¿Una “nueva normalidad”?

El Jueves Negro los inversores se agolpaban frente a la Bolsa para conocer la caída de las cotizaciones (24 de Octubre de 1929) - Foto: Wikipedia - Dominio Público

La pandemia que se ha abatido sobre el globo continúa su marcha desigual y, aunque comienza aparentemente a ceder su virulencia en algunos sitios e incluso a ir despareciendo en varios de ellos, aún sigue cobrando víctimas a pasos agigantados en diferentes latitudes. La obcecada -y encomiable- naturaleza humana se consuela con la convicción de que esta pandemia en algún momento cederá y también con la esperanza puesta en los avances de las investigaciones y las pruebas que se llevan a cabo para encontrar remedios que nos curen y vacunas que puedan inmunizarnos. Porque no se trata de plantearse de si eso es posible, sino de especular sobre cuándo esos remedios y esas vacunas estarán disponibles.

Mientras tanto, se está cada vez más consciente del enorme costo económico y social que ya se ha abatido sobre el planeta, sin respetar distancias ni desniveles entre países y regiones. Los organismos internacionales, los expertos nacionales, los foros académicos, todos coinciden en calificar los efectos de esta crisis como comparables sólo -o quizás más profundos aún- con los de la Gran Depresión de los años 30 o con el comienzo de la Primera Guerra Mundial. De hecho, en muchos países los niveles de desempleo actuales superan los registrados entonces y las estimaciones de caídas del Producto son también mayores.

Pero de lo que se trata ahora, y éste viene siendo el tema central de todos los análisis de los organismos, instituciones y expertos arriba mencionados, es el panorama a futuro que se desplegará ante nosotros, a medida que la humanidad toda comience a recuperar sus actividades normales. ¿Normales? ¿Cuál será la “normalidad” a la que se tenderá al salir de esta pandemia? Y como en toda discusión que se respete, la variedad de opiniones abarca todo el espectro posible, desde planteamientos tales como que la economía mundial no volverá a  la “normalidad”, como argumenta entre otros la CEPAL (la Comisión Económica para la América Latina, una de 5 comisiones regionales de las Naciones Unidas), hasta aquellos -en buena medida representantes o voceros de las grandes corporaciones transnacionales- que se están preparando ya para defender la continuidad del modelo neoliberal de funcionamiento económico, pasando por tendencias ominosas que prevén, para la próxima década, escenarios económico-sociales muy difíciles (Nouriel Rubini en Project Syndicate del 28/4, por ejemplo, enumera al menos diez tendencias que a su juicio dificultarían una salida airosa en los primeros años postcoronavirus).

La realidad, como siempre, se encargará de ir asignando la razón a alguno o algunos de esos planteamientos. Pero es preciso reconocer que las aparentes virtudes del modelo neoliberal venían siendo puestas en tela de juicio desde antes del estallido de esta pandemia y muchos avizoraban ya cambios en su funcionamiento.  La crisis del 2008 constituyó un llamado de alerta a ese respecto, pero no pareció ser suficiente como para revisar el modelo una vez que se superaron los principales efectos de esa crisis. Y ello a pesar de que algunos de los elementos centrales de la globalización -como por ejemplo las tasas de crecimiento del comercio mundial- han venido disminuyendo significativamente en los últimos años (entre 2012-2018 el intercambio comercial creció a 2,7% como promedio anual, frente a 6% de promedio anual entre 1990-2008, de acuerdo a información de CEPAL). Cabe agregar a ello la paulatina pero creciente toma de conciencia de los escandalosos aumentos de la brecha de ingresos y de riqueza, derivados en gran medida del modelo predominante. Y es posible pensar que este tipo de circunstancias influyeron en el estado de ánimo que movilizó a multitudes en tantos países -desde Irak al Líbano a Irán, pasando por Ecuador, Chile, y Bolivia y Venezuela, abarcando Hong Kong y la India- en manifestaciones muchas veces violentas, en las vísperas del estallido de la presente pandemia.

En todo caso, más allá de los planteamientos  sobre la posibilidad de que el modelo económico neoliberal, predominante en las últimas décadas, estuviera  perdiendo eficacia últimamente, o que sólo estuviera pasando por un ciclo a la baja para luego recuperarse, como sostenían -y quizás sostengan aún- sus defensores, lo cierto es que el tipo de medidas adoptadas por todos los gobiernos para hacer frente a la debacle que vienen sufriendo las economías nacionales como consecuencia de las políticas de clausura adoptadas para enfrentar la pandemia, están necesariamente muy alejadas de las recetas de política económica asociadas a ese modelo. En efecto y al contrario de la prédica neoliberal, que pone en un pedestal a los mercados y propugna minimizar la participación del Estado, esta pandemia ha llevado a todos los gobiernos a encarar políticas similares, altamente intervencionistas en todos los campos, tanto en materia económica como institucional.

Los enormes déficit en que han incurrido los gobiernos para financiar las necesidades sanitarias y para subsidiar la desocupación y el cese de actividades van en paralelo con el ejercicio de un poder estatal que se impone -es de esperar que temporalmente- sobre muchos de los valores que definen a la democracia. La salida de esta crisis requerirá una gran creatividad y desde luego una fuerte solidaridad internacional (es interesante, en este sentido, referirse por ejemplo a los planteamientos de un conservador como Henry Kissinger en The Wall Street Journal del 4 de abril pasado, donde sostiene entre otras cosas que “Si el mundo debiera renunciar a equilibrar poder y legitimidad, el contrato social se desintegraría tanto al interior como al exterior de las fronteras nacionales… Los dirigentes enfrentan un  desafío histórico: manejar la crisis al mismo tiempo que construyen el futuro. Su fracaso podría consumir el mundo”).  Pues lo que está implícito en el combate contra esta pandemia es el riesgo de que el poder que se viene ejerciendo se prolongue, en muchos países, más allá de esta crisis, lo que supondría el surgimiento de una variante de la “nueva normalidad”, que prolongaría -¿indefinidamente?-  los poderes estatales  por sobre los derechos ciudadanos.

¿Y cómo se percibe todo esto desde Israel?  Parecería que las discusiones, que en todas las latitudes se llevan a cabo sobre cómo enfrentar los nuevos panoramas que se abrirán con el post Coronavirus, se detienen en sus fronteras. En Israel el post Coronavirus estaría aparentemente avanzando, con las muy recientes directivas de levantamiento de muchas de las medidas de aislamiento, incluyendo la posibilidad de salir de las casas sin límite de distancia, visitar a familiares mayores, manteniendo las medidas de distancia social, apertura de jardines de infantes en la semana próxima y retorno al funcionamiento del sistema educativo en su conjunto para mediados del próximo mes de junio. Naturalmente, la vuelta a las actividades económicas ocupa un lugar privilegiado en estas medidas, así como el apoyo financiero (por la vía de créditos, ampliación de plazos para pagos de deudas, subsidios directos) a empresas, desocupados e independientes.

Pero en paralelo con todo ello y en ocasiones superándolo, destaca en Israel el drama político, al que la población accede como espectadora aunque sin participación real (cuando la convocan a votar, como ya ha ocurrido 3 veces en un año y que puede volver a ocurrir, se trata también sólo de eso, de una convocatoria en la cual su voz está ausente), y en el que una persona, el actual Primer Ministro de un gobierno temporal, acusado en tres juicios criminales y sin mayoría parlamentaria, continúa gobernado, pone y saca a su antojo a ministros y jefes de organismos públicos y acuerda con quien fuera su principal opositor (que prometiera nunca gobernar con él)  la continuidad de su posición como Primer Ministro pleno para el próximo año y medio. Todo ello envuelto en un aparente manto de legalidad que le permite alardear del respeto a la democracia, aunque se estén desvaneciendo los valores éticos y morales que definen a la verdadera democracia. Y no es menos importante señalar que aún ese manto de legalidad muestra agujeros, cuando el Primer Ministro amenaza a la Corte Suprema con levantamientos “populares” si ésta se pronuncia contra sus intereses.

Es en ese contexto que en Israel se está procesando, simultáneamente, la salida del encierro generado por la pandemia del Coronavirus (aun cuando no se hayan diluido todavía sus impactos) y la formación de un gobierno de “emergencia y de unidad nacional” (un calificativo que, en vista del contenido de los acuerdos firmados y centrados en proteger al actual Primer Ministro, viene perdiendo credibilidad).  Pero lo que está notoriamente ausente es la preocupación por contar con un programa, una estrategia de salida que recoja las enseñanzas que está dejando la crisis actual, aquí y en el mundo entero, para reorientar el funcionamiento de la sociedad hacia un futuro más promisorio. Por el contrario, lo único que en los acuerdos se parece a una declaración de política, es la cláusula de anexión de los territorios ocupados, al tenor del “Plan del Siglo” del presidente Trump. ¿Es esa la “nueva normalidad” que se busca imponer?

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