Deja que mi enseñanza caiga como lluvia – La Parashá de la Semana

11 octubre, 2019 ,

Parashat Haazinu / Rabino Jonathan Sacks

En el glorioso canto con el que se dirige a la congregación, Moshé invita al pueblo a pensar la Torá – el pacto con Dios – como si fuera la lluvia que riega la tierra para que dé sus frutos.

Que mi enseñanza caiga como lluvia

Mis palabras desciendan como rocío,

Como agua caída sobre césped nuevo,

Como abundante lluvia sobre tiernas plantas.

Deuteronomio 32: 2

La palabra de Dios es como lluvia sobre tierra seca. Lleva vida. Hace que todo crezca. Hay mucho que podemos hacer por nuestra propia cuenta: podemos arar la tierra y sembrar semillas. Pero en última instancia el éxito depende de algo que está más allá de nuestro control. Si no cae la lluvia, no habrá cosecha, cualquiera sea la preparación que hagamos. Así es con Israel. Nunca debemos caer en la tentación de la soberbia y afirmar: “Mi poder y la fortaleza de mis manos han producido esta riqueza para mí.” (Deuteronomio 8:17)

Los sabios, sin embargo, percibieron que había algo más en esa analogía. Así es como lo plantea Sifrei (el compendio de comentarios sobre Números y Deuteronomio que data de la época mishnaica):

Que mi enseñanza caiga como lluvia: así como la lluvia es una sola cosa, pero al caer sobre árboles, permite que cada uno de ellos produzca su fruto sabroso según el que sea – la vid a su manera, el olivo a la suya, así como la palmera datilera – así es una sola la Torá, pero sus palabras producen las Escrituras, la Mishná, las leyes y la sabiduría popular. Como lluvia sobre pasto nuevo: así como el agua cae sobre las plantas y las hace crecer, algunas verdes, otras rojas, otras blancas, otras negras, así las palabras de la Torá producen maestros, seres valiosos, sabios, personas rectas y hombres piadosos.

Sifrei, Haazinu 306. (1)

Hay una sola Torá pero produce múltiples efectos. Genera distintos tipos de enseñanzas, distintos tipos de virtud. La Torá es a veces considerada por sus críticos como demasiada prescriptiva, como si quisiera igualar a todos. El Midrash opina lo contrario. La Torá se compara con la lluvia precisamente para enfatizar que su efecto más importante es hacer que cada uno de nosotros crezca en lo que podamos ser. No somos todos iguales, y tampoco la Torá pretende la uniformidad. Como lo señala un famoso dicho de la Mishná, “Cuando el ser humano produce monedas del mismo cuño, salen todas iguales. Dios hace a todos a la misma imagen – la Suya – sin embargo ningún ser es igual a otro.” (Mishná Sanedrín 4: 5)

El énfasis en la diferencia es un tema recurrente en el judaísmo. Por ejemplo, cuando Moshé pide a Dios que nombre a su sucesor, utiliza una frase inusual: “Que el Señor, Dios de los espíritus de toda la humanidad, nombre una persona por sobre la comunidad” (Números 27:16) Al respecto, Rashi comenta:

¿A qué se debe esta expresión (“Dios de los espíritus de toda la humanidad”)? Moshé dijo: Señor del universo, Tú conoces el carácter de cada individuo, y que no hay dos personas iguales. Por lo tanto, nombra a un líder para ellos que considere a cada persona según su disposición.

Uno de los requerimientos fundamentales de un líder en el judaísmo es que sea capaz de respetar las diferencias entre los seres humanos. Este es un punto enfatizado por Maimónides en su Guía de los Perplejos:

El hombre es, como sabes, la forma más elevada de la creación, y por lo tanto el que tiene la mayor cantidad de elementos constitutivos. Es el motivo por el cual la raza humana contiene una variedad tan grande de individuos que no podemos hallar dos personas exactamente iguales ni en cualidad moral ni en apariencia externa… La gran variedad y la necesidad de la vida social son elementos esenciales de la naturaleza humana. Pero el bienestar de la sociedad requiere que haya un líder capaz de regular las acciones del hombre. Debe completar cada limitación, remover todo exceso y prescribir la conducta para todos, de tal forma que la variedad natural se equilibre por la uniformidad de la legislación, para que el orden social quede bien establecido.

Maimónides, Guía de los Perplejos, II:40. (2)

El problema político como lo ve Maimónides es cómo regular los asuntos de los seres humanos de tal forma que se respete su individualidad sin generar el caos. Un punto parecido aparece en una sorprendente enseñanza rabínica: “Nuestros rabinos enseñaron: si alguien ve una muchedumbre de israelitas, dice: Bendito sea Él que discierne los secretos – porque la mente de cada uno es distinta a la otra, así como la cara de cada uno es distinta a la otra.” (Berajot 58a)

Podríamos suponer que la bendición a una multitud enfatice la cantidad, la masa de seres humanos en lo colectivo. (3) Una muchedumbre es lo suficientemente grande como para que se pierda la individualidad de las caras. Pero la bendición hace énfasis en lo opuesto – en que cada miembro de la multitud es un individuo con pensamientos propios, esperanzas, temores y aspiraciones.

Lo mismo ocurre en las relaciones entre los sabios. Un Midrash señala:

Cuando murió R. Meir cesaron los escritores de fábulas. Cuando murió Ben Azzai los estudiantes asiduos dejaron de ir. Cuando murió Ben Zomá cesaron los docentes. Cuando murió R. Akiva cesó la gloria de la Torá. Cuando murió R. Janina cesaron los hombres de acción. Cuando Murió R. Iose Ketanta, cesaron los piadosos. Cuando murió R. Iojanán ben Zakai, cesó el brillo de la sabiduría… Cuando murió Rabi, cesaron la humildad y el temor al pecado. (Mishná Sotá 9:15)

Mishná Sotá 9:15

No había un solo molde para el sabio. Cada uno tenía sus propios méritos, su particular contribución a la herencia colectiva. A este respecto, los sabios simplemente continuaron la tradición de la misma Torá. No hay un solo modelo de los héroes y heroínas del Tanaj. Los patriarcas y las matriarcas tenían cada uno su propio carácter inconfundible. Moshé, Aarón y Miriam emergen con distintos tipos de personalidad. Los reyes, sacerdotes, y profetas tenían diferentes roles a cumplir en la sociedad israelita. Aún entre los profetas, “no hubo dos profecías que tuvieran el mismo estilo” dicen los sabios (Sanedrín 89a). Elijah era ferviente, Oseas hablaba de amor, Amos, de justicia, las visiones de Isaías eran más simples y menos veladas que las de Ezequiel.

Lo mismo es aplicable aun para la revelación en el Sinaí. Cada individuo oyó en las mismas palabras, una inflexión distinta:

La voz del Señor contiene poder (Salmos 29:4) es decir, transmite de acuerdo al individuo, sea joven, anciano o los muy pequeños, cada uno según su poder (de comprensión). Dios le dijo a Israel, “No creas que hay muchos dioses en el cielo porque has oído muchas voces. Debes saber que solo Yo soy el Señor, tu Dios.”

Éxodo Rabá 29:1 (4)

Según Maharsha, hay 600.000 interpretaciones de la Torá. Cada individuo es teóricamente capaz de una única percepción de su significado. El filósofo francés Emmanuel Levinas comentó:

La Revelación tiene una forma particular de producir significado, que se conecta con lo particular en mí. Es como si una multiplicidad de personas… fuera condición para la plenitud de la “verdad absoluta”, como si cada persona, en virtud de su propia singularidad fuera capaz de garantizar la revelación de un particular aspecto de la verdad, de tal forma que algunas de sus facetas nunca se hubieran revelado si determinados individuos hubieran estado ausentes de la humanidad.

Emmanuel Levinas, “Revelation in the Jewish Tradition” (5)

El judaísmo, en síntesis, hace énfasis en la otra cara de maxim E pluribus unum (“De los muchos, uno”). Dice, “Del Único, muchos.”

El milagro de la creación es esa unidad en el cielo que produce diversidad en la tierra. La Torá es la lluvia que alimenta esa diversidad, permitiendo que cada uno de nosotros se transforme en lo que podemos ser.


Fuentes

  1. Sifrei, Haazinu 306.
  2. Maimónides, Guía de los Perplejos, II:40.
  3. Ver Elías Canetti, Crowds and Powerd [Muchedumbres y Poder] (Harmondsworth: Penguien, 1973).
  4. Éxodo Rabá 29:1.
  5. Emmanuel Levinas, “Revelation in the Jewish Tradition” [Revelación en la Tradición Judía] en The Levinas Reader, ed. Sean Hand (Oxford: Wiley-Blackwell, 2001), 190-210.
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