuando la explicación sobre el autoritarismo excluye el registro del odio, sentimiento tan cabal como el amor.

Quizás la ironía del título de la obra de Diament remite a esta condición en aquel empeñoso estudio sobre el caso Eichmann. Hanna Arendt soslayó el odio en su infatigable ingeniería intelectual. La banalidad del mal que presenta en esas notas nos indica su fascinación por la espantosa normalidad del acusado tramada con el impersonal ejercicio burocrático, pero cuando seguimos esa implacable lucidez no podemos dejar de pensar que ni siquiera los sociólogos viven su vida sociológicamente. La falta de odio, en la vida concreta, también nos dice algo sobre el amor. En mismas notas despliega una crítica a los dirigentes judíos europeos, víctimas y colaboradores indirectos de ese espacio de infamia, con una falta de piedad que no había practicado con aquel que suscitó su “indeclinable vocación a un solo ser” como había definido su deslumbramiento.

No basta imaginar algún componente masoquista, o la distorsión normal de las pasiones amorosas, para entender estos pensadores, una judía y un nazi en la misma escenografía material del debate. Nada puede evitar el aura morboso que los abraza, no a pesar de ser filósofos, sino por eso mismo (especialmente cuando algún fragmento de aquella oscura especulación pretende consustanciar lo fáctico y lo pensado).  Quizás porque los filósofos son los aristócratas del pensamiento, el episodio se resiste a consumirse en simple melodrama, y con mayor terquedad vuelve a levantar los mismos interrogantes que propiciaron esta poderosa creación teatral.

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