Valla en un campo de exterminio nazi.

El término “genocidio” fue acuñado por el jurista judío polaco Rafael Lemkin y aparece por vez primera en su libro El dominio del Eje en la Europa ocupada, publicado en 1944 en EEUU. Compuesto por el término griego “genos” (tribu, clan o raza) y la raíz latina “cide” (matar), Lemkin condensó en un vocablo esta práctica milenaria: la destrucción de grupos humanos.

También debemos a Lemkin que este delito fuera tipificado en el derecho internacional mediante un tratado vinculante para todo Estado que lo suscriba. El 9 de diciembre de 1948 las Naciones Unidas adoptaron la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio, la cual hoy representa un hito en la historia de los derechos humanos.

Pero a 80 años de la aprobación de esta norma internacional también se han hecho evidentes las limitaciones del término para abarcar este tipo de violencia, así como sus paradójicas repercusiones en contextos de transición y post-conflicto, donde el concepto de genocidio ha alcanzado un protagonismo sin precedentes.

En el artículo II la convención define el genocidio enumerando una serie de actos (como matanza, lesión grave a la integridad física o psíquica o medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo) “perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”.

En virtud de esta definición los estados han sido reacios a emplear el término genocidio ante la ausencia de evidencias suficientes para vincular los actos individuales de violencia, o incluso masacres (como las perpetradas a lo largo de 2017 en Myanmar contra los musulmanes Rohingya, por ejemplo), a la intención de destruir al grupo – siendo esto lo que tipifica al delito como crimen de genocidio. La condena por genocidio ha sido infrecuente por el mismo motivo. Los tribunales tienen que demostrar no solo que el acusado actuó con la intención de matar a un número considerable de individuos, sino de destruir el grupo al que las víctimas pertenecían, como tal. Fue el caso del el ex presidente serbobosnio Radovan Karadzic. Después de un juicio que duró siete años, el tribunal de La Haya le declaró culpable de genocidio por su papel en el asesinato de 8.000 musulmanes bosnios desarmados en Srebrenica en Julio de 1995. Pero fue absuelto del cargo de genocidio por las atrocidades cometidas en otros siete municipios.

Dado el prestigio macabro que ha adquirido este crimen como el más atroz en el escalafón de la maldad humana, los grupos que han sido objeto de violencia masiva se sienten agraviados cuando su victimización no es reconocida como genocidio.

Otro obstáculo al que se enfrentan tanto comunidades afectadas como juristas, es que la convención de 1948 circunscribe la acción genocida a la cometida contra grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos. Otros, como por ejemplo grupos políticos o sociales (clases) o minorías sexuales, quedan excluidos. La convención de 1948 entendió a los grupos protegidos como “permanentes”. Pero un “grupo” no deja de ser un constructo cultural cuyos límites pueden ser difusos y evolucionar con el tiempo. Por otro lado, los marcadores específicos de distinción grupal -e intergrupal- que preceden a la acción genocida son siempre establecidos por el perpetrador. Las leyes nazis de Núremberg, por ejemplo, definían quién es “judío” y quién es “alemán” de acuerdo con un arbitrario criterio “racial” o genealógico (un judío era quien tuviera al menos tres abuelos judíos).

Ciertamente, grupos imaginados como reales por el perpetrador se vuelven reales a consecuencia de la estigmatización, la persecución o el desplazamiento forzado. Los alemanes de ascendencia judía, muchos de ellos completamente asimilados a la sociedad alemana, fueron catapultados de nuevo a su comunidad de origen a consecuencia del Holocausto. El acto genocida tiene un efecto performativo y reifica las diferencias intergrupales. De esta manera, la memoria del crimen inevitablemente perpetúa en el tiempo una división binaria (“judíos” y “alemanes”) construida por los ideólogos nazis.

La Ruanda post-genocidio es otro caso ilustrativo. El gobierno ruandés actual, dirigido por la etnia Tutsi, condena y hasta prohíbe el uso de los marcadores étnicos de hutus y tutsis. El lema es “todos somos ruandeses”. Pero al mismo tiempo insiste en nombrar en las ceremonias, memoriales y museos dedicados a las matanzas de 1994, como el “genocidio contra los tutsi.” Al conmemorar el genocidio, los ruandeses estén atrapados en la paradoja de perpetuar las mismas divisiones que intentan superar.

Es posible recordar actos de violencia genocida como tales, sin reproducir dicotomías y normalizar diferencias construidas –o exacerbadas– por los perpetradores?

Rafael Lemkin encontró un término para los crímenes inenarrables del nazismo a los que él mismo sobrevivió. Contribuyó a cristalizar una realidad, que hoy tiene una relevancia global y sentó las bases para su reconocimiento como un problema que exige una respuesta internacional. Pero en su afán de proteger al grupo de ataques aniquiladores, Lemkin también engendró un arma de doble filo, o más bien una paradoja. Concebir la violencia masiva como genocidio puede reproducir una forma de pensar en términos exclusivamente grupales y abonar así las condiciones para una posible repetición.

 

Alejandro Baer

Profesor de Sociología y Director del Center for Holocaust and Genocide Studies en la Universidad de Minnesota (EE UU).

 

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