lun. Mar 24th, 2025

Beatriz W. de Rittigstein

Hace unos días topamos con un caso de antisemitismo clásico ocurrido en Uruguay. Se trata del Concurso Oficial de Carnaval donde un grupo llamado Caballeros presentó la parodia de El mercader de Venecia de William Shakespeare.

Por más que el Director del conjunto, Raúl “Rulo” Sánchez y el letrista, Martín Perroneni aseguraron que ni la selección de la obra ni su interpretación, buscaba ofender a la comunidad judía y menos generar sentimientos antisemitas; lo cierto es que, precisamente, esa obra divulga una serie de estereotipos y bulos judeofobos surgidos en la Edad Media y que, de algún modo, persisten hasta nuestros días, justo en estos tiempos que enfrentamos un brutal incremento del odio contra los judíos, en el que se mezclan todas las formas de antisemitismo, incluyendo los prejuicios medievales; por supuesto que la presentación de una parodia que recrea la obra antisemita del escritor inglés, echa más leña al fuego del encono.

A no dudarlo, Sha­kespeare fue uno de los dramaturgos más genia­les de todos los tiempos, en cuyas creaciones vemos condensados los principios nacionales ingleses y al mismo tiempo, con proyección universal. De hecho, sus obras teatrales forman parte fundamen­tal de la literatura occidental. Sin embargo, apartando su valor literario, resulta sustancial comprender el concepto que Shakespeare desarrolla sobre el pueblo judío.

La obra comienza cuando Basanio le pide a Antonio (el mercader de Venecia) un préstamo para conquistar a Porcia. El mercader no tiene efectivo, pero, avala la deuda requerida al judío Shylock, el usurero de la ciudad. Shylock lo hace firmar un contrato, en el cual Antonio se compromete a pagar en un lapso de tres meses y si no, entrega una libra de carne de su cuerpo. Mientras, Jessica, la hija de Shylock, avergonzada de su pa­dre, se escapa con Lorenzo, un caballe­ro cristiano, y se lleva parte de la fortuna del prestamista. Se muestra al judío furioso, más por las joyas y el dinero que se llevó su hija, que por su fuga.

Antonio no puede pagar la fianza y el judío pretende hacer cumplir el compromiso. Muchos interce­den ante Shylock, le piden piedad, pero, con crueldad, insiste en consumar el trato. Acuden al tribunal veneciano, el cual sentencia a favor de Shylock, con la advertencia que el contrato sólo le otorga una libra de carne, sin derramar una gota de sangre; por ello, el tribunal logra un acuerdo con Shylock. Antonio lo perdona si cumple dos condiciones: que se haga cristiano y que nombre here­deros a Jessica y a Lorenzo. El judío acepta ambas rectificaciones.

A lo largo de la pieza encontramos insultos a Shylock, descrito como cruel, vengativo y avaro; es decir, una perversa imagen, distorsionada, del pueblo judío. Shylock está planteado como un suje­to maligno: no siente amor por su hija; es incapaz de apiadarse de otro ser humano; sólo lo mueve su afán de lucro. Estos agravios se adjudican a los judíos en general y para justificarlos, se muestra a un judío supuestamente representativo.

La trama impone una pasión antijudía y así, justifica los maltratos hacia Shylock que se extienden al colectivo judío. Desconocemos la noción de Shakespeare acer­ca del pueblo judío; no obstante, resulta obvio que en El mercader de Venecia utilizó conceptos preconcebidos. A pesar de su genialidad en reflejar en toda su obra, una variedad de perfiles psicológicos, en este caso particular, el elemento judío no fue producto del desarrollo de la imaginación del autor, más bien corresponde al usó de un estereotipo establecido en la sociedad con anterioridad; tomó los rasgos adjudicados a los judíos, sin analizarlos ni elaborarlos. Recordemos que, en la sociedad feudal, a los judíos se les marginó de numerosas actividades laborales, al punto que tan sólo se les permitió dedicarse al tráfico financiero, lo cual provocó el rechazo del resto de la población.

Un hecho histórico confirma el nulo esfuerzo de Shakespeare en la producción de Shylock: en 1290 el Rey Eduardo I publicó un edicto expulsando a los judíos de Inglaterra; más de tres siglos después, recién en 1656 se volvió a admitir al judaísmo en suelo inglés. Por lo que el usurero de El merca­der de Venecia fue una creación basada en prejuicios convencionalmente aceptados, pues su autor vi­vió (1564-1616) en una época y en un país donde no había judíos y su conoci­miento de ellos sólo pudo haberle llega­do a través de mitos; es decir, en su cotidianidad, el insigne dramaturgo no debió conocer a ningún judío.

Significativamente y pese a los desmentidos del director de una de las agrupaciones carnavalescas, Caballeros, la elección de una obra que no evidencia la genialidad del propio Shakespeare, como parte del carnaval, una fiesta popular de la sociedad uruguaya, nos hace sospechar de una mala intención, sumado a que el concurso en el que participó esta parodia, es oficial, con lo que indica una responsabilidad de las autoridades del país en la propagación de prejuicios generalizados, humillantes y, sobre todo, sin bases reales.

One thought on “El mercader de Montevideo”
  1. Es comprobado y comprobable históricamente que en Inglaterra existía antisemitismo mucho antes de la época en que se supone que escribió Shakespeare. También es comprobable y doy fe como testigo ocular y testigo sufriente que siempre existió antisemitismo en Montevideo y en todo Uruguay aunque diferente en el interior por simple ignorancia de la población que ni idea tenía de qué era un judío ni qué era antisemitismo.
    Simplemente el antisemitismo se barría bajo la alfombra. No quedaba bien, no le convenía al partido gobernante (P.Colorado) porque tenía muchos votos judíos. Se expresaba con más tranquilidad en las iglesias los domingos, en el desfile de Corpus Christi, en la quema del “judas” la noche del 24 de diciembre, y en la época de la segunda guerra mundial y años siguientes las pintadas en los muros que decían “judíos a Palestina”.
    En los dos grandes partidos políticos había un sector más liberal y otro más nazi-facista. En el Partido Colorado, el sector terrista (del Dr. Gabriel Terra) era pro-nazi. Gracias a ellos los alemanes construyeron la represa de Rincón del Bonete, y con ese pretexto hicieron en esa zona (centro del país) un aeropuerto porque el plan de Hitler era desde allí conquistar Sudamérica para seguir hacia el Norte y conquistar Estados Unidos. Todos los políticos lo sabían pero no hicieron nada al respecto.
    En el Partido Nacional, el caudillo Luis Alberto de Herrera, al enterarse que la colectividad judía había hecho una “lista negra” de los comercios e industrias colaboradores con los nazis, empezó a salir fotografiado en toda la tapa de su diario abrazado cada día a otro de los que estaban en la lista negra.
    En pleno centro de la ciudad de Paysandú en épocas de la segunda guerra mundial, había en la avenida principal un club nazi con una gran bandera nazi a la vista de todo el mundo. Nadie prohibió, nadie objetó. Paysandú era la única ciudad fuera de Montevideo, que tenía una pequeña colectividad judía organizada.
    El gobierno uruguayo durante la guerra se declaró neutral, pero no permitía que entraran los judíos que escapaban del nazismo. Los pocos que pudieron bajar de los barcos fue con maniobras de los judíos comunistas de la institución Zhitlovsky, que los tenían escondidos en el local de su Banco Israelita, y les llevaban la comida que se les hacía en el Zhitlovsky.
    El Dr. Enrique Rodríguez Fabregat nos dijo personalmente una noche, que el gobierno le había dado la orden de votar en contra de la declaración de un país judío en Palestina, pero él a escondidas logró convencer a delegados latinoamericanos de la Comisión para lograr mayoría. Esa actitud le costó su carrera política porque el Partido Colorado nunca más le dio cargos.
    Quien está catalogado como el mejor presidente uruguayo de la historia, José Batlle y Ordóñez, tenía dos hijos, Lorenzo se dedicó a dirigir el fútbol, y César a dirigir el diario más importante, “El Día”, y desde allí hacía política. Se sabía que no permitía cerca de él que hubiera negros o judíos.
    No está escrito en ningún documento, pero existían las siguientes “leyes” que se cumplían a rajatablas: a) en la Marina, un judío no podía llegar más arriba que el grado de alférez. b) en el ejército un judío podía hacer toda la carrera y llegar a General, pero nunca se le daba tropa, solamente el sueldo y algún cargo de oficina. C) en el Banco República un negro podía ser portero, chofer o limpiador, pero nunca tener un cargo de administración. Esto fue quebrado en 1957 por “accidente”, cuando un amigo personal que era negro pero de color claro y usaba el pelo muy corto por lo que no se le notaban las motas, se presentó a concurso y como se estilaba, con una foto carnet en blanco y negro. Salvó el examen con las mejores notas (fue segundo o tercero en unos 500) y le dieron orden de presentarse. Cuando lo vieron entrar no sabían qué hacer, por lo que le hicieron la vida imposible hasta que él mismo decidió irse a Estados Unidos.
    En 1944 y 1945 yo ya estaba en la escuela primaria. Algunos de mis compañeros me hablaban que los Panzer iban a reventar a los Shermann, y que “ustedes” (nosotros) íbamos a morir todos. Aclaro que teníamos 6 y 7 años de edad, por lo que yo no tenía la más mínima idea de qué era “Panzer”, qué era “Shermann” y quiénes éramos los “nosotros” que moriríamos.
    En 1938 o 1939 un domingo íbamos en tranvía al Parque Rodó (en Montevideo). Mi padre me llevaba en brazos -yo era un bebé- y cuando en cierto momento mi padre le habló a mi madre en idish, apareció una mano con una navaja sevillana que le hizo un tajo en el cuello a mi padre, que según el médico que lo curó, por dos milímetros salvó su vida.
    Sintetizando, siempre hubo antisemitismo en Uruguay, a veces se escondía bajo la alfombra.

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