Así quedó de manifiesto en su aparición el pasado septiembre en un macroconcierto en Central Park de Nueva York, la ciudad donde comenzó su carrera.
Simon ha sido famoso por muchas razones: por formar con Art Garfunkel uno de los dúos más exitosos de la historia, por casarse (duraron un año) con Carrie Fisher, la princesa Leia de Star Wars, o por poner a bailar al mundo entero los ritmos africanos de Graceland, disco fundador de la luego llamada «world music».
Pero todos estos hitos tienen su cara B.
A Simon, heredero de la mejor tradición judía neoyorquina, no le duelen prendas en reconocer que es un hombre atormentado: siempre le ha atormentado su corta estatura (157 centímetros, que el larguirucho Garfunkel resaltaba todavía más), no tener una voz poderosa o no ser un galán. En alguna ocasión Garfunkel dijo de forma sarcástica: «Yo me llevaba a las chicas, él se llevaba los royalties».
UN DÚO MAL AVENIDO
Paul Simon y Arthur Garfunkel iban juntos a la misma escuela. Atraídos por la música neofolk tan en boga en los sesenta y setenta, formaron un dúo perfecto por el equilibrio de las voces: Paul hacía los graves y Arthur los tonos altos; las canciones las firmaba Simon, pero Garfunkel daba mejor en el escenario. Dicen que pronto surgieron unos celos irreconciliables: Paul envidiaba el porte de Arthur; el otro envidiaba el talento de Paul.
Juntos lograron vender cifras millonarias con megaéxitos que acompañaron a generaciones enteras, como «Puente sobre aguas turbulentas», «Los sonidos del silencio» o «El boxeador», con unas melodías que tararearon millones de personas en la era de los vinilos y las cintas de casete.
Su éxito traspasó los escenarios y llegó hasta el cine: suya es la canción de «Mrs. Robinson» que suena de principio a fin de la película de «The Graduate» («El graduado»), y que todos asociamos a aquel jovencísimo Dustin Hoffman corriendo sudoroso hasta llegar a la iglesia donde consigue desbaratar in extremis la boda a la hija de la señora Robinson.
Pero intramuros, Paul Simon y Arthur Garfunkel, el moreno y el rubio, el bajo y el alto, no se soportaban. «Si hubieran tenido un cuchillo a mano en la mesa donde se sentaban, lo habrían usado el uno contra el otro», dijo una vez el manager de Simon, Joseph Rascoff.
Peleados amargamente ya desde 1970, los cantantes protagonizaron en 1980 una de las falsas «reconciliaciones» de la historia de la música que solo les sirvió para hacer caja en un concierto en Central Park que rompería récords de audiencia, sin que la relación entre ellos se recompusiera.
GRACELAND, LISTA NEGRA Y LUEGO LA FAMA MUNDIAL
Lo cierto es que la carrera de Paul Simon en solitario no enganchaba con el favor del público, que seguía recordando al músico por el malogrado dúo con Garfunkel, pero en 1986 Simon se lanzó a una arriesgada aventura que cambió para siempre su vida y fue un hito fundacional en la música de raíces.
En pleno descrédito mundial del régimen sudafricano por el apartheid, Simon se fue a Johannesburgo y reclutó a músicos locales para producir juntos en 1986 el álbum Graceland. La polémica «apropiación artística» aún ni se discutía, pero la osadía de romper el boicot cultural a Sudáfrica le costó a Simon muy caro en un primer momento: el Congreso Nacional Africano lo puso en una «lista negra» y Simon se volvió de pronto un apestado.
Sin embargo, prominentes artistas africanos rompieron una lanza en favor de Simon: después de todo, su disco había sacado del anonimato a una serie de músicos negros que malvivían en su propio país. De entre todos ellos, el exiliado Hugh Masekela fue el más firme defensor de Graceland, y suya fue la idea de organizar un festival con los cantantes africanos más comprometidos: ese fue el macroconcierto de Zimbabue, en el que Simon compartió el escenario con Masekela, Miriam Makeba o los Ladysmith Black Mambazo.
Paul Simon había vuelto a hacer historia. Por segunda vez en su vida. EFE