Cataluña: ¿Tierra de judías?

Imagen panorámica de la ciudad de Barcelona.

Nuestra ubicación en el mapa, nuestra historia, resulta indispensable para explicarnos como sujetos políticos, agentes de cambio y judías. Dice Chandra Talpade Mohanty, que necesitamos entender cómo un lugar en el mapa es también un lugar en la historia dónde como feministas  somos creadas y tratamos de crear, no desde un continente, un país o casa, sino con la geografía cercana al cuerpo. Recordar nuestro lugar de enunciación, entender la manera en que vivimos, la manera en que estamos sujetas a unas relaciones de poder y estructuras sociales de dominación, nos permite crear alternativas para deconstruirnos y resignificarnos. Desvelar la mecánica del poder patriarcal significa también, poder huir de la neutralidad y universalidad de las narrativas construidas desde el conocimiento científico occidental, entendiendo que nuestras creaciones discursivas y perspectivas del mundo son pura geopolítica. La geopolítica de nuestros cuerpos.

En este momento de la historia, en este lugar del mapa Cataluña,  trazar esta geografía significa recordarnos que la organización, la movilización, la sublevación, la resistencia, son cuestiones que no nos deberían resultar ajenas a nuestras historias judías. Significa también reconocernos colectivamente como judías en esta tierra, reivindicar su herencia judía y seguir trabajando por hacerla visible en nuestra sociedad.

Y así, cansada de ver cómo nuestras historias se han vendido al mundo judío y lo invisibles que somos en nuestra propia tierra, me repito a mi misma que es un imperativo contar nuestras historias diaspóricas, de opresión y transgresión para contribuir a una reflexión en dónde como judíos somos casi inexistentes, aún más como judías catalanas. En tierras donde “Shomer”, guardar, y “Zajor”, recordar, no solo nos devuelve el Kavod, la dignidad de resistir como judías, sino la libertad de “bailar al ritmo de nuestro propio son”.

El 30 de setiembre del 2017 era Yom Kippur. Aquel día, algunas de nosotras cortábamos el ayuno con un nerviosismo inusual sabiendo que al día siguiente teníamos una cita histórica. Dentro de la comunidad hablar de “la independencia” se había convertido en un tema inabordable de forma colectiva. Era un supuesto principio de respeto mutuo y convivencia frente a pluralidad que forma nuestra comunidad, nos decíamos. No recuerdo haberlo hablado con nadie, ni tan siquiera insinuar que al día siguiente tenía intención de participar en el Referéndum.

Unas horas antes, al son de las Selijot, no podía evitar pensar que ya había miles de personas ocupando colegios electorales por todo el territorio. Otra vez esos sentimientos sobre lo aparentemente irreconciliable entre lo judío y lo político, me invadían. Concéntrate, pensé, o te redimes o piensas en la revolución. Irónico verdad. De las pocas certezas con las que crecí sobre el judaísmo, mirando la pared de recuerdos en casa de mi madre, es que al lado de las fotografías de la familia, se encontraban Frida Kahlo, Rosa Luxemburg, Freud, Zapata y el subcomandante Marcos. Para mí lo judío siempre había sido político.

Qué hubiera dicho nuestra icónica anarquista Emma Goldman ante mi dilema interior. Ya a principios de siglo pasado, Emma, era conocida por organizar eventos durante las altas fiestas como picnics de Yom Kippur para libres pensadoras y radicales, un claro ejemplo feminista y reivindicativo de la íntima relación entre la tradición judía y lo que podría concebirse como una  concepción clásica de lo político. Y es que sí lo personal es político, lo judío es irremediablemente político. El cómo aprendamos a deconstruir el muro social impuesto en dónde nuestra judeidad se expresa solo en el ámbito doméstico, comunitario o entre nuestros círculos judíos, depende la resignificación de la geopolítica de nuestros cuerpos, y consecuentemente, la sostenibilidad de nuestras comunidades en esta tierra.

Parece imprescindible entonces contar y visibilizar, que el 11 de Tishrei del 5778 más conocido como 1 de octubre,  muchas de las que nos encontrábamos ayunando el día anterior, fuimos a votar. Entre nosotras hubo aquellas que, entre asambleas de vecinas, de Comités de Defensa del Referéndum y grupos de Signal y Telegram, llevaban meses movilizadas para hacer posible ese día. Hubo otras que con familias enteras y sacos de dormir en mano, ocuparon colegios todo el fin de semana para asegurar la apertura para el referéndum.

También hubo aquellas que escondieron urnas  electorales durante semanas, las que estuvieron en las mesas, las informáticas que libraron una guerra cibernética en contra de los ataques que desarticulaban la posibilidad del voto telemático, aquellas que contrabandeaban papeletas electorales y aquellas abuelas que suministraron los bocadillos que supieron a gloria. Hubo las que llevaban toda una vida esperando votar, y las que aunque aun no tenían la edad para hacerlo estuvieron presentes.

Hubo las que fueron aplaudidas por votar sí y las aplaudidas por votar no. También hubo las que no votaron, las que sin papeles con rabia e impotencia no pudieron votar. Las que nunca quisieron votar. Hubo las que tuvimos más suerte y solo vimos el rastro de los golpes y vejaciones de aquellas que llegaban a votar después de haber pasado por  los colegios donde había entrado la policía nacional. Hubo las que aguantaron hasta el final viendo como apaleaban a menores, mayores y a ellas mismas.

El 11 de Tishrei del 5778 fue el día  en que votamos 2.286.217 personas, entre ellas algunas de las judías que ayunábamos el día anterior. También fue el día en que hubo 1.066 heridas y que marcaría el posterior exilio de políticas y artistas, la prisión de líderes independentistas y la imputación de decenas de ciudadanas.

Votar se convirtió una acto de desobediencia civil, la única alternativa de resistencia pacífica ante lo que consideramos la culminación y la máxima expresión de la caducidad y toxicidad del régimen del 1978 en España.  La respuesta a un gobierno cuyo único recurso fue abogar por el no al diálogo y el uso de la violencia directa con un total de 87 millones de euros invertidos en descargas policiales por parte de la policía nacional y guardia civil, bajo la llamada “operación Copérnico”. El 1 de octubre significó aprender a golpes que la cultura de la obediencia es el problema y que la construcción de una cultura de paz se crea con una constante movilización desde la base.

Como dice Hanna Arendt “Si la historia enseña algo sobre las causas de la revolución, es que las revoluciones van precedidas de una desintegración de los sistemas políticos, que el síntoma revelador de la desintegración es una progresiva erosión de la autoridad gubernamental y que esta erosión es causada por la incapacidad del gobierno para funcionar adecuadamente, de donde brotan las duda de las ciudadanos acerca de su legitimidad.”

Y aunque la situación revolucionaria no conlleva un cambio inmediato de estatus político, en nuestro caso creó un cambio de consciencia colectiva mucho más transgresora y emancipadora. También supuso entender que necesitábamos un proceso de resiliencia colectiva después de lo sucedido. Pero por encima de todo, que no debíamos dejar que ese 1 de octubre se convirtiera en el  hecho traumático que alimentara y fortaleciera un sentimiento nacionalista. Ahora tocaba luchar por la libertad.

Ha pasado un poco más de un año y dos meses desde aquel día,  y poco a poco he comprendido  que la lucha por la libertad, no es solo una lucha por la libertad de las presas políticas, el retorno de las exiliadas y la lucha en contra un régimen opresor. La lucha por la libertad para nosotras también comporta comprender que para no caer en la constante invisibilización, necesitamos aprender hacer un ejercicio político constante de colectivización  de nuestra judeidad. Hacer oír nuestras voces y estar presentes en el espacio público no como un único colectivo, sino desde nuestras diferencias, también como judías catalanas.

Cabe decir, que no hay un movimiento soberanista que nos represente a todas, sino una multiplicidad de colectivos y movimientos que lo forman, lo recrean,  lo cuestionan y del que  algunas judías somos parte.

La clave, es entonces, construir alternativas fuera de un lenguaje de la represión, el control sexual y racial justificado, en donde el poder masculino se expresa y se ejerce con total impunidad. Alternativas que nos permitan seguir luchando por la libertad de las presas y de las exiliadas y en contra la tendencia global fascista y xenófoba que va inundando de norte a sur, las calles y la esfera política de nuestras ciudades. El éxito de nuestra lucha  por la libertad, entonces,  dependerá en gran medida de nuestra capacidad de  movilización y organización feminista en dónde las minorías se conviertan en el epicentro.

Nira Yuval-Davis, socióloga judía israelí, desde su visión feminista, socialista, antirracista,  nos da una propuesta. En el prólogo  del libro Terra de Ningú, perspectives feministes sobre la independència, en Cataluña, Nira nos  habla sobre la política transversal. Una política en donde todas aquellas que participamos no nos vemos como representantes, sino como defensoras y miembros de distintas colectividades y categorías sociales. Una política que nos permita organizarnos sin abandonar o invisibilizar nuestra ubicación social, nuestra identidad .

Es así, no desde un continente, un país o casa, sino con la memoria cercana al cuerpo, desde donde recuerdo cada día que no hay libertad sin Tikkun Olam, justicia Social. Que formar alianzas con otras minorías será la fortaleza para que nuestra participación sea determinante contra la lucha fascista y el camino hacía la libertad.

Y es que como dijo Emma Goldman, sí como judía no puedo bailar a mi propio son,  no quiero ser parte de tu revolución.

Camila Malkah Piastro

Internacionalista especializada en estudios de Paz y género. Activista en Salam Shalom Barcelona y colaboradora en Mozaika.

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