Vivimos tiempos difíciles

16 mayo, 2018

Benito Roitman

Estamos viviendo, sin duda, tiempos difíciles. Las perspectivas de que escaramuzas del tipo de las actuales –las recientes incursiones aéreas y bombarderos a posiciones iraníes en territorio sirio atribuidas a Israel y los cohetes iraníes disparados hacia posiciones israelíes en el Golán- puedan conducir a un conflicto armado que involucre a Israel, sea directamente contra movilizaciones iraníes desde suelo sirio, sea contra milicias apoyadas e incluso dirigidas por representantes iraníes, caben dentro de lo posible, por más que cueste reconocerlo. Y los acontecimientos, si es que llegan a convertir esa perspectiva en una cruda realidad o que por el contrario se estabilizan en una situación de tregua armada o algo similar, se desarrollarán seguramente en plazos relativamente cortos.
Mientras tanto, el ambiente que se vive en Israel es el de una tensa calma, con una extraña mezcla de esfuerzos por continuar con “business as usual” y de confianza en el poderío bélico israelí (y el apoyo norteamericano, y la aparente actitud prescindente rusa). Lo que no está claro es cuantos son en Israel los que esperan que se evite una guerra, o cuantos se solazan con la idea de ganar una guerra (aun cuando todos afirmen querer evitarla). Es así que las opiniones oscilan entre la euforia por lo que se presenta como un triunfo de la prédica del Primer Ministro ante el mundo, y el desasosiego por la insistencia en soluciones militares, cuyos costos y cuyo final son inciertos (y ello sin descartar la posibilidad de que una parte de la población albergue simultáneamente ambos sentimientos).
El hecho es que la declaración del Presidente de los Estados Unidos Donald Trump de denunciar el Tratado con Irán ha abierto la puerta a toda suerte de especulaciones, tanto en lo que se refiere a la paz mundial en el futuro inmediato (y ni que hablar de la paz en el Medio Oriente), como en relación con los eventuales efectos a más largo plazo, entre los cuales destaca el mantenimiento o las transformaciones –en el escenario internacional- de las actuales alianzas políticas, militares, estratégicas (y en último término económicas).
Decir que todo esto afecta directamente a Israel es quedarse corto, pero quiero detenerme especialmente en los aspectos económicos que pueden derivar de esta situación, retomando para ello parte de lo señalado en una nota precedente. En esa ocasión, y con referencia al grado de solidez de la situación económica, decía que era necesario “reflexionar sobre los niveles de dependencia o de autonomía de Israel en cuanto a su estructura productiva y en cuanto a los elementos más dinámicos de su economía”. Y proseguía señalando la fuerte vinculación existente entre el crecimiento económico de Israel y el mantenimiento de una sostenida corriente de exportaciones, capaz de financiar las importaciones requeridas para subsistir, mantener y aumentar su nivel de vida. El financiamiento del déficit de la balanza comercial de bienes -porque las exportaciones de bienes no alcanzan, año con año, a cubrir las necesarias importaciones de bienes- se alcanza con el resultado neto de las exportaciones de servicios y con los recursos que Israel recibe a través de las llamadas transferencias sin contrapartida. Estas transferencias sin contrapartida corresponden en parte a recursos de origen gubernamental (destaca ahí la asistencia estadounidense y también las reparaciones de Alemania) y en parte a recursos de origen privado (donaciones personales e institucionales, remesas de israelíes en el exterior, etc.)
A esas transferencias, que representan en los últimos años un ingreso neto que oscila entre los 8 mil y los 10 mil millones de dólares por año, de acuerdo a cifras de la Oficina Central de Estadísticas, deben agregarse los ingresos netos provenientes de las exportaciones de servicios, que en los últimos años han crecido espectacularmente –especialmente las correspondientes a servicios de alta tecnología- y se sitúan hoy en el orden de los 44 mil millones de dólares anuales. Y tal como se señalaba en la nota citada, ese crecimiento se concentra en la actividad de un puñado de empresas transnacionales, que exportan una parte significativa de esos servicios a sus propias filiales en el exterior.
Las transferencias y el crecimiento de la exportación de servicios habrían impedido que Israel muestre permanentemente déficits en materia de comercio exterior y serían por lo tanto responsables, en una medida significativa, de la elevación del nivel de vida, al facilitar el crecimiento de las importaciones de bienes de consumo, de capital y de insumos para la producción, tan necesarias para un país pequeño y con escasos recursos naturales.
Pero si la economía del sector externo de Israel funciona de esa manera, la dependencia así generada puede, en las actuales circunstancias, constituir una debilidad. En efecto, tanto las transferencias (especialmente las privadas, que constituyen más del 50% del total) como los servicios podrían reducirse significativamente en caso de un agravamiento de la situación bélica: las transferencias por el temor de aportar recursos durante un fuerte conflicto armado; y la exportación de servicios, porque las empresas transnacionales, responsables por una parte muy significativa de ellos, pueden fácilmente optar por retirarse frente a los riesgos que implica permanecer en el país durante un conflicto, sobre todo si parte de los trabajadores ocupados en esas actividades son movilizados por el ejército.
Obviamente, lo anterior constituye sólo una reflexión sobre algunos de los posibles efectos derivados del agravamiento de las escaramuzas arriba referidas y de las eventuales respuestas iraníes. Experiencias anteriores, como la vivida durante la llamada segunda guerra del Líbano, en el año 2006, parecerían refutar esos riesgos: pese a la cuasi desaparición del turismo durante el período y a la destrucción de un número importante de viviendas en el norte del país, la economía israelí se vio poco afectada (aunque no pudo decirse lo mismo de la libanesa).
Pero en la situación actual es difícil pensar que un eventual agravamiento del conflicto entre Israel e Irán pudiera quedar confinado a un enfrentamiento regional, como fuera el caso de aquella guerra. Por de pronto, la denuncia de Trump del acuerdo con Irán parece haber comenzado ya a repercutir en el alza de los precios del petróleo, mientras que en Europa occidental los países firmantes del acuerdo con Irán (Alemania, Francia y el Reino Unido) se enfrentan al dilema de continuar en él y enfrentar las iras –y las eventuales sanciones económicas- de la Administración de Trump, o someterse a la política de esa Administración (y todo ello, mientras se mantiene aún la incógnita sobre la dirección que tomará el gobierno iraní y sobre las actitudes de China y de Rusia, también firmantes del acuerdo).
En este marco, Israel se empeña en festejar la decisión de los EEUU de instalar su embajada en Jerusalén, casi con tanto entusiasmo como el puesto en festejar el triunfo de Netta Barzilai en Eurovisión y el comienzo del Giro d´Italia desde Jerusalén. ¿Es que estas euforias alcanzan a compensar la indudable tensión existente? ¿O es que nos olvidamos que es imperativo no olvidar? ■

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