Foto ilustración: Comisión Electoral Central para la Knéset vía Facebook

El 23 de marzo de 2021, Israel realizará elecciones por cuarta vez en algo menos de dos años.  Dos temas son los dominantes: que Netanyahu se quede o se vaya, y que no sean necesarias las quintas elecciones en pocos meses. En un sistema de coalición sobre 61 de 120 escaños en el parlamento, nunca en la historia del país los criterios para un eventual acuerdo fueron así.

Los primeros ministros de Israel nunca salieron por la puerta grande.

Ben Gurión terminó aislado en Sde Boker, Menajem Begin se retiró a un ostracismo desesperante. Golda Meir, a la sombra de su acción o inacción en la Guerra de Iom Kipur.  Itzjak Rabin renunció en su primera cadencia, y en la segunda fue asesinado. Ariel Sharón, un día ante de caer en su larguísimo coma, estaba siendo destrozado por la prensa en virtud de causas de presunta corrupción. Ehud Barak no fue la excepción tampoco. Netanyahu en su primer mandato, salió con las tablas en la cabeza. Sí, la profesión de primer ministro se agradece en la historia, no en la prensa. Menos aún, en las redes sociales y los medios virtuales.

Con todo y lo anterior, nunca una campaña electoral, ni siquiera las tres que anteceden a la actual, ha sido tan personales. La obsesión con Benjamín Netanyahu y la suya propia, no dejan respirar. Lo interesante de todo ello, para no decir lo muy grave, es que Israel enfrenta situaciones dramáticas, algunas de las cuales se manejan en forma distinta dependiendo de la ideología de quienes detenten el control del gobierno. Y estos temas no han aparecido en el debate electoral, un debate que no termina de desmarcarse de lo personal.

Cierto es que Benjamín Netanyahu en su largo período al mando ha sido eficiente. La economía en términos macro económicos ha funcionado, el perfil de los palestinos ha cobrado uno más acorde con su realidad, la posición de Israel en el mundo de la diplomacia ha mejorado, aún y a pesar de ser un gobierno declarado como de derecha, ha traído cuatro acuerdos de normalización con países árabes en los últimos meses.

La cereza del pastel, Bibi se atribuye el éxito de convertir a Israel en el primer país que consigue vacunación masiva contra el COVID y ser, si no hay mayores sorpresas, el primero en volver a cierta normalidad. El argumento de sus rivales en el sentido que cualquiera lo hubiera hecho, no es relevante. Lo logró Netanyahu cuando no lo hicieron los otros ciento y pico de jefes de estado con el mismo problema en el mundo afectado por la pandemia.

El poder corrompe, y los opositores de Netanyahu se afincan en el hecho cierto de la longeva primera magistratura del personaje. Exigen de él una magnanimidad que no está en la ley, que no se ampara en el sistema electoral vigente. La campaña se torna en una absolutamente polarizada, y de cada extremo se esgrimen argumentos personales, no de interés nacional. Esto termina minando la confianza del elector en los candidatos, en el gobierno que haya de surgir. Ello es muy delicado porque, necesariamente, el próximo gobierno bien que sea el resultado de estas elecciones del 23 de marzo, o de unas próximas, requerirá de acuerdos entre quienes hoy se han venido descalificando de manera muy poco elegante. Todos tiene responsabilidad en esta debacle.

Para ser Israel uno de los primeros países del mundo, para ser admirado por su eficiencia en asuntos en los cuales otros países no aciertan, esta situación no se corresponde con el nivel esperado de comportamiento.

El tema electoral no parece un asunto nacional. Se convirtió en algo personal.

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