Había pasado la Primera Guerra Mundial y se venía la Segunda. Entonces el físico quiso pensar cómo acabar con lo que consideraba una maldición. Y el psicoanalista tenía algo para decir
Suena ingenuo, hasta suena bobo querer un mundo sin guerras. “Yo también quiero un mundo sin guerras” es algo que se dice como respuesta si alguien te hace un comentario un poco tontorrón. Si el siglo XX tuvo los horrores de la Primera y la Segunda Guerra Mundial —entre otras, ¿no? pero las más grandes—, el XXI no viene mejor. ¿Es que la fuerza —la sangre, el dolor, la mutilación, la muerte— sigue siendo la manera de resolver conflictos?
No voy a decir que estaba pensando en eso, la guerra ya parece el estado natural de las cosas. Pero viendo la colección de libros digitales de Sigmund Freud que ofrecemos gratis en Bajalibros, me encontré con este título: El porqué de la guerra. Es un artículo más que un libro y cuando lo abrí vi que era una respuesta de Freud a Albert Einstein. Nada menos.
Y ese título me interpeló. Habían pasado más de 90 años —está fechado 1932-1933— y tenía como dice “rabiosa actualidad”. Penosa actualidad, diría.
Entonces averigüé un poco más. Supe que Einstein y Freud se habían conocido en 1927 en la casa del hijo de Freud, en Berlín. Que Einstein un poco desconfiaba de las teorías de Freud, porque era difícil comprobarlas. Que no apoyó la candidatura del padre del psicoanálisis al Premio Nobel. Pero, sin embargo, lo admiraba.
El mundo había vivido la Primera Guerra Mundial, su crudeza, su magnitud. Y aunque hacia fines de los años 20 ya se habían empezado a encrespar las aguas de la política —y la economía— internacional, dudo que se pudiera imaginar cuán pronto estallaría una Segunda Guerra y hasta dónde llegaría.
Quizás por eso, cuando el Instituto para la Cooperación Intelectual —un organismo de la Sociedad de las Naciones, precursora de Naciones Unidas— le pidió a Einstein que pensara en un tema que creyera relevante, él entendió que había que centrarse en cómo lograr la paz mundial. Ahí fue que Einstein le escribió a Freud.
Si la apelación a un físico era una apuesta a la mayor racionalidad imaginable, el llamado al psicoanalista mostraba otro costado: no todo era pensable de manera transparente, no sólo la razón —como ya había sabido Goya que pintó El sueño de la razón produce monstruos— mueve a los seres humanos. Hay impulsos que no controlamos y que nos dominan.
“Admiro mucho su pasión por averiguar la verdad, una pasión que ha llegado a dominar todo lo demás en su forma de pensar”, le escribió Einstein a Freud en 1931. Y un año más tarde, en una carta desde Caputh, cerca de Potsdam, Alemania, le contó que reflexionaba sobre si “existe un medio de liberar a los hombres de la maldición de la guerra”. Y confesó: “la orientación habitual de mi pensamiento no me abre ninguna visión sobre las profundidades de la voluntad y del sentimiento humanos”.
Asi que cancha libre para Sigmund Freud. Pero con una pregunta clave del físico: “¿Existe una posibilidad de enderezar el desarrollo psíquico de los hombres de modo que se los haga capaces de resistir a las psicosis de odio y de destrucción?”.
La respuesta de Freud es este artículo.
“Al principio quedé asustado bajo la impresión de mi —casi hubiera dicho: ‘de nuestra’— incompetencia”, confiesa Freud. Pero luego se va metiendo en el tema.
Los conflictos, dice, originalmente se resolvieron a través de la fuerza, como en el reino animal del que, advierte, no tenemos que excluirnos, aunque a esas disputas los humanos agregamos las que tenemos por opiniones.
Después de la fuerza vienen las armas, que ya son producto del intelecto. El músculo pierde terreno frente al cerebro (y los recursos, esto lo digo yo). Pero, dice, el objetivo es el mismo. Una parte es obligada a abandonar sus pretensiones, ya sea porque el daño es mayor al beneficio o porque es aniquilada: “Tal resultado ofrece la doble ventaja de que el enemigo no puede iniciar de nuevo su oposición y de que el destino sufrido sirve como escarmiento, desanimando a otros que pretendan seguir su ejemplo”.
Sin embargo, el vencedor en algún momento piensa que quizás mejor que matar al otro es sacarle provecho. “Este es el origen del respeto por la vida del enemigo, pero desde ese momento el vencedor hubo de contar con los deseos latentes de venganza que abrigaban los vencidos, de modo que perdió una parte de su propia seguridad”.
A lo largo de la historia, dice Freud, pasó otra cosa: se aceptó que la fuerza fuera dominada por el derecho. ¿Por qué? Él cree que “por el reconocimiento de que la fuerza mayor de un individuo puede ser compensada por la asociación de varios más débiles”. La unión hace la fuerza, cita. Entonces, “la violencia es vencida por la unión; el poderío de los unidos representa ahora el derecho, en oposición a la fuerza del individuo aislado”.
La conclusión es relevante: “El derecho no es sino el poderío de una comunidad”.
Pero, claro, esta asociación, primero, tiene que ser estable, tiene que durar. Y, después, los más fuertes dentro de ella tienen que renunciar a la violencia, a su ventaja circunstancial. Esto no se hará sin tensiones: para adentro de una comunidad también se impone la fuerza.
Los instintos
Pero hasta ahí, permitime decir, no se ve a Freud. Es interesante pero lo que estás esperando viene ahora. Cuando dice que va a hablar de su teoría de los instintos. Que, dice, son de dos tipos: los de unión y conservación a los que llama “eróticos” o “sexuales” y los que tienden a destruir y matar, el instinto de agresión. “Uno cualquiera de estos instintos es tan imprescindible como el otro, y de su acción conjunta y antagónica surgen las manifestaciones de la vida”, escribe Freud.
Y, muchas veces, uno no funciona sin el otro: “Así, el instinto de conservación, por ejemplo, sin duda es de índole erótica, pero justamente él precisa disponer de la agresión para efectuar su propósito”. Es raro, sostiene, que un acto esté dominado sólo por uno de los instintos.
Y por ahí vamos llegando adonde íbamos, a la guerra: “Cuando los hombres son incitados a la guerra habrá en ellos gran número de motivos —nobles o bajos, de aquellos que se suele ocultar y de aquellos que no hay reparo en expresar— que responderán afirmativamente; pero no nos proponemos revelarlos todos aquí. Seguramente se encuentra entre ellos el placer de la agresión y de la destrucción: innumerables crueldades de la Historia y de la vida diaria destacan su existencia y su poderío. La fusión de estas tendencias destructivas con otras eróticas e ideales facilita, naturalmente, su satisfacción”.
O, para decirlo más claramente: “A veces, cuando oímos hablar de los horrores de la Historia, nos parece que las motivaciones ideales sólo sirvieron de pretexto para los afanes destructivos”. Ya se sabe: se declaman grandes y nobles objetivos para apoderarse de algo que se quiere controlar o poseer o para acabar con quienes son un obstáculo. Los ejemplos quedan a tu cargo.
No hay que subestimar, en fin, el instinto de muerte. Pero, dice, este instinto “se torna instinto de destrucción cuando, con la ayuda de órganos especiales, es dirigido hacia afuera, hacia los objetos”. Porque, anotá: “El ser viviente protege en cierta manera su propia vida destruyendo la vida ajena”. Protege-su-vida-destruyendo-la-ajena.
Con todo, cierto instinto de muerte se conserva al interior de nosotros. “El hecho de que este proceso adquiera excesiva magnitud es motivo para preocuparnos; sería directamente nocivo para la salud, mientras que la orientación de dichas energías instintivas hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser viviente, debe producirle un beneficio”.
Es 1932, 1933, estamos parados frente al nazismo y al fascismo. Freud piensa el instinto de muerte dirigido al afuera y le dice a Einstein: “Sirva esto como excusa biológica de todas las tendencias malignas y peligrosas contra las cuales luchamos”.
La conclusión no es optimista: “De lo que antecede derivamos para nuestros fines inmediatos la conclusión de que serán inútiles los propósitos para eliminar las tendencias agresivas del hombre”, escribe Sigmund Freud. Dicen que hay lugares felices de la Tierra donde todo abunda y esto no ocurre, cuenta el psicoanalista. Pero mm… no lo cree.
¿Qué hacemos entonces? Fortalecer vínculos: “Si la disposición a la guerra es un producto del instinto de destrucción, lo más fácil será apelar al antagonista de ese instinto: al Eros. Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra”, escribe.
¿Por qué nos indignamos contra la guerra, si es natural? No podemos hacer otra cosa, dice Freud. La cultura nos ha llevado a fortalecer el intelecto e interiorizar las tendencias agresivas. La guerra va contra esto y, dice, “simplemente no la soportamos más”.
Ojalá, ojalá fuera así. Ojalá no la soportáramos y no la hiciéramos. El siglo XXI viene difícil.
Te dejo el resto en el artículo de Freud.
Mis subrayados
- “En principio, los conflictos de intereses entre los hombres son solucionados mediante el recurso de la fuerza. Así sucede en todo el reino animal, del cual el hombre no habría de excluirse, pero en el caso de éste se agregan también conflictos de opiniones que alcanzan hasta las mayores alturas de la abstracción y que parecerían requerir otros recursos para su solución”.
- 2. “En un momento dado, al propósito homicida se opone la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, podría empleárselo para realizar servicios útiles”.
- 3. “Frente a las crueldades de la Santa Inquisición, opinamos que los motivos ideales han predominado en la consciencia, suministrándoles los destructivos un refuerzo inconsciente”.
- 4. “Por un lado, algunos de los amos tratarán de eludir las restricciones de vigencia general, es decir, abandonarán el dominio del derecho para volver al dominio de la violencia; por el otro, los oprimidos tenderán constantemente a procurarse mayor poderío y querrán que este fortalecimiento halle eco en el derecho, es decir, que se progrese del derecho desigual al derecho igual para todos”.
- 5. “La situación ideal sería, naturalmente, la de una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida instintiva a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa podría llevar a una unidad tan completa y resistente de los hombres, aunque se renunciara a los lazos afectivos entre ellos. Pero con toda probabilidad esto es una esperanza utópica. Los restantes caminos para evitar indirectamente la guerra son por cierto más accesibles, pero en cambio no prometen un resultado inmediato. Es difícil pensar en molinos que muelen tan despacio que uno se moriría de hambre antes de tener harina”.
- “¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra, usted, y yo, y tantos otros? ¿Por qué no la aceptamos como una más entre las muchas dolorosas miserias de la vida?”.
- 7. “La respuesta será que todo hombre tiene derecho a su propia vida; que la guerra destruye vidas humanas llenas de esperanzas; coloca al individuo en situaciones denigrantes; lo obliga a matar a otros, cosa que no quiere hacer; destruye costosos valores materiales, productos del trabajo humano, y mucho más”.
- 8. “Quiero dirigirme a otra meta: creo que la causa principal por la que nos alzamos contra la guerra es la de que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque por razones orgánicas debemos serlo. Entonces nos resulta fácil fundar nuestra posición sobre argumentos intelectuales”.
- “Todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra”.
* El porqué de la guerra se puede descargar gratis desde este enlace.
* Si querés contarme algo de lo que estás leyendo, escribime a pkolesnicov@infobae.com y te contesto.
Israel acaba de atacar Irán.
Hesbolla mutilada no para de matar soldados. De conseguir vulnerar nuestras defensas.
Hamas casi destruida no devuelve a los secuestrados.
E imaginamos que le diría Freud a Einstein?
Como reaccionaria marx ante un pedo de stalin?
Artículo muy interesante. Comparto este texto que he escrito sobre las guerras:
¿Y PARA QUÉ?
¡Oh, humanidad, ¿de qué sirve hacer la guerra si después de todo habrás de quedar muda en la inerte paz eterna?!
No quieres callar el ruido de tus metrallas forjadas en esa gloria que mira la muerte como si fuera una extraña.
Una y otra vez te levantas sabiendo que te dejará muda por más que escribas tu
esperanza amada.
Pero lanzas granadas como si quisieras arrancarte tus ojos de su gélida y absorbente mirada, y prefirieras vengarte de ti misma por no poder contener la esperanza que domina cada mañana.
Tus ojos cambian con el tiempo, vuelven a mirar por primera vez el alba; la muerte los volverá a todos, siglo por siglo, en una misma nada.
¡Y te jactas de matar por la vida cuando la vida mata sin más arma que su voz callada!
Blandes la espada, antes de tiempo, crees robarle la corona imperial de su juicio ciego.
Como ella, no discriminas al hacer la guerra, te adueñas del horror como si tuvieras los labios mudos, como si tuvieras su lengua oculta y desprovista de susurros.
¿Qué esperas del alba cuando te miras en el espejo y que por la noche clama un grito de súplica y sosiego?
Tus ojos dormidos ven al niño que le prenden fuego, su ardor eclipsa la noche, querrás verás el Sol para recordar que había estrellas, constelaciones, luna de renuevo.
Sin tregua vives el remordimiento del que carece tu dueña; los ojos de los que matas. son tus ojos venideros; aunque te los arranques antes de tiempo, ya han sido siempre
de sus labios secos.
¡Oh humanidad, ¿de qué sirve hacer la guerra si después de todo habrás de quedar muda en la inerte paz eterna?!
Una y otra vez te levantarás sabiendo que te dejará muda por más que escribas tu esperanza en libros, poemas, en los rostros que amaste y que ya se fueron.
¿Si fueses inmortal dejarías de hacerte la guerra? ¿No te has dado cuenta que tus rostros hechos por la muerte nada son en realidad como las hojas del otoño en rama?
Desdeñas ser diosa por tu muerte sin fin, ¿pero acaso puedes dejar de serlo al saber que de tu nada salen los rostros nuevos por los que te miras por ti misma violada?
¡Preferir matarse a ver pasajera el alba caer! Tu agonía sempiterna está en tu propia guerra, la muerte sólo es vida, desprenderse, evocar, devenir, del porvenir una nostalgia, descender.
Y así no quieres callar el ruido de tus metrallas forjadas en esa gloria que mira la muerte como si fuera una extraña.