Los orígenes del Holocausto y la necesaria memoria de las víctimas

Ricardo Angoso

Este esfuerzo debe ser compatible con la necesaria memoria de las víctimas del mayor genocidio de la historia de la humanidad.

En 1933 llegaba al poder, de una forma democrática, Adolfo Hitler, aunque sin haber obtenido mayoría absoluta en el parlamento alemán. Más tarde, una vez que la aristocracia, la derecha, el ejército, la banca y el poder industrial alemanes aceptan el resultado y, como mal menor, el poder de los nazis, Hitler subvertirá el sistema, ilegalizara a los partidos políticos y sindicatos, detendrá a sus oponentes y convocará unas nuevas elecciones donde obtendría la mayoría absoluta de un parlamento que más tarde cerraría, como tantas otras instituciones. La sociedad alemana se rindió casi unánimemente ante el embrujo de Hitler y aceptó, sin rechistar y con notoria satisfacción, el poder omnímodo del nuevo caudillo. La nueva legalidad, basada y controlada por una estructura de cuadros rayana en lo criminal, se asentaba sobre el credo nazi.

En tan sólo doce años, entre 1933 y 1945, el Führer del III Reich, destinado a gobernar Alemania por más de “mil años”, en palabras del propio Hitler, constituyó una de las experiencias políticas y criminales más trágicas de la historia universal. Había comenzado una gran pesadilla para millones de personas que morirían, más tarde, en la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos en los campos de exterminio abiertos por los nacionalsocialistas.

“¿Por qué nos odian tanto?”, se preguntaban asustados los miles de judíos, homosexuales y gitanos que eran enviados, en trenes de ganado, a los campos de exterminio nazis. ¿De dónde procedía el odio que había puesto en marcha la maquinaria criminal más impresionante de la Historia? ¿Qué nutrió intelectualmente y moralmente a una ideología que es la expresión más clara de hasta dónde puede llegar la perversión de la política? ¿Cómo fue posible que mil años de tranquila y sosegada vida alemana, plagada de una rica tradición literaria, artística e incluso musical, se viera truncada, casi de repente y súbitamente, por la irrupción en la escena de la ideología nazi y sus verdugos voluntarios?

A todas estas preguntas, hechas una y mil veces por los supervivientes del Holocausto y por las víctimas del nazismo, es difícil darlas una respuesta precisa y claramente concluyente, aunque hay factores y elementos anteriores a la llegada al poder de los nazis que arrojan bastante luz sobre el origen del nazismo y su irresistible ascenso (incluyendo aquí el éxito electoral de Hitler) en la Alemania del periodo de entreguerras.

Hasta el fallecido escritor Günter Grass, un icono de la conciencia moral alemana de posguerra, reconoció que perteneció a las temibles Wafen SS, abriendo de nuevo el debate acerca de la supuesta responsabilidad colectiva alemana durante el periodo nazi. Se sintió, como muchos alemanes, seducido por el nazismo y por el discurso racista de Hitler. Volvemos a hablar de historia, para entender y comprender lo que sucedió, de un pasado que en el caso de Alemania nos sirve para explicar las claves del presente y quizá también del futuro.

LA NECESARIA MEMORIA EN EL CASO DEL HOLOCAUSTO

Tratar de comprender el nazismo es tratar de comprender y entender por qué ocurrió el Holocausto, sin lugar a dudas el mayor genocidio de la historia antigua y moderna. “Fue también la tragedia humana más espantosa y atroz registrada en la historia hasta el presente y la más difícil de comprender y explicar de la historia alemana y europea del siglo XX, una centuria de por sí pródiga en mega masacres, crímenes masivos y matanzas brutales. No en vano, como ha subrayado Steven T. Katz en su canónico estudio del fenómeno, constituyó “un crimen de dimensiones monumentales, un acto de inaudita crueldad que implicó millones de actos de crueldad”, escribía el profesor Enrique Moradiellos en un reciente ensayo sobre este asunto. Recordar el Holocausto, ahondar en sus orígenes, es reivindicar y dejar testimonio para la historia de las víctimas, pero también señalar a sus victimarios, muchas veces ocultos tras una suerte de culpa colectiva que nos priva de poder señalar con nombres y apellidos a los verdaderos responsables.

Precisamente una víctima del Holocausto, testigo de la historia en primera persona, Ivan Klíma, ahonda en este aspecto con lucidez y claridad: “La memoria no se expresa sólo a través de la grabación consciente de una experiencia determinada; es más bien una responsabilidad que surge de la conciencia de continuidad con todo lo que ocurrió antes, con todos los que estuvieron antes, es decir, una responsabilidad ante lo que no debe ser olvidado si queremos evitar caer en el vacío”. La memoria, por tanto, formaría parte de una suerte de conciencia colectiva para evitar a la humanidad volver a repetir los mismos errores y reproducir el mal causado en algunos periodos de la historia.

«Es cierto que la necesidad de tomar precauciones es notoria”, pues, como bien señaló Primo Levi, “la memoria humana es un instrumento maravilloso, pero también falaz”. Resulta admirable la clarividencia autocrítica de quien escribió como superviviente uno de los testimonios más rotundos sobre el funcionamiento del sistema concentracionario. Como él mismo advierte en las primeras páginas de Los hundidos y los salvados, “la memoria está sometida a los riesgos opuestos del olvido de algunos recuerdos con el paso del tiempo y de la fijación estereotipada de aquellos más frecuentes rememorados; la memoria también depende de la gestión que cada uno pueda hacer de las experiencias traumáticas sufridas y del conjunto de represiones que generan; los recuerdos se modifican, adaptan e incluso impostan en función de lo vivido luego…”, escribe con gran acierto al recordar esta obra de Primo Levi la ensayista María Sierra en su gran obra Holocausto gitano.

“La memoria tiene el poder de cambiar incluso lo más amargo, y lo que uno relata con la perspectiva de seis años ha pasado a ser propiedad de su vida, que desencanta y sobrepone a la pena original por la pérdida sufrida. Por otra parte, los acontecimientos todavía están tan vivos como para caracterizar a las personas implicadas que afectan más de lo deseado”, escribía el filósofo Karl Löwitth al referirse a los acontecimientos que vivía en Alemania antes de partir para siempre a causa de su condición de judío.

Pero nunca hay suficiente memoria, tal como nos recuerda la escritora Mónica Sznajderman muy atinadamente: “De modo que nunca hay suficiente memoria y, por decirlo una vez más con las hermosas palabras de Yerushalmi, que la memoria cierra el paso a todos los agentes del olvido, los que trituran documentos, los asesinos de la memoria, los que revisan enciclopedias y los conspiradores del silencio (…) a aquellos que pueden, en la maravillosa imagen de Kundera, cubrir de pintura con un atomizador la fotografía de un hombre, de manera que no quede de él más que su sombrero”.

Y es que, como aseguraba el profesor Santos Juliá, reprimir el recuerdo es creer no haber sido lo que se fue y, en consecuencia, hablar como si nunca se hubiera sido. “Le ocurrió a muchos de los que ingresaron en el partido nazi impulsados por la voluntad de poner su vida al servicio de una causa sublime, compartida por miles de camaradas. Luego cuando las cosas no salieron como se habían imaginado y tuvieron que rendirse a la evidencia de la muerte y la devastación que ellos mismos habían provocado, no les fue posible reconocer que habían sido parte activa de ese horror”, aseguraba el historiador citado al comienzo de este párrafo. Aquí entramos en el terreno de la culpa colectiva, que enmascara de una forma perversa la responsabilidad de algunos en la ejecución de los crímenes más abyectos.

Y es que no se puede hablar tampoco de una culpa colectiva, sino de la participación de miles de personas, pero sobre todo alemanes, en un plan genocida previamente concebido, sistemático y bien organizado. Eran hombres y mujeres como nosotros que, presas de una ideología criminal, llevaron a cabo un certero programa de exterminio masivo. Así lo denuncia el estudioso del Holocausto Daniel Johan Goldhagen: “Rechazo la noción de culpa colectiva de una manera tajante. El aspecto esencial en la acusación de culpa colectiva es que una persona, al margen de sus acciones u opiniones, es culpable simplemente por su pertenencia a una colectividad, en este caso como miembro del pueblo alemán. No hay que juzgar culpables a los grupos sino sólo a los individuos, y a éstos únicamente por sus acciones individuales. El concepto de culpa debería aplicarse a un individuo cuando haya cometido un delito, pues cuando el término se emplea de esta manera acarrea todas las connotaciones de culpabilidad legal, es decir, culpabilidad por haber delinquido”.

La cuestión es clara y precisa: ¿Cómo fue posible que Hitler llegara al poder en una de las naciones más desarrolladas de Europa? Fueron una serie de elementos que convergieron en una coyuntura muy concreta. “Los nazis llegaron al poder gracias una confluencia de factores entre los figuraban la depresión económica, el anhelo que tenían los alemanes de que finalizara el desorden y la violencia callejera organizada que había atormentado a la República de Weimar en sus años finales, el odio extendido de manera general hacia la Weimar democrática, la aparente amenaza de una toma del poder por parte de los izquierdistas, la ideología visionaria de los nazis y la propia personalidad de Hitler, un hombre que manifestaba sin la menor reserva sus odios ardientes y que resultaba atractivo, incluso irresistible, para tantísimos alemanes. El catastrófico desorden político y económico fue contra toda evidencia la causa inmediata de la victoria nazi definitiva. Muchos alemanes le votaron porque era la única fuerza política del país a la que consideraban capaz de restaurar el orden y la paz social, de vencer a los enemigos domésticos y de restaurar en el extranjero la categoría de Alemania como gran potencia”, señalaba el profesor Daniel Goldhagen al referirse a este asunto.

Para concluir, considero que estos dos elementos, ahondar en los orígenes del nazismo y reivindicar la memoria de las víctimas del Holocausto, operan en la misma dirección y se retroalimentan, generando un conocimiento mucho más amplio y preciso acerca de los luctuosos acontecimientos que ocurrieron en Europa entre 1938 -la Noche de los Cristales Rotos o Kristallnacht como prólogo del Holocausto- y mayo de 1945 -rendición de la Alemania nazi-. En apenas siete años, el continente europeo, presa de una guerra terrible, bárbara y cruel, asistió, casi sin pestañear, al exterminio de seis millones de judíos y a la desaparición (casi definitiva) de la antaño rica vida hebrea en Europa.

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