Walter Benjamin – La demente politización del arte

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Walter Benjamin

Joseph Hodara
Filósofos e historiadores como Spengler o Toynbee ensayaron retratar el nacimiento, ascenso y decadencia de las culturas, un  ejercicio que se antoja a menudo abstracto y apenas comprensible. Circunstancia absolutamente diferente en el caso de un escritor que, en el trajinar de sus días, ilustró en vida y con la muerte el nacimiento y cierre de no pocas ilusiones. Se trata de Walter Benjamin, un judío alemán que experimentó tanto las alturas como la fealdad de la cultura occidental europea en la primera mitad del siglo XX. Injusto olvidarlo.
Nació con un largo nombre -Walter Bendix Schonflies Benjamin- en Berlín en 1892, y morirá por propia mano cuando, arrinconado en la frontera francesa-española, no pudo eludir ni a los nazis ni al fascismo franquista. Su infancia fue razonablemente feliz en el marco de una familia burguesa que compartía las más altas ilusiones del siglo XX europeo. Un padre banquero y un tío -William Stern- que inventó el IQ como coeficiente de inteligencia le obsequiaron una infancia relativamente tranquila. Maestros particulares le ofrecieron la instrucción primaria. Y más tarde, en Freiburg y en Berlín cursó estudios universitarios que culminó con alta distinción. En estos marcos descubrió a Goethe, a Proust y a Baudelaire, motivos permanentes en su obra. Gracias a ellos – y a través de sus discretas experiencias con el hashish-  Benjamín ensayó explorar mundos dispares: el misticismo cabalista, la dialéctica marxista, y la resistencia a cualquier propensión totalitaria en el siglo XX.
Varias figuras con tendencias desiguales modelaron su temple. Por un lado, el marxista Ernst Bloch y el erudito cabalista Gershom Sholem le indicaron con desigual lenguaje que la verdad -si existe y si es asequible- no está ni en la materia ni en los cielos: hay que inventarla sin descansos. Y por otro, el espíritu burgués de Dora Pollack y el bolchevique de Asja Lacis le llevaron a convivir con intimidades en conflicto. Encuentros contradictorios que explican tanto la agudeza como la complejidad de no pocos de sus planteamientos.
Al encenderse la I Guerra europea, Benjamin estuvo muy lejos de compartir el entusiasmo de un Martin Buber en favor de la causa alemana; por el contrario, se abstuvo personal e ideológicamente de cualquier militancia suponiendo que al fin la humana razón habrá de triunfar. Se equivocó. Y desde entonces inicia una peregrinación que lo condujo a Francia y a Moscú, así como a incursiones en la mística judía sin eludir el materialismo histórico. Personajes como Hanna Arendt, George Lukács, Bertold Brecht,  G. Sholem y Arthur Koestler pretendieron llevarlo a alguna definición clara de sus inclinaciones. Sin éxito. Benjamin prefirió combinar imágenes e ideas que, para no pocos, resultaron tan atractivas como indescifrables.
Uno de sus múltiples escritos suscitó particular interés. Se trata de El arte en la época de la reproducibilidad técnica.
En estas páginas Benjamín estudia los efectos de la fotografía y del cine en el arte. Ambos producen una masificación de la cultura y gravitan en la difusión de las ideologías políticas que utilizan estos nuevos instrumentos para domesticar -no educar- a las masas. Fue influido sustancialmente por las inclinaciones de Hitler y del fascismo a utilizar estos medios de comunicación para difundir espejismos y engaños.
Benjamin fue deslumbrado no sólo por la literatura francesa; también le atrajeron escritores de novelas policiales como Agatha Christie y George Simenon quienes al jugar con enigmas y escenas inesperadas iluminaban otros rincones de la realidad.
Perseguido por judío y/o bolchevique -nunca fue plenamente lo uno o lo otro- Benjamin adhirió a la Escuela de Frankfurt dirigida por los sociólogos Adorno y Bettelheim. Alejado de la cotidiana realidad, acostumbraba llegar puntualmente a la biblioteca nacional de Paris, allí leía y escribía sin pausas, incluso cuando tuvo lugar la invasión alemana a Francia en junio 1940. Entonces comprendió que debía proceder a escaparse de las redes nazis.  De París se encaminó a Marsella donde se encontró con Hanna Arendt y Arthur Koestler que aspiraban a fugarse de Francia atravesando los Pirineos. Con este propósito se unió a un grupo resuelto a emprender esta arriesgada aventura.
Frisaba entonces los 48 años de edad. Problemas cardíacos y la pesada maleta que se empecinó en llevar con un manuscrito que consideraba de alto valor multiplicaron las dificultades en esta fuga. El grupo del cual formaba parte llegó a Port-Bou en la frontera francesa-española. Allí fue detenido por milicianos de ambos lados. Como carecía de permiso para abandonar suelo francés no se le permitió transitar de un país a otro. Desesperado, Benjamín se suicidó con una sobredosis de morfina.
Fue enterrado en un cementerio católico en Port-Bou; medio siglo más tarde el escultor israelí Dani Karavan esculpió allí una piedra en su recuerdo. Y desde entonces su travesía vital y obra no dejan de interesar a quienes buscan alguna orientación en torno a los problemas de nuestro tiempo.

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