Trieste, una gran novela sobre el Holocausto italiano y sus víctimas 

Portada del libro y Listado de fallecidos en el Holocausto italiano dentro del libro

En esta novela, cuya autora es la croata Dasa Drndic, convergen muchos temas colaterales cuyo epicentro es el Holocausto italiano, en que fueron asesinados 9.000 judíos de este país y un número indeterminado de gitanos, comunistas y partisanos.

Trieste es una obra que abunda en el sentido de culpa (¿?) de los responsables de la Shoá; en el víacrucis de las víctimas de la misma durante sus vidas, luchando contra los recuerdos y sus propios fantasmas; en la terrible historia de los niños nacidos de parejas forzadas entre sádicos  nazis y sus víctimas, hijos no deseados condenados al silencio y el anonimato por la sociedad; y, entre otros asuntos, en la amnesia colectiva de los alemanes y austríacos tras la guerra con respecto al genocidio brutal de millones de personas.

Pero también es una pequeña historia de los judíos de Trieste, una comunidad que tenía algo más de 5.000 miembros en los años treinta y que gozó de un periodo de esplendor y brillantez en esos años, justamente antes de que llegara la gran catástrofe que significó el nazismo y la alianza de Italia con la Alemania de Hitler. El 18 de septiembre de 1938, y precisamente en la Plaza de de la Unidad de Italia de Trieste, el dictador italiano Benito Mussolini proclamó las “leyes raciales” que ahogaban aún más a los judíos italianos tras haberles sido arrebatada la ciudadanía unos meses antes por el régimen fascista.

Con estos antecedentes, la autora, Dasa Drnic, teje una historia en torno a un personaje, Haya Tedeschi, que busca respuestas a hechos que quizá no lo tienen y explicaciones a trágicos acontecimientos que tampoco lo tienen, como el silencio y la pasividad de miles de testigos, en varios países, cuando pasaban los famosos trenes de la muerte en que viajaban miles de gitanos, judíos, serbios y partisanos rumbo a una muerte segura. Drnic, que nació en la capital croata, Zagreb, expone magistralmente todos estos asuntos porque, como dice el viejo dicho castellano, de casta le viene al galgo haber nacido en un país tan acostumbrado al olvido y la amnesia colectiva con respecto a los “pecadillos” de sus padres de la patria, entre los que encontraban algunos notables (y criminales) fascistas.

Más fácil resultar explicar las reacciones de los señalados en la diana del odio racial y étnico, como muchos judíos que prefirieron el suicidio antes de ser enviados por los nazis, o los verdugos voluntarios italianos o croatas, a los campos de exterminio. Sabían que ya habían sido condenados previamente y que nadie, absolutamente nadie, haría nada por ayudarles, de la misma forma que la gente contemplaba atónita como pasaban los trenes por las estaciones cargados de seres humanos que gritaban desesperadamente y pedían ayuda sin encontrar un gesto, una mirada o unas palabras de esperanza en medio de esa terrible noche de zozobra y terror. Pasar, de repente, de la plácida normalidad a estar envuelto en una pesadilla interminable debe ser algo terrible.

EL CAMPO DE CONCENTRACION DE TRIESTE

Volviendo a la novela, para seguir con lo que de verdad cuenta Drnic, hay que reseñar que Trieste fue la única ciudad italiana que tuvo el lúgubre honor de haber contado con uno de los pocos campos de concentración en territorio italiano y el único con cámara crematoria funcionando casi hasta el final de la Segunda Guerra Mundial en el III Reich. El recinto carcelario de uso criminal por sus verdugos se encontraba en una arrocera, llamada Risiera di San Sabba, a apenas unos kilómetros de la silenciosa, tranquila y me atrevería a decir que hasta inocente ciudad de Trieste. Según cálculos fiables, entre 3.000 y 5.000 personas fueron asesinadas en ese macabro lugar.

En 1976, tal como relata esta novela a medio camino entre la cruda realidad y una ficción muy cercana a la misma, comenzaron los juicios de Trieste, cuyos interrogatorios fueron un ejercicio de autocomplacencia y magistral cinismo, alcanzando en algunos interrogatorios el surrealismo y en donde los acusados, como ocurrió en los Juicios de Nuremberg, acabaron creyéndose su propio imaginario y unas historias ficticias como sacadas de la chistera de un diabólico mago. Realmente, el nazismo llegó a ser toda una perversión política y casi una enfermedad patológica que embargó a millones de europeos.

En definitiva, como ha ocurrido tantas veces en otros procesos habidos contra los responsables del Holocausto, se trataba de envolver, por no decir diluir, la culpa en una suerte de responsabilidad colectiva en la que todos, o casi todos, cumplían órdenes sin rechistar ni preguntar nada. Así las cosas, era fácil esperar la sentencia de unos jueces sumisos y obedientes que también se limitaban a cumplir leyes sin más, sin exteriorizar sus sentimientos y sentir alguna empatía por las víctimas, por los que no podían hablar ya ni gemir desde su olvido. La impunidad después de la guerra envolvió a todo y a todos, también a los nazis y a sus verdugos voluntarios italianos.

Luego están los silencios, otro tema colateral de esta novela, bien administrados por muchos para no tener que tomar partido y mancharse las manos, para protegerse bajo el manto protector de la vergüenza y la ignominia. La Iglesia, con su papa Pío XII al frente, es el ícono más representativo de esta suerte de política del avestruz, es decir, de esconder la cara para no ver lo que está pasando, en esos tiempos brutales y turbulentos que asolaron a Europa entre 1938 y 1945. Pero hubo otros silencios, bien sonoros y bien conocidos, como el silencio alemán o el austríaco tras la guerra, intentando justificarse y justificar descaradamente lo injustificable.

Los alemanes y austríacos, junto otros pueblos, pretendían autojustificarse por su complacencia ante el crimen con la coartada del desconocimiento, pero el argumento no se sostiene y las evidencias en su contra son muchas para andarse por las ramas de la duda.

Hitler había expuesto públicamente, antes y después de su llegada al poder, su plan genocida que conduciría al exterminio de toda la judería europea. Luego, el resto de los dirigentes nazis asumiría como propio el proyecto criminal y lo ejecutaría sin rechistar. Pero también la sociedad  fue partícipe, con su silencio, de esta auténtica orgía de sangre, terror, muerte y complicidad pasiva, tal como nos recuerda magistralmente esta novela. Lo mismo puede aplicarse a la sociedad italiana, a la que toleró y aplaudió a Mussolini hasta el fin de sus días, hasta que el dictador fue ejecutado por los partisanos, el 27 de abril de 1945, y expuesto humillantemente boca abajo, para mayor escarnio, en la Piazzale Loreto de Milán. Este acto fue un simple ejercicio freudiano de la vieja táctica de “matar al padre” para eximir colectivamente todas las culpas en una suerte de catarsis colectiva a la italiana después de décadas de apasionada  convivencia con el monstruo, con el fascismo. 

Sin embargo, como explica con gran acierto Dasa Drndic en su novela, no es tan fácil engullir con el silencio el pasado que nos corroe y se afirma en sí mismo con el recuerdo trágico de episodios imposibles de borrar de la historia y la memoria. “Hay que mirar hacia el futuro, dice la gente. Se lo repiten así mismos, a los otros, se habla de esta manera en todas partes, así hablan los padres, los amigos, los políticos, así hablan los sacerdotes, especialmente los de la Iglesia católica, Y cuando ya perdí todas las esperanzas, el pasado me atrapó en un instante:”, escribe Drndic en su obra. El pasado nunca te abandona, va contigo vayas donde vayas, duerme contigo en el mismo lecho y te mira fijamente a los ojos para que nunca lo olvides. 

Por todo ello, uno de los mensajes subyacentes de esta novela de la fallecida Drndic, quizá su mensaje póstumo para las futuras generaciones, es que es vital mantener viva la llama del recuerdo y la memoria de las víctimas del Holocausto porque si invocamos al silencio para envolver en el manto del oprobio a todo lo que sucedió en esa época terrible estaríamos siendo cómplices de esos crímenes. “No es lícito olvidar. No es lícito callar. Si nosotros callamos, quién hablará”, como nos recordaba el escritor italiano y sobreviviente del Holocausto Primo Levi. 

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