“Huesos móviles unidos por una piel seca y envejecida. El aire era irrespirable. Había un olor mezcla de carne quemada y excrementos”, describió Yakov Vincenko, un soldado de diecinueve años que entró en el campo de concentración la mañana del 27 de enero de 1945. Montañas de cenizas humanas, un depósito lleno de cabellos, seis mil cadáveres sin enterrar, siete mil presos famélicos, un hedor intolerable: aquello era Auschwitz
Por Alberto Amato
Cuando la helada tarde del 27 de enero de 1945 las tropas soviéticas entraron a Auschwitz, no sabían lo que era aquello y no pudieron creer lo que hallaron. Frente a sus ojos se alzaban apenas siete mil presos famélicos, esqueléticos, desahuciados, que casi no podían mantenerse en pie, desnutridos, castigados por las enfermedades, carcomidos por la peste, envueltos en raídas ropas a rayas verticales, ateridos por el invierno; hallaron también, en medio de un hedor insoportable, más de seiscientos cadáveres sin enterrar y las ruinas humeantes de uno de los hornos crematorios que, horas antes de la llegada de los soldados rusos, había sido volado por las SS de Adolfo Hitler en un intento de borrar lo que era ya imborrable, la huella de un genocidio, y de emprender una retirada veloz hacia la derrota final.
Las tropas rusas, muchos eran jóvenes soldados de reemplazo de los veteranos caídos después de tres años y medio de lucha contra el nazismo, descubrieron con espanto otro rastro que tardaron algo en identificar y más tiempo en creer: montañas de cenizas humanas que ni habían sido enterradas, ni habían sido dispersadas por el viento helado. Un par de días después, un registro veloz y precario cifró lo que no había sido inventariado por los rusos, pero había quedado grabado a fuego en sus ojos: 368.820 trajes de hombre, 836.244 vestidos y abrigos de mujer, 5.525 pares de zapatos de mujer, 13.964 alfombras, infinidad de ropa de chicos, de cepillos de dientes, de dentaduras postizas, de ollas y cacerolas y, en un depósito especial, una inmensa cantidad de pelo humano.
Había más que todo ese horror revelado. Sobre los rieles de las vías que llegaban al campo, había doce vagones repletos de cochecitos para bebés, listos para ser enviados a Alemania. El joven teniente Vasily Gromadsky, del 472 Regimiento del Ejército Rojo, describió la reacción de sus soldados que, al final de aquel día de espanto, habían formado un semicírculo alrededor de uno de los crematorios: “Algunos sollozaban, otros estaban en silencio, todos estaban rígidos…”.
Aquello era Auschwitz. Y no era todo.
Bajo el cartel de hierro forjado, la esencia de la impostura nazi, que era lo primero que veían los condenados que llegaban deportados en los trenes: “Arbet Macht Frei – El trabajo los hará libres”.
Ese cartel fue también lo primero que vieron las tropas rusas que liberaron Auschwitz después de combatir con los SS en retirada. Quedaron varios oficiales nazis que se entregaron a los soviéticos y fueron todos fusilados al día siguiente de descubierto aquel gigantesco complejo industrial dedicado a asesinar seres humanos. El resto había huido en una retirada infernal con los prisioneros que aún podían caminar: los que caían en el viaje, eran asesinados.
Los nazis empezaron a desmantelar sus campos de concentración instalados en Polonia a medida que el Ejército Rojo avanzaba hacia Berlín. En Auschwitz, después de un levantamiento de prisioneros judíos en el otoño de 1944, el horror se intensificó, si eso era posible. Todavía quedaban sesenta y cinco mil prisioneros de diferentes nacionalidades, casi todos judíos, que colmaban los tres principales campos de la muerte y sus numerosos campos subsidiarios.
Ya entrado enero de 1945, con el avance del Ejército Rojo en Polonia, el escape de Auschwitz se montó con gran rapidez y enorme improvisación; mientras, de la misma forma, las SS intentaban borrar las huellas de la matanza. En su biografía de Hitler, el historiador Ian Kershaw cita una nota que dos prisioneros escribieron antes de la estampida alemana: “Ahora estamos sufriendo la evacuación. Caos, pánico entre las SS. Están borrachos. (…) Las intenciones cambian de hora en hora, ya que no saben cuáles órdenes van a recibir. (…) Este tipo de evacuación significa la aniquilación de la mitad de los prisioneros, por lo menos”.
Desde el 17 de enero, largas columnas de prisioneros dejaron Auschwitz custodiados por la SS en una marcha forzada de más de doscientos cincuenta kilómetros. Cerca de cincuenta y seis mil salieron a pie, otros dos mil quinientos fueron enviados a Alemania por tren, ya sobre el final de la evacuación. El destino de todos era el de otros campos que se habían alzado en territorio alemán como los de Mathausen, Buchenwald, Dachau y Bergen-Belsen. Quienes no pudieron siquiera iniciar la marcha hacia Alemania, fueron fusilados en los campos vecinos a Auschwitz. Ya en camino, quienes se desplomaban, incapaces de seguir un ritmo de marcha agotador, eran ejecutados a balazos. Uno de los sobrevivientes contó luego: “Era como si dispararan contra perros callejeros. No les importaba nada y disparaban en todas direcciones, sin ninguna consideración. Veíamos la sangre en la nieve blanca y seguíamos caminando”.
Los primeros prisioneros, todos polacos, que llegaron a Auschwitz, lo hicieron el 14 de junio de 1940, nueve meses después de la invasión alemana a Polonia y del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Lo hicieron precisamente para acondicionar como campo de concentración unos antiguos barracones del ejército polaco. Su ampliación, que se hizo gigantesca, fue encarada como resultado de la decisión de eliminar a toda la población judía de Europa, unos once millones de personas, tomada por los nazis en la Conferencia de Wannsee, cerca de Berlín, en enero de 1942.
El complejo albergaba a tres campos principales: Auschwitz I, que servía como una especie de centro administrativo de aquel complejo de la muerte, en el que fueron asesinados setenta mil polacos, en su mayoría intelectuales, profesores universitarios, sacerdotes y militares, y los primeros prisioneros soviéticos caídos luego de la invasión alemana a la URSS en junio de 1941. El segundo de los campos era Auschwitz II-Birkenau: allí fueron asesinadas la mayor parte del millón y medio de personas, casi todas judías, deportadas de los países europeo bajo dominio nazi. Es Auschwitz-Birkenau el que se menciona siempre como Auschwitz para simbolizar el espanto. Auschwitz III era un campo de trabajo esclavo en beneficio del conglomerado químico alemán IG Farben. En el complejo funcionaban además treinta y nueve campos subsidiarios.
Auschwitz tuvo tres jefes bajo las órdenes de la cabeza de las SS y mano derecha de Hitler, Heinrich Himmler, responsable de la administración y destino de todos los campos de concentración del Reich. El primero de los jefes fue Rudolf Höss, que manejó Auschwitz desde sus inicios hasta el verano de 1943. Le siguieron Arthur Liebehenschel y Richard Baer, en la etapa final de la evacuación. Höss fue capturado por los aliados, declaró en el juicio de Núremberg a los jerarcas nazis y luego fue juzgado por los polacos y condenado a muerte: lo ahorcaron en 1947, frente al crematorio de Auschwitz I. Liebehenschel también fue juzgado por un tribunal polaco y ahorcado en 1948. Baer vivió en Hamburgo bajo una identidad falsa. En los años 60 fue reconocido y arrestado. Se suicidó en prisión en 1963, antes de ser juzgado.
La “industrialización de la muerte” en Auschwitz creció y se perfeccionó a partir de la Conferencia de Wannsee, de enero de 1942, en la que la jerarquía nazi concluyó que era necesario asesinar a toda la población judía de Europa, cerca de once millones de personas. Ese plan criminal fue conocido como “solución final al problema judío”. También la invasión alemana a la URSS proporcionó una gran cantidad de prisioneros rusos a los que el estado alemán no pensaba alimentar, sino ejecutarlos.
Las primeras cámaras de gas ideadas por los nazis, que se perfeccionarían en Auschwitz, no eran tales. Se trataba de camiones que se cargaban de prisioneros, quedaban cerrados de forma hermética y con el gas del escape conectado al interior de la caja del camión. Luego el vehículo se echaba a andar. Cuando se consideraron otros métodos para aumentar la cantidad de asesinatos, se recurrió al gas venenoso. Los primeros en ser ejecutados fueron varios centenares de prisioneros de guerra rusos, gaseados en Auschwitz. Para deshacerse de esos cadáveres, y de los que llegarían, los nazis encargaron un gran crematorio a la empresa de Erfurt, J. A. Topf e hijos. El gas venenoso Zyklon-B se usó también de manera experimental con los prisioneros soviéticos. Pero para el verano de 1942, seis meses después de la Conferencia de Wannsee, el Zyklon-B era de uso habitual para exterminar a los judíos europeos en Auschwitz-Birkenau: se trataba de un pesticida a base de cianuro de hidrógeno, conocido también como ácido prúsico, que afecta la respiración celular.
Auschwitz-Birkenau instaló sus grandes cámaras de gas en el famoso Pabellón 11 del campo, que había sido inicialmente una enorme sala de torturas. Las cámaras de gas requirieron de nuevos hornos crematorios. En total, se construyeron cuatro cámaras de gas, cada uno con sus hornos crematorios con capacidad de recibir dos mil quinientos prisioneros por turno. En la primavera de 1942 y para ultimar los detalles de la organización de aquel complejo de la muerte, los nazis enviaron a hablar con Rudolf Höss, el comandante del Auschwitz, a un jerarca con quien ultimaron los detalles finos de la matanza: ¿a cuántos prisioneros podían matar por hora esas cámaras de gas? Höss hizo cuentas con aquel enviado especial: era Adolf Eichmann.
Las cámaras aparentaban ser salas de baño, con falsas duchas en lo alto. A los prisioneros se les ordenaba desnudarse para recibir un baño y un tratamiento desinfectante; debían dejar todas sus pertenencias a un lado para recogerlas después del “baño” y, como una muestra extra de crueldad y de cinismo, los nazis pedían a los condenados que recordaran adónde habían dejado sus ropas. Con los prisioneros que colmaban el interior y las salidas selladas, se echaba el Zyklon B, acondicionado en latas y con forma de pequeñas piedras, por aberturas especiales hechas en las paredes, o por los caños de las duchas inexistentes, caños que jamás estuvieron conectados a una red de agua.
Unos veinticinco minutos más tarde, se consideraba que en el interior de la sala todos estaban muertos. Recién entonces se vaciaba y ventilaba el recinto. Los cadáveres eran despojados de anillos y otras joyas, se les arrancaban sus dientes de oro y eran llevados luego a los crematorios por prisioneros seleccionados llamados “Sonderkommandos”: por lo general también eran judíos, que en pocos meses más serían eran ejecutados y reemplazados.
A Auschwitz se llegaba en tren, después de días de viaje en vagones de cargas en los que los deportados viajaban hacinados, sin alimento y sin agua. Ellos también veían el cartel que prometía la libertad a través del trabajo. Desde 1944, el año en el que Auschwitz alcanzó su “perfección” asesina, las vías se extendieron hasta el interior del campo. Los prisioneros eran alineados en un enorme playón y andén, conocido como “el patio de los judíos”. Allí eran seleccionados por los SS: los ancianos, los enfermos, los chicos, las mujeres embarazadas pasaban directo a las cámaras de gas, menos los que eran elegidos para los experimentos médicos que capitaneaba el doctor Josef Mengele
En Auschwitz se realizaron brutales experiencias médicas con seres humanos para paliar desde las heridas de guerra de los nazis heridos en el frente, hasta el congelamiento de los pilotos de la Lutwaffe que eran derribados en el mar. También se sometió a terribles experiencias médicas a niños, a los que Mengele intentó cambiar el color del iris a través de la inyección ocular de sustancias químicas; ordenó el asesinato de chicos con heterocromía, ojos de diferente color, para extraer sus globos oculares y enviarlos para su análisis a Berlín. Había logrado construir un laboratorio de patología junto al crematorio II de Auschwitz Birkenau, donde experimentaba con gemelos humanos en un intento por demostrar la supremacía de la herencia genética sobre el entorno, y sostener la premisa nazi que proclamaba la superioridad aria. Gerald Astor, autor de una biografía sobre Mengele, afirmó que el médico arrojaba a niños vivos al fuego de los crematorios y que jamás fue sancionado por la Academia.
Todo eso fue Auschwitz. Y más aún: lo inenarrable.
Yakov Vincenko intentó narrarlo. En enero de 1945 era un veterano de guerra de diecinueve años que luchaba en el Ejército Rojo desde 1941, cuando tenía dieciséis. En más de tres años de guerra había visto mucho. Pero no había visto lo que Auschwitz le mostró cuando ingresó a aquel infierno: “Atravesé la primera alambrada a las cinco de la mañana. Estaba oscuro. En la sombra advertí una presencia. Se arrastraba en el barro, ante mí. Se dio la vuelta y apareció el blanco de unos ojos enormes, dilatados. Estaba ante un muerto viviente. Detrás de él intuí decenas de otros fantasmas. Huesos móviles unidos por una piel seca y envejecida. El aire era irrespirable. Había un olor mezcla de carne quemada y excrementos. Avanzamos sin decir una palabra”.
Su testimonio fue rescatado del olvido por la historiadora Anita Kondoyanidi que también rescató una carta, unas líneas breves que el soldado Vladimir Brylev, un muchacho de la avanzada de la 332 División de Infantería del Ejército Rojo, garabateó a su madre, conmovido por lo que acababa de ver: “Estuve en Auschwitz. Vi todo con mis propios ojos. Te amo ahora aún más. Por favor, no pierdas la calma: esto no va a volver a pasar, mamá. Nosotros nos vamos a asegurar de eso”.
Es extraño, pero el juez Robert H. Jackson, jefe de los fiscales de Estados Unidos en el juicio de Núremberg, no conoció al soldado Brylev; con seguridad, nunca supo de las líneas desoladas que el chico envió a su madre después de ver Auschwitz. Sin embargo, cuando abrió su alegato ante el Tribunal Militar Internacional que juzgó a los jerarcas nazis, coincidió letra por letra con aquel soldado ruso. Dijo Jackson entonces: “Los agravios que tratamos de condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores, que la civilización no puede tolerar que se los ignore, porque no puede sobrevivir a que se repitan”.
Según contó Primo Levi en su famoso libro “Si esto es un Hombre”, él se salvó de la muerte y de las marchas de la muerte por estar enfermo en el hospital o lo que fuese, los nazis dejaron quedarse solo a los enfermos cuando comenzaron la apresurada huída de Auschwitz.
Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial los nazis presionaban a los Aliados para negociar una rendición beneficiosa para estos criminales nazis a cambio de las vidas de los judíos sobrevivientes. Un poco antes quizás, del poco caso que se hizo al famosos “informe Auschwitz” se echa la culpa al abuelo de la política laborista Merav Michaeli, se le acusó de haberlo obviado para no entorpecer sus negociaciones con el nazi Adolf Eichmann, el jerarca nazi encargado de organizar las deportaciones de judíos. En estas negociaciones acordaron salvar un tren de judíos, la mayoría adinerados, intelectuales y artistas, o también familiares de Rudolf Kastner, a cambio del pago de mucho dinero a los nazis. Tras la derrota de la Alemania nazi de Hitler, Rudolf Kastner fue investigado en Israel mientras formaba parte de un gobierno laborista, siendo portavoz del Ministerio de Comercio e Industria en 1952. La acusación no prosperó pero fue asesinado por un judío extremista, uno de los hechos más trágicos en la historia de Israel.
En el bando soviético la cosa no fue mucho mejor. Según el trabajo de un universitario español: «Un aspecto muy operativo de la propaganda soviética fue negar la colaboración con los alemanes de grupos nacionales antisoviéticos como los ucranianos, bielorrusos, letones… Junto con la negación de la especificidad de las víctimas judías como argumento principal de la prohibición de publicar El libro negro, otro aspecto tremendamente incómodo era la denuncia en los testimonios de la colaboración de las poblaciones locales en las matanzas de judíos». «El libro negro» se trató de «un proyecto editorial que refleja como ningún otro ejemplo las tensiones, la divulgación internacional y el enmudecimiento total en la inmediata posguerra de las víctimas judías en la Unión Soviética. Los intentos del Comité Judío Antifascista (CJA) por destacar la singularidad del exterminio de los judíos, la cierta tolerancia inicial con que fueron vistos y aprovechados desde Moscú y la posterior y brutal negativa a cualquier disensión de la unidad nacional y política promovida por los órganos de propaganda oficiales son los cabos que explican el embrollado proceso de publicación de El libro negro.”. En la Polonia de la etapa soviética las autoridades también procuraron pasar página contra la población local que colaboró con los nazis o cometieron crímenes contra judíos, por una política de echar toda la culpa a los nazis, y también por no entorpecer el delicado equilibrio de lo que parecía ser la sociedad clientelar polaca, en muchos casos con los puestos de poder en época soviética ocupados por los mismos criminales polacos católicos durante la invasión de la Alemania nazi, crímenes cometidos principalmente por población polaca rural católica y por las distintas policías polacas, con el visto bueno de las autoridades políticas y religiosas católicas, y que se han conocido con más detalle en recientes libros de historiadores judíos, como los del historiador canadiense Jan Grabowski, de origen polaco judío, que estimó que al menos 200.000 judíos fueron asesinados directamente por polacos durante la Segunda Guerra. Desde la actual Polonia ultranacionalista amenazaron de muerte a Grabowski y presionaron a la universidad canadiense donde imparte clases para que le expulsasen. Este modo de actuar mafioso ya es lo que hicieron los polacos durante toda la etapa soviética contra todo el que dijera que había ayudado a judíos, de sus vecinos católicos recibían las coacciones y amenazas, hasta obligarles a cambiar de pueblo o ciudad, o hasta que alguien les volviera a reconocer por la calle.
Si bien, nada comparable con los criminales nazis alemanes. De los asesinatos masivos que habían cometido procuraron por todos los medios tapar sus crímenes, actualmente en no pocas ocasiones consiguen convencer a los muchos antisemitas que quedan. Por ejemplo, mientras se retiraban de Europa del Este por el avance del Ejército Rojo, desenterraron e incineraron los cadáveres de los judíos que asesinaron de muchas de las fosas comunes durante el primer periodo de avance nazi en la Operación Barbarroja, plantando árboles para que nadie supiera nada sobre la existencia de las fosas comunes. O de los campos de exterminio, como Sobibor y Treblinka, poco más que dejaron unas pocas marcas donde estaban las instalaciones, mientras que en los campos de concentración desmantelaron o destruyeron gran parte de las cámaras de gas y de los hornos crematorios. Desde el principio procuraron ocultar la existencia de los campos de concentración, a los inspectores de la Cruz Roja les enseñaban un campo preparado especialmente para estas visitas, un campo de prisioneros idílico para los prisioneros judíos; o asesinaron, en «accidentes», a inspectores de la Cruz Roja que quisieron comprobar lo que algunos les dijeron sobre la existencia de los campos de exterminio, etc., es decir, demostrando contar con algún tipo de conocimiento sobre las fechorías o crímenes que cometieron contra los judíos, no tanto serían como el psicópata al que no le importa nada. No menos curioso es el hecho de que la mayoría de los criminales nazis alemanes apenas tenían contacto con los judíos, salvo los que estaban más que perturbados, el mismo cabecilla de los SS, Himmler, tenía un trastorno mental de fobia a ver sangre, también es conocido que muchos de los criminales nazis SS al principio lo pasaron muy mal durante los fusilamientos masivos de judíos en Europa del Este, cometidos por nazis SS en los denominados Einsatzgruppen, aunque también contaron con aliados nazis, principalmente de Ucrania y Lituania. Esto ocurrió antes de que inventasen las cámaras de gas y los hornos crematorios, fue otro motivo para que creasen estos inventos. En los campos de concentración, la mayoría de crímenes individuales con los prisioneros los dejaron cometer a los «kapos», al menos en los campos nazis donde estaban los republicanos españoles los kapos eran presos escogidos para este trabajo a cambio de importantes privilegios, como el escoger presos recién llegados para abusar de ellos sexualmente a cambio de su protección y de más comida. Si alguno de los kapos no cumplía con su trabajo o no era lo suficientemente criminal entonces los nazis lo sustituían por otro. Para el trabajo en las cámaras de gas y los hornos crematorios de Auschwitz escogían a judíos que formaban grupos denominados «Sonderkommando«, que a su vez los nazis exterminaban y sustituían por otros regularmente, en Auschwitz cada 3 meses, para que no existiera la posibilidad de dejar testigos directos. No fue hasta hace muy pocos años que los españoles demócratas pudieron conocer con detalle lo que ocurrió con los republicanos españoles exiliados al acabar la Guerra Civil, principalmente con el bestseller “Los últimos españoles de Mauthausen” del 2005, de Carlos Hernández. Entre los hechos de la Historia de España, entre muchos otros, en este libro se pudieron conocer con detalle lo que ocurrió con los presos republicanos españoles en los campos de concentración nazis y muchos otros hechos históricos desconocidos de la Segunda Guerra Mundial. Por ejemplo, menciona el gran plan final nazi que denominaron “Feuerzeug”, o “Mechero” en español, con el que los nazis alemanes, para no dejar pruebas de sus crímenes, llevarían a todos los prisioneros a las cuevas-fábricas cercanas a los campos de Austria-Alemania, como Mauthausen, para, a continuación, volar las entradas de las cuevas con explosivos, asesinando por hambre a todos los supervivientes, una de las formas de asesinato masivo que ya utilizaban en Mauthausen. En otra versión, se afirma que los máximas jerarcas nazis tenían planeado trasladar a todos los presos antes de que llegasen los Aliados a los campos, Himmler habría enviado un telegrama con la orden, pero el jefe de los campos de Mauthausen, Franz Ziereis, interpretó la orden a su manera. Entre los que pretendían asesinar iban a incluir a los judíos supervivientes de las denominadas “marchas de la muerte” procedentes de los campos de concentración polacos y de otros países de Europa del Este. En el plan Mechero de los nazis alemanes incluso tenían la intención de asesinar a testigos de su propia población civil nazi austriaca que vivían en pueblos cercanos a los campos de concentración. El famoso general Patton, conocido por sus disparates antisemitas, obvió el plan, del que estaba enterado porque los prisioneros se lo contaron a un delegado suizo de la Cruz Roja, llamado Louis Haefliger, que consiguió ganarse la confianza de algunos oficiales y uno de ellos, Guido Reimer, le reveló los planes de exterminar a los prisioneros en los túneles durante la noche del 5 de mayo. Cuando Haefliger preguntó al comandante del campo, Franz Ziereis, éste le negó que hubiera tal plan, si bien el suizo no le creyó. Los nazis solo pudieron llevar a cabo una parte del plan en campos menores, en los que asesinaron a todos los prisioneros con los métodos habituales, o en otros campos los nazis SS vieron como todos los prisioneros se negaron a obedecerles sabedores del destino que les aguardaba. Louis Haefliger también fue el que avisó a un pequeño grupo de soldados americanos que liberaron Mauthausen, estos soldados estaban en una misión de inspección de un puente por donde tenían que pasar los americanos, aunque le costó convencerles porque sus mandos al principio les prohibieron salirse de su misión. Poco después, los americanos encontraron explosivos preparados en una de las entradas de una de las cuevas-fábrica. La liberación de Mauthausen más bien fue fruto de la casualidad, así como también bien pudo ser casualidad que aun quedasen supervivientes.