vie. Nov 1st, 2024

Joseph Goebbels: el ministro de Hitler que mató a sus propios hijos y el fantasma de su casa que los berlineses quieren olvidar

29 de octubre de 2024 ,
Los principales hombres del régimen nazi: Hitler, Goering, Goebbels (en el centro) y Hess. (National Archives and Records Administration/Wikimedia Commons)

En 1943, en su discurso más recordado, llamó a los alemanes a “soportar valientemente la batalla para soportar la grandeza”. Mano derecha del führer, padeció una discapacidad, pidió que lo ejecutaran junto a su esposa luego de envenenar a sus seis descendientes

A mediados de este año, el ministro de Finanzas del Estado de Berlín, Stefan Evers, hizo un anuncio que provocó una ola de controversias. “A quien quiera hacerse con el sitio, lo ofrezco como regalo del Estado federado de Berlín”, dijo luego de un acalorado debate en la Cámara de Diputados local. El funcionario se refería a una casa que además de costarle un dineral a los fondos públicos para su mantenimiento es motivo de más de un dolor de cabeza para las autoridades porque sigue habitada por uno de los peores fantasmas del pasado alemán, el del nazismo. La propiedad, ubicada a unos 40 kilómetros al norte de la capital, se llama “Villa Bogensee” y fue hasta la caída del Reich la casa de descanso de uno de sus líderes más siniestros, el ministro de Propaganda de Adolf Hitler, Joseph Goebbels.

El Estado, que no se decide a demolerla por su valor histórico, aunque no descarta la posibilidad, quiere sacársela de encima no solo por cuestiones económicas sino porque teme que se convierta en una meca para los grupos neonazis que vienen creciendo como hongos en los últimos tiempos en Alemania. En 2016, el Fondo Inmobiliario de Berlín renunció a vender la villa, ya en un estado muy deteriorado, “por miedo a que cayera en malas manos y se convirtiera en un lugar de peregrinación para los nazis”.

No se equivocaba, porque una de las primeras ofertas que recibió el Estado luego de que Evers hiciera el anuncio – y fue rechazada de inmediato – vino de un grupo de extrema derecha llamado el movimiento Reichsbürger, algunos de cuyos miembros enfrentan un juicio por tratar de derrocar el gobierno federal. En cambio, está en estudio una presentación de la Asociación Judía Europea, que ofrece convertir el lugar en un centro de libre expresión y combate contra los discursos de odio. “Convirtamos ese predio que propagaba la maldad absoluta en una fuente para propagar el bien. Sería una importante victoria moral”, escribió en el proyecto su presidente, el rabino Menachem Margolin.

Teniendo en cuenta la figura de Goebbels, la “maldad absoluta” de la que habla Margolin puede leerse no solo como una alusión a las atrocidades del nazismo en general sino también a las del hombre que tuvo a cargo la tarea de propagandizarlas y exaltarlas, y que a la hora de la derrota no vaciló en asesinar a sus seis hijos antes de suicidarse.

El manipulador del odio

Joseph Paul Goebbels nació en Rheydt, el 29 de octubre de 1897, y su fantasma sigue sobrevolando Berlín, el lugar de su muerte, 127 años después. Creció marcado por las secuelas de una poliomielitis por la que tuvo que someterse a una intervención quirúrgica a los diez años, lo que le provocó una parálisis parcial en una pierna y le obligó a llevar una prótesis y unos zapatos especiales, una discapacidad que le impidió participar en la Primera Guerra Mundial.

Su niñez y su adolescencia estuvieron marcadas por los complejos causados por la enfermedad y por la renguera permanente que le dejó, pero también –quizás como reacción a esos problemas– por una búsqueda de reconocimiento que lo convirtió en un artista de la manipulación, una habilidad que trasladó a la política.

Eso le valió para forjarse una carrera vertiginosa a fuerza de discursos tan odiantes como encendidos dentro del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, al que se incorporó en 1920. Sus arengas apuntaban a explotar los temores de una sociedad alemana humillada por la derrota de la Primera Guerra y a fomentar el odio hacia los extranjeros. Solo un hombre, decía, era capaz de devolver su honor a Alemania y se llamaba Adolf Hitler.

Las estrategias propagandísticas de Goebbels fueron determinantes para que el partido nazi llegara al poder en 1933 y su jefe se convirtiera en dictador de Alemania. Su relación con Hitler, que lo nombró ministro de Propaganda e Información, era ya muy cercana, tanto que el futuro führer fue su padrino de bodas cuando en 1931 se casó con Johanna María Magdalena Behrend, una ferviente militante nazi con la que tendría seis hijos.

El ministerio de Goebbels fue también una pieza fundamental de la estrategia de propaganda nazi para cohesionar a la sociedad detrás de la aventura bélica de Hitler que llevó a la Segunda Guerra Mundial. Desde antes de la invasión a Polonia, ya controlaba la vida cultural e intelectual de Alemania, para lo cual utilizaba hasta el extremo a los medios de comunicación, en especial la radio. A través de ella, en 1943, pronunció su discurso más famoso, cuando llamó a los ciudadanos alemanes a sumarse a una guerra total y a “soportar valientemente la batalla para alcanzar la grandeza”.

La eficacia de sus manipulaciones sobre la sociedad llegó al punto de que, para principios de 1945, cuando para el resto del mundo la derrota nazi era solo cuestión de tiempo, sus discursos radiofónicos les seguían diciendo a buena parte de los alemanes de que la victoria todavía era posible.

Matar a los hijos

Sin embargo, mientras seguía propagandizando la grandeza de las fuerzas del Tercer Reich a los cuatros vientos, para fines de 1944 Joseph Goebbels ya sabía que todo estaba perdido y que los sueños de grandeza de Hitler quedarían reducidos –como toda Alemania– a escombros y cenizas. Decidió, junto con su mujer, que sus seis hijos no verían esa destrucción ni crecerían con el estigma de portar su apellido, que sería el de un criminal de guerra vencido.

Testigo privilegiado de la toma de esa decisión fue su secretario y hombre de confianza Wilfred Von Oven, el hombre que transmitía sus órdenes, preparaba sus comunicados y lo acompañaba a todas partes. Trabajaba día y noche junto al ministro de Propaganda, que en sus casas tenía cuartos destinados a él, para que durmiera allí por si lo necesitaba.

La historia la reveló en 1992, en Buenos Aires, donde vivía refugiado como muchos otros oficiales nazis que evitaron ser capturados después de la guerra. Se la contó al documentalista Laurence Rees que lo entrevistó para su película Auschwitz: The Nazis and The ‘Final Solution’.

Todavía seguía admirando a Goebbels. “El matrimonio de los Goebbels no era solamente sexo y amor, estaban también los dos unidos en la veneración de Hitler y ambos expresaron hasta último momento su admiración por un grande de la nación alemana, que posiblemente en esta generación no está reconocido, pero seguramente lo será en cien o mil años. Esa era la convicción del matrimonio Goebbels y también la mía”, les dijo a las periodistas alemanas que lo entrevistaron en 1989.

Frente a la cámara de Rees relató que la noche del 31 de diciembre de 1944 –cuando el alto mando alemán ya consideraba que la guerra estaba perdida pero no se atrevía a decírselo a Hitler- Joseph y Magda Goebbels lo invitaron a esperar el año nuevo con ellos y otros colaboradores cercanos. Pocos días después, Magda le pidió que tomara el té con ella y su marido. Al principio de la conversación, Magda se interesó por la familia de Von Oven, que había sido trasladada desde el Este, ya invadido por las fuerzas soviéticas, hacia una ciudad cercana a la frontera con Holanda.

En realidad, lo que la mujer de Goebbels quería era contarle que habían tomado una decisión sobre su propia familia, incluidos sus hijos. “No lo voy a olvidar nunca, fue el 21 de enero de 1945 –explicó Von Oven-. La señora Goebbels me dijo que su situación era muy angustiante, porque el doctor Goebbels y ella estaban resueltos a terminar con sus vidas si caía el Tercer Reich. Entonces les pregunté: ‘¿Y los chicos?’. Porque yo los conocía y los quería, eran muy buenos chicos, uno más inteligente y más lindo que el otro. Y allí ella me dijo que la decisión de matarlos era sumamente difícil para ellos. En la conversación, el doctor Goebbels trató de suavizar la emoción de su mujer y le dio el ejemplo de Federico El Grande, que refiriéndose a las derrotas había dicho ‘en esos momentos hay que trasladarse a una estrella lejana y mirar las cosas desde esa distancia’. La señora Goebbels lo interrumpió y le dijo: ‘Sí, pero Federico El Grande no tenía hijos’. Me dijeron que la decisión de matarlos estaba tomada. Era algo inhumano pero necesario en ese trágico momento de la historia. No podré olvidar nunca esa conversación”.

Una “solución final” propia

Con los soviéticos ya en Berlín, Adolf Hitler y su mujer, Eva Braun, se suicidaron el 30 de abril de 1945 en las profundidades del bunker que fue su último refugio. Allí estaban desde un día antes, Goebbels, Magda y sus seis hijos: Helga de 13 años, Hilde de 11 años, Helmuth de 10, Holde de 8, Hedda de 7 y Heide de 5.

La noche del 1 de mayo, los Goebbles arroparon a sus hijos en las camas de una habitación del bunker asediado e hicieron entrar a un dentista que les aplicó una inyección a cada uno. “Son las mismas vitaminas que les dan a los soldados”, les dijo Magda para convencerlos. En realidad, eran dosis de morfina y, una vez que estuvieron dormidos, Magda introdujo en sus bocas cápsulas de cianuro. Luego les apretó las mandíbulas para romperlas y los acarició en la cabeza mientras dejaban de respirar. Los seis chicos murieron sin darse cuenta de que sus padres los habían asesinado.

Después de matar a sus hijos, Goebbels y Magda salieron a la superficie y se quedaron un momento observando las bombas soviéticas que caían sobre Berlín, la capital del Reich que creyeron que duraría mil años. Allí, el otrora todopoderoso ministro de Propaganda de Hitler le ordenó a un oficial de las SS que les disparara en la nuca y luego quemara sus cadáveres para que no cayeran en poder del Ejército Rojo.

Así llevaron a cabo la “solución final” que desde hacía meses habían planeado para toda su familia. Tras la derrota nazi, lo único que quedó en pie de Joseph Goebbels fue su casa de descanso en las afueras de Berlín, la misma que hoy los funcionarios alemanes quieren sacarse de encima de una vez por todas, quizás para conjurar definitivamente su siniestro fantasma.

Fuente: INFOBAE

 

 

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One thought on “Joseph Goebbels: el ministro de Hitler que mató a sus propios hijos y el fantasma de su casa que los berlineses quieren olvidar”
  1. Según un libro de Edmond Paris, al que los ultracatólicos le hicieron bullying, entre los nazis alemanas los jesuitas tuvieron una gran influencia, aunque que se conozca solo intelectual, por llamarlo de alguna manera, por ejemplo Joseph Goebbels era católico y admiraba a los jesuitas, al igual que el líder de las SS Heinrich Himmler. «La afinidad entre el nacionalsocialismo y el catolicismo impresiona más aún al estudiar los métodos de propaganda y la organización interna del partido». Joseph Goebbels estudió en un colegio jesuita y fue seminarista, es decir, quiso ser un sacerdote jesuita, antes de dedicarse a la literatura y la política. «En cada página y cada línea de sus escritos recuerda las enseñanzas de sus maestros, por tanto, recalca la obediencia y el desprecio de la verdad, debido al relativismo moral que extrajo de la secta ultracatólica española». Goebbels era el líder nazi especializado en lanzar arengas públicas y que se hizo famoso por su frase: «Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad». Goebbels fue el artífice del control ideológico de los medios de comunicación, con el cine y la radio machacaba a los alemanes con las soflamas nazis. Aunque los nazis alemanas estafaron haciéndose los adalides de los valores cristianos, poco más tarde, ya en el poder, se inventaron su nueva religión pagana mezclada con ocultismo, incluso persiguieron a los cristianos díscolos, incluyendo a algunos jesuitas, y el mismo Goebbels sustituyó su fé en Jesucristo por Hitler, era conocido por lamerle las suelas y besar por donde pisaba, incluso llegó a asesinar a sus hijas y a continuación se suicidó junto a su esposa cuando lo hizo su amado líder Hitler, porque la vida ya no tenía sentido sin su Hitler.

    Uno de los 3 fundadores del partido filonazi Falange español, Onésimo Redondo, fue un adepto jesuita laico y próximo al líder jesuita, el Cardenal Herrera Oria. Onésimo Redondo fue uno de los falangistas más antisemitas, si no el que más, este contra los judíos y no tanto contra los masones como era la moda en la España de la época, llegó a traducir al español el libelo antisemita «Los protocolos de los sabios de Sión». El gran partido de la coalición derechista, la CEDA, también era prácticamente el partido de los jesuitas, donde estaba integrado el partido propio de los jesuitas, Acción Popular (antes Acción Nacional), o su líder Gil Robles también fue otro laico adepto jesuita.

    Otro ex-alumno de los colegios jesuitas, ferviente católico y gran admirador de Hitler fue el nazi belga Leon Degrelle, uno de los criminales nazis que encontró refugio en España, donde continuó soltando sus soflamas nazis y negacionistas del Holocausto, y donde se convirtió en gran musa de los fascistas y neonazis españoles más intelectualizados, sobre todo de los agrupados en torno a la organización neonazi española CEDADE, hasta que murió en 1994 en Málaga. Según dijo el locuaz y locuelo gran personaje de León Degrelle, «Hitler era profundamente cristiano» o de unas creencias religiosas que los fascistas y nazis considerarían más que ortodoxas, aunque de las demás religiones también les valen hasta los creyentes en extraterrestres o ya no digamos en el ocultismo, o también los musulmanes serían sus camaradas religiosos, es decir, los moros son totalmente compatibles con los fascistas y nazis, es decir, les es válida cualquier religión y cualquier otra creencia en disparates mientras no sea la religión de los judíos. Según Degrelle, la única puntualización a la religiosidad cristiana de Hitler es que no era clerical, es decir, no comulgaba con la jerarquía de la Iglesia Católica, curiosamente en esto copiaba a los falangistas originales españoles, ya que éstos también estaban orgullosos de sí mismos por esto mismo. Durante la Segunda República estos filonazis españoles llegaron a acusar a los demás religiosos y ultracatólicos españoles, incluyendo a los jesuitas de la CEDA, de estar más al servicio de intereses extranjeros, o incluso de estar al servicio de los judeomasones, mientras que ellos sí son ultracatólicos verdaderas, de un ultracatolicismo muy sui géneris, el que ellos consideran el único o el puro o el auténtico español, es decir, el ultracatolicismo que existía en España durante la Edad Media, o sobre todo luego con los Reyes Católicos, con todas esas cosas de matamoros, Santa Inquisición Española y Imperios Españoles evangelizando a los indios americanos. La única excepción a la regla entre los cabecillas del insignificante partido Falange original es Ramiro Ledesma, era el único líder falangista que procedía de las clases medias españolas, sin estudios universitarios, y admiraba tanto a Hitler que se peinaba como el líder del partido nazi alemán. Ramiro Ledesma es el gran referente, aparte de Hitler, de los neonazis españoles y del subsector ateo nihilista filonazi de Falange.

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