El 5 de enero de 1895, hace 130 años, al militar Alfred Dreyfus le informaron, en la ceremonia de su degradación, que era indigno de “llevar las armas en nombre del pueblo francés, por lo cual lo despojamos de sus filas”. Lo habían condenado al destierro por entregarles secretos militares al agregado alemán en París. Pero era inocente. Se supo cinco años después
Por Alberto Amato
Fue una escena de hondo dramatismo que no presagiaba el otro drama, el que iba a dejar al desnudo la cara oculta de Francia, la que traicionaba sus principios históricos de libertad, igualdad y fraternidad. A las ocho cuarenta y cinco de la helada mañana del sábado 5 de enero de 1895, hace ciento treinta años, un pequeño grupo de soldados atravesó una puerta de la École Militaire de París, que daba a la Plaza de Armas de la institución más prestigiosa del ejército francés, no muy lejana a la tumba de Napoleón Bonaparte, que se había formado allí cuando era un joven cadete.
En el centro de la formación marchaba un hombre, espada en mano y su pistola atada en cruz a la empuñadura. En medio del silencio, del inquieto piafar de los caballos sobre el adoquinado, los pasos del pequeño pelotón sonaron certeros hasta que llegaron al centro de la plaza. Allí, el general Paul Darrás desenvainó su propia, uno de los secretarios de la Corte leyó un veredicto y la voz de Darras, sin desmontar de su caballo, atronó la mañana: “Alfred Dreyfus es usted indigno de llevar las armas en nombre del pueblo francés, por lo cual lo despojamos de sus filas”. Enseguida se oyó la voz de Dreyfus: “¡Juro que soy inocente! ¡Viva Francia!”. Enseguida llegaron los gritos de quienes presenciaron la ceremonia: “¡Muera el traidor” ¡Mueran los judíos!”.
Dreyfus tenía razón: era inocente. El resto de quienes lo acusaban, o bien estaba equivocado, o bien adhería a una perversa infamia parida por el violento nacionalismo y antisemitismo que se abatían sobre Francia, y que pregonaba una prensa influyente como el diario La Libre Parole que dirigía Edouard Drumont, y que vendía doscientos mil ejemplares por día. Quienes pensaron que la dramática ceremonia de degradación del capitán Dreyfus ponía punto final a la ignominia de haber condenado a un inocente, se equivocaban. El caso Dreyfus no había hecho sino empezar. La verdad estuvo a punto de morir: acusado de espionaje, debió de ser fusilado si la Constitución francesa de 1848 no hubiese suprimido la pena de muerte por delitos políticos. Si Dreyfus hubiese caído bajo las balas del pelotón, la verdad hubiese muerto con él.
El complejo caso Dreyfus había empezado la mañana del 26 de septiembre de 1894, menos de cuatro meses antes de la dramática ceremonia en la École Militaire. Ese día, una empleada francesa de la embajada alemana en París, Madame Bastian cumplió con su verdadero trabajo. Era la encargada de limpieza de la embajada, contratada por los alemanes porque era analfabeta. Pero no era tonta: era una agente de la Sección Estadística del Estado Mayor francés, que era un eufemismo para nombrar al servicio de espionaje del ejército. Bastian se limitaba a entregar a sus mandantes todos los documentos que podía recoger de las cestas de papeles de los escritorios alemanes. Y lo que entregó esa mañana hizo que el jefe de gobierno, Charles Dupuy, convocara al ministro de Guerra, Auguste Mercier, y que encargara una investigación de urgencia al jefe de los servicios secretos, Jean Sandherr. Francia tenía un traidor que prometía entregar secretos militares al agregado militar alemán en París, Max von Schwarzkoppen.
La eterna inquina entre franceses y alemanes estaba agravada en esos años por el resultado de la guerra franco-prusiana, entre julio de 1870 y mayo de 1871, que había terminado con los prusianos triunfantes en París. La derrota había dado origen en Francia a las “comunas”, un gobierno revolucionario y popular que fue aplastado por los propios prusianos, asociados ahora con sus vencidos franceses: miles de parisinos murieron fusilados o asesinados en las calles, en especial en Montmartre. Prusianos, “comunards” (luego el sustantivo derivaría en comunistas) guerra perdida, caos económico, caída de Napoleón III como emperador y restauración de la República, habían provocado años de inestabilidad política y de recelo hacia Alemania que, además, había anexado a su imperio dos zonas del este francés, Alsacia y Lorena. La capital de Alsacia era Estrasburgo, la ciudad francesa donde funciona hoy la sede del Parlamento europeo.
El papel que había entregado Bastian era una carta partida en pedazos, reconstruida por los franceses, sin firma y sin membrete alguno, que pasó a conocerse como el “borderau”, y que revelaba que el misterioso espía había estado en contacto con varios departamentos del Ejército. En condición de establecer esos contactos había sólo una docena de oficiales, entre ellos Dreyfus, un oficial judío de treinta y cinco años.
Los encargados de la investigación hicieron todo al revés, que es lo que se acostumbre en estos casos. De entre los posibles candidatos a traidor, eligieron a Dreyfus: Sandherr, el jefe de los servicios secretos era un antisemita declarado, el comandante Joseph Henry, jefe de inteligencia, también. Al ministro Mercier le convenía la culpabilidad de Dreyfus porque la prensa derechista y antisemita le criticaba el haber permitido el ingreso al ejército de numerosos oficiales judíos. El 15 de octubre, Dreyfus fue arrestado sin que se le dieran los motivos. El castigo ejemplar que preparaban para el condenado de antemano, estaba destinado a levantar la moral de la fuerza tras la derrota frente a los prusianos.
Los años demostrarían luego que el verdadero espía era el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy, de origen húngaro. Y cuando esa verdad incontrastable salió a la luz, los altos jefes militares intentaron tapar, sin éxito, la magnitud de la chambonada que habían planeado, guiados por su antisemitismo, y el calvario que le habían obligado a padecer a Dreyfuss. El proceso del militar, un Consejo de Guerra, estuvo plagado de irregularidades y mentiras que incluyeron varios disparates trazados por expertos calígrafos. Por ejemplo, la letra del “bordereau” no coincidía con la de Dreyfus. Pero los calígrafos inventaron la teoría de la “auto falsificación”. Afirmaba que la letra de la carta no era de Dreyfus, pero que el capitán sí la había escrito, con caligrafía cambiada, para no ser descubierto si su mensaje era interceptado.
Los conspiradores vivían su propio drama: Dreyfus era un militar intachable, con una foja de servicios excelente; no tenía problemas económicos, era hijo de industriales textiles de Alsacia que, además, habían emigrado de allí cuando el triunfo prusiano. Dreyfuss no tenía móvil: ni político, ni económico. Ante el riesgo de que fuese liberado por falta de pruebas, el comandante Henry filtró parte del caso a la prensa que juzgó adecuada, derechista y antisemita, y empezó entonces una campaña gigantesca contra Dreyfus de la que sacó jugo el populismo: el acusado estaba condenado de antemano.
El 19 de diciembre un Consejo de Guerra se reunió para juzgar el caso y, el 22, seis jueces militares condenaron a Dreyfus por unanimidad y por traición a la patria a prisión perpetua, destitución de su grado, degradación militar y destierro perpetuo en “un recinto fortificado” lo que en buen romance implicaba una celda en la Isla del Diablo, a once kilómetros de las costas de la Guyana Francesa, en América del Sur. Ni siquiera esos jueces se salvaron de la ignominia. Previo a la condena recibieron por parte de los investigadores del Estado Mayor un “expediente secreto”, un acto de total ilegalidad, que no contenía ni más pruebas, ni más datos de la endeble y falsificada investigación oficial.
Ahora, en la mañana del 5 de enero, no era ni la justicia ni el poder político los que caían sobre el condenado. Eran sus camaradas de armas en la ceremonia más infamante a la que puede ser sometido un militar. Una hora y media antes de la ceremonia, Dreyfus había sido llevado desde su prisión a la École Militaire por un carro tirado por cuatro caballos, custodiado por una compañía de caballería. El condenado iba esposado. Para la ceremonia de la degradación cada batallón de la guarnición militar de París había enviado dos compañías para dar mayor pompa a la ceremonia.
No se había permitido el ingreso de público: sólo diplomáticos, invitados especiales y periodistas. Pero más de veinte mil parisinos siguieron la ceremonia desde las rejas de la École o desde los alejados tejados. Entre los periodistas, cubría la noticia el corresponsal en Francia del diario vienés Neue Freie Presse. Era Teodoro Herzl que, dos semanas antes había asistido a las tres sesiones del Consejo de Guerra. Herzl, considerado el padre del sionismo mundial.
Frente al general Darrás, a caballo y con el sable desenvainado, Dreyfus oyó su condena militar. Gritó su inocencia, vivó a su país y escuchó también los “Judas” y “muera el traidor”, que gritaban la multitud apiñada en las rejas. Dreyfus, los labios muy apretados, en un momento alzó los brazos y se dirigió a la tropa: “Soldados, niegan de sus filas a una persona inocente. Soldados, humillan la dignidad de una persona inocente. ¡Larga vida a Francia! ¡Viva el ejército!”. Después, un sargento mayor de la Guardia Republicana se acercó al condenado, rasgó de un tirón las cintas de sus quepís y de sus mangas, arrancó las rayas rojas cosidas a lo largo de sus pantalones, y arrojó todos los símbolos de su condición militar a sus pies. Por fin, tomó de las manos de Dreyfus su espada y con lentitud la partió sobre una de sus rodillas mientras el condenado gritaba: “¡Viva Francia! ¡Soy inocente! ¡Lo juro por mi esposa y mis hijos!”.
Como último acto de humillación, hicieron que Dreyfus caminara, sus ropas desgarradas, alrededor de la Plaza de Armas y entre las filas de soldados. Varios oficiales le gritaron “¡judío traidor” y Dreyfus les respondió: “¡Les prohíbo dañar mi honor!”. Cuando pasó frente a los periodistas rogó e intimó: “Informen a toda Francia que soy inocente”. Pero algunos periodistas, invitados especiales de los conspiradores, lo insultaron. En aquel escenario de tragedia operística, al escuchar los gritos tras las rejas, Dreyfus gritó: “Ustedes no tienen derecho a insultarme. ¡Viva Francia!”.
Herzl quedó impresionado por esas escenas y por el vigor con el que Dreyfus que gritaba su inocencia y vivaba a la Francia que lo humillaba. Diría luego que el ya famoso “caso Dreyfus” era la expresión de una enfermedad muy grave que carcomía a Francia. Pero para Dreyfus, en cambio, era el inicio de un largo calvario.
El 17 de enero fue enviado a la prisión de la Isla de Ré donde estuvo por un mes, con derecho a ver a su mujer dos veces por semana en una enorme sala, cada uno en un extremo de una igualmente larga mesa, con el director de la cárcel como testigo. El 21 de febrero partió hacia Guyana en el buque Ville-de-Saint-Nazare con el que llegó, después de una dura travesía, el 12 de marzo. Después de un mes en la Isla Real, el 14 de abril fue transferido a la Isla del Diablo: era el único habitante, junto a sus guardias. Lo metieron en una casilla de piedra de cuatro metros bajo unas condiciones de vida muy duras. El 6 de septiembre de 1896, ante el rumor de una eventual fuga, que por otra parte era imposible de concebir, lo colocaron en calidad de “doble encierro”, una tortura que lo obligaba a permanecer la mayor parte del día en la cama, con los tobillos y las muñecas amarradas.
La rehabilitación de Dreyfus llevaría años y es otra historia. A ella contribuyeron su familia, parte de la prensa no antisemita, la prensa de izquierda y antimilitarista, el gran escritor y periodista Emile Zola y la buena suerte. De nuevo, en nombre del azar, intervino madame Bastian. En marzo de 1896 encontró en la papelera de Von Schwarzkoppen una nueva nota entre el diplomático espía alemán y su contacto en el ejército francés: era el comandante Esterhazy. El jefe del espionaje francés era ahora el coronel Georges Picquart, que comparó la caligrafía con los viejos documentos para dar con el culpable. Esterhazy tenía incluso un móvil para vender secretos militares: estaba cercado por las deudas y se había visto envuelto en algunas estafas. Picquart habló con sus superiores sobre la necesidad de reveer el caso Dreyfus y juzgar al verdadero responsable. Le ordenaron olvidarlo todo, y luego lo trasladaron al norte de África. Antes de su viaje forzado, Picquart confió su secreto al periodista Bernard Lazare que editó en Bruselas el primer folleto favorable a preso de la Isla del Diablo.
Al mismo tiempo, el hermano de Dreyfus, Mathieu, llegó a interesar al presidente de Francia, Félix Fauré: así creció en Francia una campaña que hizo imprescindible la revisión del caso Dreyfus. Como la llevaba adelante la prensa de izquierda, la sociedad se partió en dos y se hizo más violenta la ola antisemita que sacudía a la opinión pública. El culpable Esterhazy llegó a ir a juicio, acusado de espionaje: fue absuelto. El 13 de enero de 1898, en vísperas del tercer aniversario de la degradación de Dreyfus. Emile Zola publicó en la portada del periódico L’Aurore un artículo de cuatro mil quinientas palabras, en forma de carta abierta dirigida al presidente Fauré. Llevaba un título que pasaría a la historia: “J’accuse” (¡Yo acuso!), en el que ponía en claro quiénes habían sido los responsables de aquella injusticia. Lo condenaron por difamación a un año de cárcel y a una multa de siete mil quinientos francos que pagó su amigo, el escritor Octave Mirbeau. Zola se exilió en Londres y regresó a París recién en 1899, cuando por fin se revisó el caso y hubo un nuevo juicio. En ese nuevo proceso, Dreyfus volvió a ser condenado, esta vez “con circunstancias atenuantes”. Rechazó de nuevo el fallo judicial hasta que, diez días después, agotado, con la salud quebrada por cuatro años de prisión en el infierno, aceptó el indulto del ahora presidente de Francia, Émile Loubet. El verdadero culpable, el comandante Esterhazy, ante la posibilidad de un nuevo juicio, huyó a Londres al amparo de sus fieles camaradas. Allí murió, el 21 de mayo de 1923.
En 1900 empezó el proceso de rehabilitación de Dreyfus que duraría siete años, hasta 1906. Fue reintegrado al ejército como jefe de Escuadrón, comandante, el 13 de julio de 1906, pero fue obligado a renunciar en 1907. Como oficial de reserva participó en la Primera Guerra Mundial en la retaguardia de París, como jefe de artilleros. Acabó su carrera militar como coronel.
Quien no pudo ver la rehabilitación de Dreyfus fue Emile Zola. Murió el 29 de septiembre de 1902 asfixiado por el humo de su chimenea, en un episodio que fue sospechado, nunca aclarado, de un asesinato. Su mujer, Alexandrine, se salvó por milagro. En su funeral, el 5 de octubre y ante una multitud, Anatole France recordó su lucha por la justicia y la verdad: “Envidiémosle, honró a su patria y al mundo con una obra inmensa y un gran acto. Envidiémosle. Erigido sobre el cúmulo de ultrajes que la estupidez, la ignorancia y la maldad hayan jamás provocado. Su gloria alcanza una altura inaccesible. Envidiémosle, su destino y su corazón le concedieron la mayor recompensa: ha sido un momento de la conciencia humana”.
La división que el caso Dreyfus había provocado en la sociedad francesa no cedió siquiera con el descubrimiento de la verdad y la reivindicación del castigado militar. El 4 de junio de 1908, los restos de Zola fueron trasladados al Pantheon de París, donde descansan los grandes de Francia. Entre los invitados a la ceremonia estaba Alfred Dreyfus. Fue entonces cuando el periodista antisemita Louis Anthelme Grégori le disparó dos veces, lo hirió de levedad en un brazo, en un intento por perturbar la “ceremonia destinada a dos traidores”. Grégori era la mano derecha de Edouard Drumont, director de La Libre Parole, que había sido un puntal en la campaña de difamación contra Dreyfus y en la falsa acusación de espionaje ideada por el ejército.
El drama Dreyfus no se apagó incluso en años muy recientes. En 1985, Jack Lang, ministro de Cultura del presidente Francois Mitterrand, encargó una estatua del capitán Alfred Dreyfus para que fuese emplazada en el patio de la École Militaire, el mismo sitio donde había sido humillado y degradado noventa años antes, en 1895. Una vez esculpida, la estatua no pudo instalarse donde estaba pensado: el ejército rechazó el tamaño con la excusa de que “no sería visible para el gran público” si se la ubicaba en la Plaza de Armas, así que fue a parar a un rincón de los jardines de las Tullerías.
La verdad del caso Dreyfus, terminó escondida entre el follaje.
Como escribió Antonio Muñoz Molina a propósito del este acontecimiento muy bien relatado el en la película “El general y el espía”. Los mismos sectores políticos y sociales volvieron luego con la derrota de Francia, en el gobierno de Petain. Y ahora vuelven otra vez, la misma canalla reaccionaria en todo el mundo. De una punta a la otra del globo, lo más bajo, lo más ruin, lo más reaccionario que nos asolara el los años 30, está de regreso.
Felicito al Periodista Alberto Amato por su extensa publicación sobre ” el caso Dreyfus “, arroja Luz para quienes como yo no hemos sabido la realidad de la ignominia y la falsa acusación gacias al gobierno y periodistas antisemitas franceces de la época, como muchas veces, es un Judío al que le cargan las culpas, con un juicio armado y una condena resuelta de antemano, pero la verdad siempre o casi siempre sale a la luz, y hoy gracias a la divulgación del buen periodismo, pudimos saber del honor y valor del militar acusado injustamente y reivindicado para la eternidad
Cuando parecía que los fascistas españoles no pudieran llegar más lejos, lograron reponerse del varapalo de no haberse ido con más recompensas en cuanto a extender su locura o psicopatía en España, y hasta se superaron recientemente, esta vez con unos disparates más sofisticados, sin violaciones ni ceremonias de sacrificios de niños. Para los atentados terroristas yihadistas del 11-M del 2004 en Madrid, estos de la derechona y fascistas españoles se organizaron más a lo grande, una vez más insinuando, sin terminar del todo de afirmar o dejando en el aire las evidentes, según ellos, tramas para la investigación. En lugar de yihadistas suicidas de Al-Qaeda, esta vez sería una conspiración de judeo-masones en la que contaron con la colaboración de sus lacayos comunistas, terroristas vascos de ETA, separatistas, etc. También aportaban como pruebas indiscutibles el registro de una llamada telefónica tras el atentado, que a saber qué policía fascista perturbado se la proporcionó, entre el dirigente socialista José Blanco y la jueza antiterrorista francesa Le Vert, porque estaba casada con un importante masón de Francia, además de porque las tradicionales chapuzas de los policías e investigadores españoles eran la marca evidente de la ya habitual conspiración judeo-masónica con sus lacayos que infiltran entre los funcionarios y fuerzas de seguridad del estado, es decir, los pocos policías y funcionarios que no les siguen la corriente a estos fascistas españoles encima son los chapuceros y además trabajan con los enemigos ocultos de siempre que conspiran contra España. Con la locura que extendieron entre la chusma española, los de la derechona y fascistas españoles llevaron al suicidio a la esposa del Comisario de Policía donde ocurrieron los atentados, porque este no les siguió la corriente, o también la portavoz de las víctimas del atentado, Pilar Manjón, fue uno de sus principales blancos, también porque no les seguía la corriente o, simplemente, porque había militado en el sindicato comunista Comisiones Obreras, convirtiendo a las víctimas del terrorismo yihadista en una especie de parias por ejemplo cuando iban a eventos y concentraciones junto a las ya consolidadas asociaciones de víctimas del terrorismo de la banda separatista vasca ETA.
Y eso que estas costumbres se pueden remontar a la Edad Media con los pogromos contra los judíos, o tras su expulsión en 1492 continuaron con la Santa Inquisición Española, una vez vieron que quemar a las brujas les hacía perder audiencia, torturando y quemando vivos a los judíos españoles o falsos conversos. En Europa ocurría igual, pero cuando los europeos parecía que ya se estaban civilizando, volvieron a lo suyo, primero con los pogromos ocurridos en Europa del Este, en los que la turba histérica asesinaba en público a los judíos, sobre todo a partir de 1902 tras la publicación del libelo antisemita «Los protocolos de los sabios de Sion«, una invención, pero que sigue siendo un libro de cabecera de muchos fascistas y neonazis, al igual que en los países islámicos, en los que con frecuencia es citado por líderes de gobiernos y de organizaciones terroristas contra Israel y los países occidentales, lo enseñan en los colegios o hasta en 2002 la televisión estatal de Egipto transmitió una miniserie basada en los Protocolos. De esa época, muy conocido es el caso Dreyfus en Francia, escándalo que se alargó desde 1894 a 1906, acusado falsamente únicamente por ser judío, pero aun con Dreyfus ya declarado inocente los fascistas franceses se hicieron más fuertes y bien pudo ser el hecho que despertó el antisemitismo más virulento que hasta entonces no se manifestaba o permanecía latente en Europa. Menos conocido, también en Francia, es el Fraude de Taxil, entre 1885 y 1897, un supuesto ex-masón acusó de todos los males tradicionales a la masonería, los fascistas y católicos franceses picaron el anzuelo, como era de esperar, hasta que el propio acusador destapó que todo había sido un fraude, tras lo cual tuvo que ser protegido, probablemente este escándalo es tan poco conocido porque estafó hasta al Papa, cuando los católicos creen en la infalibilidad papal, o incluso hoy día muchos fascistas siguen creyendo que a Leo Taxil le coaccionaron los masones para que dijera que era un engaño y siguen divulgando los bulos que describió.
Otros traidores, cuando no son judíos, parece que no se les mide con la misma vara, o no se conocen, como son los casos de los militares o diplomáticos alemanes que aparecen en el ensayo “Las aberraciones sexuales de la Alemania nazi“, ensayo que fue publicado en español al poco de acabar la Segunda Guerra Mundial, publicado en Francia por los republicanos españoles en el exilio, y que describe al régimen nazi centrado en satisfacer sus pulsiones sexuales, sin mirar otra cosa que no fuese romper con los aspectos más tradicionales u ortodoxos, o acabar con las costumbres consideradas mentalmente sanas en el sexo, al menos en aquellos años todavía muy puritanos. El ensayo del conocido anarquista judío Eugen Relgis es una evidente crítica al nazismo y al fascismo, centrado en la homosexualidad de los nazis, o antes también de soldados y militares alemanes. Este texto comunista o anarquista reiteradamente crítica la base homosexual del nazismo con un tono evidentemente homófobo, tono propio o comúnmente aceptado en el año de publicación, todavía muy reciente la derrota de la Alemania nazi, y eso que a los fascistas y nazis españoles también les ha dado por la homofobia, en España es impensable que pueda ocurrir algo parecido a lo que ocurre en los actuales grandes partidos ultraderechistas de Europa occidental, donde todos apoyan a los gays y lesbianas que sean fascistas o tienen destacados líderes homosexuales y lesbianas, como lo fueron los máximos dirigentes del partido ultraderechista holandés, Pim Fortuyn, y del austriaco, Jorg Haider.
Este ensayo o trabajo de investigación menciona la homosexualidad de políticos claves alemanes como la causa de las dos guerras mundiales que comenzó Alemania, provocadas por Von Eulenburg y Von Holstein, por su morbo homosexual por excitarse sexualmente con los machos violentos, que se ven mucho más y en más número con las guerras, sin dejar de mencionar al famoso jefe de las SA o de las camisas pardas, Ernst Röhm, un más que conocido homosexual, presumía en público de su condición sexual. También los homosexuales alemanes se unían al partido nazi para escapar de una ley penal vigente en la Alemania nazi que perseguía a los homosexuales, porque siendo nazis se libraban de ser castigados. Los nazis luchaban ferozmente, sobre todo al principio, aparte de por las drogas como la anfetamina de la marca Pervitin, por la homosexualidad de muchos soldados, ya que luchaban o por salvar la vida de su amado compañero o por vengar su muerte. En las democracias de la España actual especialmente los comunistas parecen haberse apropiado de todo lo referente a la defensa de los derechos de gays y lesbianas, y puede que sean aún más insistentes que otros comunistas por la ferviente o extraña oposición de la derecha y ultraderecha española contra los gays y lesbianas, o contra todo lo que no sea su sistema sexual casto y tradicional. España es un país que continúa con la costumbre de insistir en la homofobia, son el colectivo que encabeza las estadísticas de violencia por odio en España, y que no hacen si no aumentar año tras año aun siendo actos tan fuera de lugar en los tiempos que corren, y eso que según una reciente encuesta España es el segundo país con más homosexuales, o que voluntariamente lo admitan, con un 14% de los españoles que declaran ser gays, lesbianas o bisexuales, esto según los que han contestado la encuesta, aun debe haber muchos más que lo ocultan, sobre todo con el percal que ven a su alrededor todos los días.
Aparte, en el texto de Eugen Relgis se menciona la homosexualidad de los nazis de un subtipo que es provocado por la extrema misoginia de esta ideología absurda, a su vez copia de culturas muy militaristas y violentas como la de los pederastas espartanos de la antigua Grecia, también muy misóginos y que despreciaban a las mujeres, tanto que en el amor y en el sexo preferían a hombres o a niños. Para la educación de los imberbes alemanes nazis más heterosexuales, en la revista republicana aparecen una especie de textos para educar a los escolares nazis, que les servían de referencia para el sexo, por ejemplo una ceremonia sexual nazi consistía en que una joven le tira un pedrusco a la cabeza al imberbe o futuro criminal nazi, para indicarle que quiere mantener una relación sexual, a continuación deben comenzar un juego del pilla-pìlla por el bosque, hasta que, de repente, por algún motivo desconocido, el imberbe futuro criminal nazi penetra a la joven con violencia, un sexo más parecido al sadomasoquismo, más que seguramente copiado de lo que inculca «el Profeta», el filósofo Nietzsche, que es siempre hacer el locuelo como norma, mientras la joven, que de repente se había transformado de salvaje a sumisa, permanecía quieta dejándose hacer.
No deja de ser sorprendente que un texto de 1.949 se prodiga en unos conocimientos que se consideran muy modernos, al margen del tono general muy homófobo no muy actual, con influencias del psicoanáĺisis freudiano.