Las ruedas del progreso que hicieron retroceder a la humanidad: los trenes de la muerte

Vías del ferrocarril que conducen al campo de exterminio de Auschwitz Foto: Ron Porter vía Pixabay

Por Adi Kantor

El vagón del ferrocarril, símbolo del progreso y la industrialización de los siglos XIX y XX, se convirtieron entre 1939 y 1945 en el símbolo del horror.

Aquí yace ante nosotros el absurdo insondable de aquellos días oscuros: conceptos como «progreso», «industrialización y tecnología», «eficiencia», «producción» y «globalización» retrocedieron de golpe.

La promesa del gran avance del siglo anterior, que habría de conducir al continente europeo hacia un futuro glorioso y promisorio, fue sustituida por el traqueteo de viejos vagones de ganado repletos, no de ganado, sino de seres humanos: judíos.

Eran hombres, mujeres y niños, que apenas momentos antes habían sido ciudadanos de distintos países, trabajaban, vivían, nacían y parían, y soñaban y tejían nuevos sueños.

Desde el momento en que eran cargados en los vagones de ganado eran despojados de su identidad como seres humanos, convertidos en seres indefensos que clamaban por una sola cosa: sobrevivir otro momento, otra hora, si era posible.

Eran figuras enfermas, enervadas y exhaustas, ansiosas por su destino y el destino de sus hijos, anhelando un respiro más por la estrecha ventana rodeada de alambres de púa de hierro.

Esas ruedas del tren ya no conducían al futuro de progreso, sino en una sola dirección: hacia la muerte.

Para los alemanes, los autores intelectuales detrás de la «Solución final» (el meticuloso plan para exterminar a todos los judíos europeos), era una medida particularmente «eficiente»: dentro del rodado que se suponía que debía transportar dieciocho caballos u ocho vacas, se podía meter ahora entre 150-200 judíos hasta la muerte.

Para ellos, eso era el “progreso” en todo su esplendor.

Además, era incluso posible aumentar el número de vagones de ganado, acelerar los motores de las locomotoras y provocar la destrucción de esos individuos a una velocidad récord.

Y, si eso fuera poco, hasta los gastos de viaje correrían a cargo de los judíos.

Así, tal como fue pensado, el hecho de la existencia histórica de los judíos se convertiría en un mero rumor.

De este pensamiento perverso surgieron las semillas de la fábrica más horrible jamás creada por la sociedad humana: Auschwitz-Birkenau.

Claramente, debido a que el término “progreso” se traduce en acción, yace en manos humanas.

Los ejecutores de este malvado plan no solo eran alemanes, sino también habitantes de los países y ciudades ocupadas.

Ellos sirvieron también como maquinistas que conducían a las puertas de la muerte y, junto con las SS, vigilaban las puertas de los vagones de ganado para asegurarse de que ningún judío pudiera escapar hacia la libertad, sin importar cuánto lo intentara.

Y así, durante seis largos años, el mundo del revés siguió andando.

En lugar de avance tecnológico hacia el futuro, las ruedas de la historia se invirtieron y retrocedieron, divorciadas de los valores de moral y pureza y sumergidas en los campos del mayor horror conocido por la humanidad: Auschwitz, Treblinka, Sobibor, Belzec, Majdanek, Chelmno.

Cuando venimos a recordar y conmemorar lo sucedido, debemos tener en cuenta que aún hoy, más que nunca, los vientos de la negación y olvido soplan con más fuerza en toda Europa y más allá.

Las verdades a medias, las distorsiones y los rastros borrosos del genocidio están presentes hoy más que nunca en el discurso público-social europeo.

Hay que tener cuidado de que especialmente entre estos grupos, que son numerosos y se multiplican, no se apague la luz de la verdad.

El renombrado autor y sobreviviente del Holocausto Eli Wiesel escribió en sus memorias sobre la deportación al campo de exterminio de Auschwitz en mayo de 1944:

«La vida en los vagones de ganado fue la muerte de mi adolescencia. Qué rápido envejecí».

Bendita sea la memoria de los asesinados.

Fuente: INSS The Institute for National Security Studies

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