Interseccionalismo, pinkwashing y la creciente judeofobia en la izquierda

Dos hombres envueltos en la bandera del orgullo con la Estrella de David estampada en la marcha del orgullo de Jerusalén de 2016.

En junio de 2017, tres activistas fueron expulsadas de la Chicago Dyke March (una marcha de orgullo lésbico que tiene lugar en esa ciudad) por portar banderas del orgullo gay con la estrella de David estampada, porque para los organizadores esas banderas “simbolizaban sionismo”, contribuían al “pinkwashing” de la “violenta ocupación israelí de Palestina” y hacían que mucha gente “pro-Palestina” se sintiera “amenazada”. Las mujeres no podían entender el porqué de semejante determinación, ya que para ellas esa bandera era una celebración de su identidad tanto de judías como de lesbianas: «se supone que la Dyke March es interseccional», se lamentó una de ellas, que concluyó: «sentí que, como judía, no soy bienvenida”.

Y no. Lamentablemente no lo es. Para entender el porqué, es necesario analizar dos grandes mantras de la izquierda progresista de hoy día que aparecen mencionados en el incidente y contribuyen, en la práctica, a perpetuar prejuicios y conductas antisemitas: el interseccionalismo y el pinkwashing. El primero puede resumirse en la idea de que todas las formas de opresión están vinculadas entre sí, pero en los hechos termina funcionando como una suerte de sistema de castas en el que los individuos son juzgados de acuerdo a cuán oprimidas hayan sido a lo largo de la historia las identidades a las que pertenecen. De esta manera, la interseccionalidad construye una visión maniquea, schmittiana, del mundo, en el que éste se divide entre “nosotros” y “ellos”, opresores y oprimidos.

Dada esta jerarquía, uno podría imaginar que el judío, uno de los pueblos más perseguidos de la historia -sino el que más-, y cuya persecución ha dado origen a palabras como «gueto» y ha producido el mayor genocidio organizado contra un pueblo de los últimos siglos, debería caer en la categoría de “víctima”, pero la afirmación de los organizadores de la Dyke March sobre que la estrella de David, el símbolo histórico de los judíos, aquel que los nazis les colocaban en el pecho para identificarlos, es un símbolo de “opresión sionista”, muestra claramente que no.

¿Por qué? En gran parte debido a Israel, el Estado judío, al cual una enorme cantidad de progresistas hoy ven como un ente colonialista opresor de los árabes palestinos, a quienes identifican como el pueblo originario de esa región, desplazado por el invasor judío. Esta burda rescritura de la historia, que niega miles de años de judaísmo en la región, reduce un conflicto extremadamente complejo a una suerte de película infantil con buenos y malos claramente identificables, donde los primeros -los palestinos- son incapaces de hacer el mal y todas sus acciones están justificadas y excusadas en tanto son una respuesta lógica a la opresión de los segundos -los israelíes- de quienes no puede esperarse nada bueno.

En este maniqueísmo e ignorancia histórica se inscribe la incapacidad de la izquierda “antisionista” de comprender el conflicto árabe-israelí, ya que les hace leer todos los acontecimientos a través de una lente muy obtusa: como nada bueno puede venir del opresor, los repetidos ofrecimientos de Israel de satisfacer los reclamos de estatidad de los palestinos a través de una solución de dos Estados  aparecen como intentos de legitimación de la ocupación, por lo que es entendible que los palestinos los hayan rechazado todos en tanto la única solución posible es la retirada total del colonizador.

Las repetidas guerras de exterminio contra Israel que los árabes, desde el día siguiente a su fundación, lanzaron en su contra y que, de haber sido exitosas, hubiesen significado otro Holocausto, son vistas como reacciones entendibles ante una presencia invasora. El terrorismo palestino, por su parte, aparece como una “resistencia a la ocupación” y, por ende, legítimo y entendible, por más que consista en bombardear una pizzería llena de civiles o cortarle el cuello a una niña dormida en su cama.

Y es esta imposibilidad de reconocer nada bueno en Israel y el asumir que siempre hay intenciones oscuras detrás de su accionar la que da origen al segundo concepto, el pinkwashing, término que literalmente significa “limpieza rosa”, y se utiliza para denunciar que la razón por la cual Israel es el único país de Medio Oriente donde los derechos civiles de las personas LGBT son respetados es porque “los sionistas” (eufemismo para “judíos”) buscan con esto “lavarle la cara” a Israel y tapar lo malvado y “genocida” que es. Es decir, Israel necesita presentarse como un país gay friendly para conseguir apoyo de la comunidad LGBT internacional y atraer así “dinero rosa” (sic) y por lo tanto todo aquel que asista a la marcha del orgullo de Tel Aviv fue víctima del lavado cerebral rosa sionista. ¿Israel invierte dinero en los palestinos? “ocupación económica”. ¿Ofrece planes de partición de tierras? “busca legitimar la ocupación”. ¿Garantiza derechos a la población LGBT? “pinkwashing” y así ad eternum. Goebbels un poroto.

Lamentablemente, estas ideas están cada vez más extendidas en la izquierda “antisionista”, por lo que el incidente en Chicago está lejos de ser un hecho aislado: diversas agrupaciones de izquierda españolas realizaron este año una activa campaña para expulsar a los artistas israelíes que pretendían participar del orgullo de Madrid, principalmente a Netta, la ganadora de Eurovisión 2018. Representantes de Podemos, Orgullo Crítico y Orgullo Vallekano afirmaron, entre otras cosas, que esto significaría realizar una “clara acción de pinkwashing” para desviar a la opinión pública de “las políticas genocidas del Estado de Israel”. También en Brasil, en junio pasado y con los mismos argumentos, la principal agenda de un sector del partido izquierdista PSOL fue buscar prohibir la presencia de turistas de Tel Aviv en el Orgullo de São Paulo.

Resulta llamativo que en una época donde la sociedad es capaz de detectar y repudiar el machismo y/o racismo implícito en diversas situaciones cotidianas naturalizadas, tanta gente al mismo tiempo no pueda percibir la cantidad de prejuicios antisemitas e incluso homofóbicos que hay detrás de la idea de pinkwashing.

¿Cuáles son estos? Veamos: a) que Israel es un Estado “sucio” y que por ende necesita “lavarse la cara” con “propaganda rosa” para desviar la atención de esa suciedad; b) que los judíos son incapaces de hacer cosas buenas desinteresadamente ya que cuando las hacen es simplemente con el objetivo de disimular lo malos que en realidad son; c) que los derechos LGBT de los israelíes (y también de los palestinos que escapan allí de la persecución de su gobiernos y familias) no los conquistaron ellos a través de la lucha sino que son una concesión del «estado sionista» como parte de un plan maquiavélico; d) que todos aquellos ciudadanos LGBT que no comulguen con esta visión y celebren que sus derechos sean reconocidos en Israel tienen “la cabeza lavada” por los sionistas.

Pero además es importante notar que a Israel y únicamente a Israel se lo acusa de este comportamiento: todo avance, por más pequeño que sea, de los derechos LGBT en cualquier otro país del mundo es celebrado en lugar de ser visto como una pantalla de humo: no se acusa, por ejemplo, al estado argentino de haber legalizado el matrimonio gay para ocultar el destrato a pueblos originarios o a Turquía de tener marcha del orgullo gay (al menos hasta 2016, cuando empezó a reprimirse) para tapar la negativa de reconocer el genocidio armenio.

Asimismo, el hecho de que desde la izquierda se acuse a Israel de utilizar los derechos gay para ocultar la opresión que ejerce sobre los palestinos suena aún más ridículo cuando se observa que las organizaciones LGBT palestinas, como Aswat y Al Qaws, operan desde Haifa y Jerusalén respectivamente -o sea, bajo la seguridad de la soberanía israelí- ya que les es imposible hacerlo bajo sus gobiernos, que ilegalizan la homosexualidad y, en el caso de Gaza, hasta la penan con la muerte, y cuando, además, más de 2 mil palestinos LGBT viven en Tel Aviv.

Cabe entonces preguntarse si el verdadero pinkwashing no sería flamear banderas palestinas en las marchas del orgullo, “lavándole la cara” a la opresión y persecución que Hamas y la Autoridad Palestina ejercen sobre sus ciudadanos LGBT. ¿No es hasta irónico que mientras los palestinos homosexuales escapan a Israel para poder vivir en libertad, algunos de sus pares occidentales prohíben la bandera de ese país en sus marchas en nombre de los palestinos? El gazatí gay aterrorizado de que lo descubran ¿debería estar agradecido con estos progresistas que luchan por su liberación siendo que pasarían a llamarlo traidor si se escapase al Estado judío para poder vivir su sexualidad libremente?

Israel está lejos de ser el paraíso en la tierra para la población LGBT y aún hay derechos civiles básicos como el matrimonio que sus leyes no reconocen, pero, tal como afirma Bruno Bimbi en su libro “El Fin del Armario”, si hubiera que dividir a mundo en una escala de 1 a 5, donde en 1 entran los países que penan la homosexualidad con la muerte y en 5 aquellos donde la población LGBT tiene todos sus derechos civiles reconocidos, Israel estaría en el número 4, al igual que muchos países de Europa, algo destacable en una región donde pocos salen del número 1, lo cual no justifica la falta pero la pone en perspectiva.

Aun así, el caso de las mujeres expulsadas de la Dyke March ilustra que ser una mujer lesbiana y judía -y ni hablar si además se es sionista- es para el interseccionalismo una imposibilidad categórica: es ser opresor y oprimido al mismo tiempo, una contradicción en el dogma, por lo que necesariamente hay algo que está mal con esas personas. El discurso interseccional pone a los judíos entonces en la situación de tener que elegir qué identidad conservar y cuál descartar para superar esta supuesta contradicción entre su sionismo y su progresismo u homosexualidad -que no existe- y decidir si están del lado de los oprimidos u opresores por lo que los de izquierda, sobre todo en los últimos años, han tratado de sobrevivir a esta encrucijada psicológica volviéndose más antiisraelíes para así evitar situaciones incómodas como las de la Dyke March.

Pero si la historia les enseñó algo a los judíos es que este tipo de contorsiones nunca termina bien: en lugar de bajar la cabeza y amoldarse a este maniqueísmo, es preciso tomar los hechos de Chicago o Madrid como una advertencia y un recordatorio de que el odio a los judíos está tan presente en la izquierda como en la derecha, pero que la primera lo disfraza de lucha contra la opresión para no pagar costo político por el mismo. Parece ser que la acusación a Israel de hacer pinkwashing no sería más que una proyección de lo que ellos hacen con su propia judeofobia.

Cécile Denot

Politóloga especializada en Relaciones Internacionales

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