Franco junto a Heinrich Himmler en el Palacio de Oriente durante la visita que hizo a España el líder nazi en 1940. - Foto: Wikipedia - CC BY-SA 3.0 de

A partir del otoño de 1940 aumentaron las trabas para conceder visados de tránsito. Los que atravesaban la frontera ilegalmente eran normalmente internados en el campo de concentración de Miranda de Ebro desde donde eran evacuados a otros países gracias sobre todo al Joint Distribution Committee, una organización judía estadounidense que el gobierno toleró que se instalara en Barcelona bajo la tapadera de una sucursal de la Cruz Roja portuguesa. Pero muchos de los refugiados que entraban ilegalmente fueron devueltos a Francia, especialmente si eran capturados cerca de la frontera. El caso más renombrado fue el del filósofo judío alemán Walter Benjamin, quien ante la perspectiva de tener que volver se suicidó en el paso fronterizo de Port-Bou. ​

El régimen se ocupó de alrededor de los 4,000 judíos sefardíes residentes en Europa que tenían pasaporte español, aunque no todos poseían la plena nacionalidad. Sin embargo, el Ministerio de Asuntos Exteriores comunicó a los cónsules destacados en Francia, donde vivían más de la mitad de ellos, que no se opusieran a la aplicación de las leyes antisemitas aprobadas por el régimen de Vichy y por los nazis en la Francia ocupada, aunque los cónsules sí que intervenían cuando estos judíos con pasaporte español eran detenidos, con resultado desigual.

El problema se agudizó cuando en enero de 1943 la Alemania nazi dio un ultimátum a España -y a otros países neutrales- para que repatriaran a los judíos que tuvieran pasaporte español en un plazo de pocos meses, o serían enviados al este, de donde no podrían volver hasta el final de la guerra -en realidad serían exterminados en los campos de la muerte de Polonia, un hecho del que entonces el Gobierno español ya poseía alguna información-. La primera noticia que tuvo el gobierno franquista y el propio Franco de lo que estaba pasando con los judíos en la Europa de Hitler fue un informe que en diciembre de 1941 elaboraron un grupo de médicos que habían visitado Austria y Polonia y en el que se hablaba del exterminio de los “locos” y de la reclusión de los judíos en guetos donde morían de hambre y enfermedades. Estas informaciones fueron corroboradas por la División Azul (unidad de voluntarios españoles que formó una división de infantería para luchar contra la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial) en los despachos que envió en 1942 en los que también se hablaba de las matanzas de rusos y polacos. Al final de ese año son los gobiernos aliados los que denuncian el “exterminio” de los judíos. En julio de 1943 la embajada española en Berlín informa a Madrid ya claramente de que los judíos son enviados a los campos polacos donde son asesinados. En 1944 la embajada en Budapest da detalles más precisos sobre el campo de exterminio de Auschwitz. ​

A diferencia de lo que hicieron Suiza, Suecia o Portugal, el Gobierno español no acogió a sus judíos inmediatamente, sino que después de sopesar las distintas posibilidades, incluida la de dejar que los deportaran al este, el propio general Franco decidió que fueran repatriados, pero de ningún modo podrían quedarse en España -lo que suponía considerar vigente el decreto de expulsión de los judíos de 1492-. Además, el Gobierno español comunicó al alemán que solo aceptaría pequeños grupos sucesivamente -un grupo no entraría hasta que el anterior no hubiera abandonado el país porque “no podemos afrontar el gravísimo problema de tenerles en España”-. Asimismo, se ordenó a los cónsules que solo concedieran el visado de tránsito a los judíos que demostraran tener la nacionalidad española y no a los que solo tenían el estatuto de protegido (lo que supuso dejar fuera a 2000 de los 2500 judíos que estaban en Francia y tenían pasaporte español). El gobierno franquista pidió prórroga tras prórroga, por lo que “si muchos se salvaron finalmente fue tanto o más que por la actitud del Gobierno, por la infinita paciencia que manifestaron las autoridades de Berlín”, afirma Álvarez Chillida (historiador español). En total fueron repatriados 800 judíos españoles -la cuarta parte de los judíos que tenían pasaporte español-, algunos centenares de ellos tras pasar por el campo de concentración de Bergen-Belsen debido a las demoras del Gobierno español en concederles el visado de tránsito.

El Gobierno español reiteró la orden a los cónsules de España en Alemania y en los países ocupados o satélites del Eje de que no concedieran visados de tránsito a los judíos que lo solicitaran excepto si acreditaban “con documentación completa satisfactoria [la] nacionalidad” española. ​ Sin embargo, la mayoría de los diplomáticos españoles no hicieron caso a esta orden y atendieron a los judíos, especialmente a los sefardíes que se presentaban en los consulados alegando que tenían el estatuto de protegidos, aunque este ya no tenía vigencia y el plazo para obtener la nacionalidad había expirado el 31 de diciembre de 1930. Los cónsules sabían que “los sefardíes, como los otros judíos, corrían peligro de muerte si caían en manos de la policía alemana. Ante esta dramática situación, el cuerpo diplomático español, en toda Europa, tuvo un comportamiento ejemplar; hizo todo lo que estuvo en su alcance para aliviar la suerte de los judíos, fuesen sefardíes o no, con nacionalidad española o no. Los nombres de aquellos diplomáticos que, espontáneamente, a veces contra las instrucciones que recibían de su gobierno, hicieron cuanto estuvo en su poder para salvar a hombres y familias en peligro de muerte merecen pasar a la historia para que no caigan nunca en el olvido. Estos fueron, entre otros, Bernardo Roldán, Eduardo Gasset y Sebastián Romero Radigales, respectivamente cónsules en París y Atenas; Julio Palencia Álvarez, Ángel Sanz Briz, encargados de negocios en Bulgaria y Hungría; Ginés Vidal, embajador en Berlín, y su colaborador Federico Oliván; sin contar con muchos otros funcionarios de rango más modesto que les ayudaron a esta tarea humanitaria”.​

Sin duda la acción de salvamento de judíos más importante fue la que llevó a cabo el secretario de la embajada española en Budapest Ángel Sanz Briz. A principios de 1944 los alemanes ocuparon Hungría y comenzaron a deportar a los campos de exterminio al millón de judíos que vivían allí, lo que levantó las protestas del rey de Suecia y del papa Pío XII, a las que no se sumó el general Franco, a pesar de la presión que recibió de los gobiernos aliados. La comunidad judía de Tánger, ciudad marroquí ocupada desde 1940 por el ejército español, solicitó en mayo de 1944 al gobierno de Madrid que concediera visado a 500 niños judíos de Hungría para que pudieran viajar allí -los gastos los pagaría la Cruz Roja Internacional- donde serían acogidos por las familias judías de la ciudad. “España aceptó la petición, preocupándose de darla a conocer a los Gobiernos y las opiniones de los aliados, ya claramente vencedores en la contienda”, afirma Álvarez Chillida. Como Alemania no les dejó salir, los quinientos niños, por iniciativa de Sanz Briz, quedaron bajo la protección de la embajada española y sus gastos corrieron a cuenta de la Cruz Roja Internacional.

En junio de 1944, el embajador Ángel de Muguiro dejó Budapest y se hizo cargo de la legación española en Hungría Sanz Briz, con el título de encargado de negocios. Briz comenzó inmediatamente, junto con su ayudante el italiano Giorgio Perlasca -a quien el gobierno de Israel otorgó el título de Justo entre las Naciones en 1987, cinco años antes de su muerte-, a conceder visados y pasaportes españoles a miles de judíos. Gracias a estos papeles 1648 de ellos pudieron salir de Hungría y encontrar refugio en Suiza. A otros Sanz Briz y Perlasca los alojaron en ocho pisos alquilados “ajenos a la legación de España” por lo que gozaban del privilegio de la extraterritorialidad, tal como figuraba en la puerta de cada uno de ellos -los gastos corrían a cargo de la Cruz Roja Internacional-. Asimismo Briz se ocupó, como había hecho el año anterior la embajada de España en Berlín, de informar al gobierno de Madrid del exterminio de los judíos en los campos gracias al testimonio de dos judíos que habían escapado de Auschwitz. En octubre de 1944 Sanz Briz ideó una estratagema para salvar más judíos. Consiguió que el Gobierno húngaro le autorizase a proporcionar doscientos pasaportes a supuestos sefardíes de origen español, que él los convirtió en pasaportes familiares -cada uno incluía una familia entera- y además concedió muchos más pasaportes de los doscientos autorizados simplemente numerándolos siempre por debajo del 200. De esa forma salvó a muchos judíos “españoles”.

En noviembre de 1944, cuando el Ejército Rojo estaba muy cerca de Budapest, Sanz Briz tuvo que abandonar la embajada y se trasladó a Suiza, pero Perlasca siguió en la capital húngara continuando con la labor humanitaria hasta el 16 de enero de 1945, día en que las tropas soviéticas entraron en Budapest. Según Joseph Pérez, unos 5.500 judíos salvaron la vida gracias a las gestiones de Sanz Briz y Perlasca, aunque Gonzalo Álvarez Chillida rebaja la cifra a 3500. ​ En 1991 el gobierno de Israel nombró a Sanz Briz Justo de la Humanidad a título póstumo -había muerto en 1980-.

A diferencia de lo que sucedió con las otras acciones humanitarias de los diplomáticos españoles, la de Sanz Briz sí contó con la aprobación del gobierno español. Según Joseph Pérez, esto se explica por el momento en que se produjo, finales de 1944, cuando no era difícil prever la derrota de Hitler. “La actitud de Sanz Briz servía de coartada al régimen de Franco en sus esfuerzos para convencer a los aliados que ya no tenía nada de común con el Tercer Reich. Además, por aquellas fechas, era demasiado tarde para que los judíos húngaros pudiesen ser trasladados a España. Por si a alguno se le ocurría intentarlo una vez acabada la guerra, utilizando sus documentos de protección, el nuevo ministro de Exteriores, Alberto Martín Artajo, envió dos circulares a los cónsules, el 24 de julio y el 10 de octubre de 1945, ordenándoles anular su validez a todos los efectos”.​ Este mismo punto de vista es el que sostiene Gonzalo Álvarez Chillida, añadiendo además que “el costo de la operación era mínimo: el papel, la tinta y el tiempo empleado en redactar los documentos de protección. El Gobierno sabía que no podían entrar en España y el sostenimiento era por cuenta ajena. Y las ganancias en propaganda ante los aliados eran cuantiosas”. ​

Joseph Pérez (historiador e hispanista francés) a la pregunta “¿se habrían podido salvar más judíos si el Gobierno español se hubiera mostrado más generoso, aceptando las sugerencias de sus cónsules en la Europa ocupada por los nazis?” responde “desde luego” y añade a continuación: “Hasta 1943… Madrid no quiso complicaciones con Alemania e incluso después de aquella fecha se prestó a colaborar con agentes nazis”. Sin embargo, Pérez concluye: “a pesar de todo, el balance global es más bien favorable al régimen: no salvó a todos los judíos que pedían ayuda, pero salvó a muchos. Así y todo, es muy exagerado hablar, como hacen algunos autores, de la judeofilia de Franco…”.​

La valoración de Pérez no es plenamente compartida por Gonzalo Álvarez Chillida. Según este historiador, a los judíos se les permitió transitar por España, “precisamente porque se trataba de tránsito, sostenido económicamente, además, por los aliados y diversas organizaciones humanitarias”, “pero había que impedir por todos los medios que permanecieran en el país, como se ordenó reiteradamente desde El Pardo. Por ello el mayor problema se planteó con los cuatro millares de judíos españoles, que los alemanes estaban dispuestos a respetar siempre que fueran repatriados por España. Pese a que el problema se planteó cuando el Gobierno comenzó a conocer la realidad del exterminio judío, Franco mantuvo inalterado su criterio de que estos ciudadanos españoles, por ser judíos, tampoco podían permanecer en su propio país. Cómo convencer a los aliados de su evacuación fue más complejo, hubo muchas dilaciones que los alemanes aceptaron, y, finalmente, el régimen salvó a menos de la cuarta parte. Y no sólo eso. Una vez derrotada Alemania el Ministerio de Asuntos Exteriores ordenó que se consideraran plenamente nulos todos los documentos de protección otorgados durante la guerra. Sólo aquellos judíos que demostrasen poseer la ciudadanía española en toda regla serían ayudados a regresar a sus antiguos hogares, pero bajo ningún pretexto podrían entrar en España. Muchos judíos que se salvaron a través de España guardan un lógico recuerdo de agradecimiento hacia Franco. Los que fueron devueltos a Francia o aquéllos que fueron abandonados por no reconocérseles la nacionalidad en su inmensa mayoría no pudieron guardar recuerdo alguno”. ​

En 1949, en un momento en que el régimen padecía el aislamiento internacional, la propaganda franquista inventó el mito del “Franco salvador de los judíos”, especialmente de los sefardíes. Esto permitió acusar al recién creado Estado de Israel de ingratitud, ya que acababa de rechazar el establecimiento de relaciones diplomáticas con España y había votado en la ONU en contra del levantamiento de las sanciones contra el régimen -para Israel, el general Franco seguía siendo el aliado de Hitler-. Para difundir el mito se elaboró un folleto traducido al francés y al inglés. Como señala Álvarez Chillida, “el éxito de esta campaña fue tan grande que sus secuelas han llegado hasta la actualidad. Y éxito especialmente en el mundo judío”.

La campaña estaba dirigida únicamente al exterior, “pues en el interior [de España] apenas se entendía de qué salvación se trataba. Ya que el Holocausto, y sobre todo las imágenes del mismo, fue un tema tabú que estuvo censurado hasta la muerte del dictador”.

Fuente: Wikipedia

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