El ministro de Exteriores, Yair Lapid, y el primer ministro, Naftali Bennett, Foto: Emmanuel Dunand/ vía REUTERS

Elías Farache S

Israel vive momentos de transición.  Hay un nuevo gobierno luego de casi trece años de dominio del Likud y Benjamín Netanyahu. Eso generó necesariamente una serie de usos y costumbres en el aparato burocrático que resulta difícil de desmantelar en poco tiempo y debe atentar contra la eficiencia del ejecutivo.  No es nada raro en las democracias, ni ajeno a Israel. Ya en 1977, Menajem Begin y su partido enfrentaron una circunstancia parecida, cuando desbancaron a los laboristas que tenían treinta años gobernando.

El nuevo ejecutivo de Israel bate un record en cuanto a diversidad en su composición. Izquierdas y derechas se dan la mano, sin comprometer sus ideas básicas. El pacto parece ser no tocar temas en los cuales tengan divergencias. Eso significa un gobierno de muchas cabezas y muy pocas manos. Todos temen que un enfrentamiento tumbe la coalición desde adentro y resulte en el regreso de un Netanyahu repotenciado.

El nuevo gobierno tiene, de parte de algunas de sus facciones, un enfrentamiento con los sectores ultra ortodoxos, los mismos que constituyeron por un muy buen tiempo la alianza necesaria para que el Likud fuera gobierno. Es un tema delicado, pues se atenta contra el status quo y ello genera suspicacias respecto al carácter judío del estado y la preservación de ciertos parámetros de conducta religiosa colectiva.

El manejo de la pandemia, con las nuevas variantes y un esquema de mayor movilidad para los ciudadanos, evitando los desagradables confinamientos, no ha sido del todo exitoso. Es normal. Estamos frente a un fenómeno que no tiene historia, con escasa experiencia y demasiadas expectativas. La oposición de turno le hace al gobierno lo que le hicieron sus rivales de turno en las posiciones antes detentadas: la vida de cuadritos.

Todo lo anterior, y muchas otras situaciones de enfrentamiento, ocurren adentro de Israel. Los debates en el parlamento son insufribles. Groseros en extremo, sin respeto alguno por las personas ni por la institucionalidad de sus cargos. Algo lamentable, que termina permeando a la población en general y crea un clima de convivencia con agresividad.

Afuera de Israel, las cosas son como siempre. Desde el Líbano, las huestes de Hezbollah amenazan con generar un conflicto a gran escala. Algo que muchos quieren evitar. Irán, siempre Irán, amenaza, amaga y ataca. Ahora es la novedosa agresión a barcos de bandera israelí. Una marca de helados se une a la campaña del BDS, y aplica un boicot a la Margen Occidental dejando fríos muchos, y calientes a otros. 

Cuando hay un cambio de gobierno en Israel sucede siempre lo mismo afuera. Unos creen que el nuevo gobierno será radicalmente distinto al anterior y hará cosas distintas. Otros, se disponen a retarlo y chequear que tan decidido está, o hasta donde se puede presionar. Unos y otros desconocen que, en el caso de Israel, existen acciones y reacciones que no dependen de la composición del gobierno, ni de las agendas internas de los partidos y sus líderes. El mar Mediterráneo está a espaldas de todos, y no discrimina ningún tipo de afiliación.

El primer ministro Naftalí Bennet y el arquitecto de la coalición, Yair Lapid, no tienen mucho margen de maniobra respecto a los enemigos que Israel enfrenta. Es una cuestión solo de forma, de tiempos más o menos rápidos… pero siempre rápidos. No importa cual sea la coalición de gobierno, no importa si son los republicanos o los demócratas en la Casa Blanca, Israel ha de actuar en función de su supervivencia. Eso lo saben los de adentro, se entiendan o no entre sí.

Afuera, muchos ven las cosas de manera equivocada. Se confunden por lo que ocurre adentro, por el objetivo de querer hacer daño al estado judío. Adentro, aun enfrentados sin cuartel, todos saben que hacer en lo momentos precisos. Esperemos que no se llegue a un momento preciso, por el bien de todos.

Afuera se equivocan. Los de adentro se protegen.

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