Todo va bien, en el mejor de los mundos

3 mayo, 2018

Benito Roitman

No puede negarse la existencia de fuertes y muy fuertes discrepancias, entre diferentes partidos y sectores de la sociedad, sobre la manera en que se desenvuelven los procesos políticos en Israel, sobre la forma en que se utilizan los instrumentos del quehacer democrático para poner en jaque los principios democráticos (como cuando las mayorías electorales se olvidan de los derechos de las minorías, o cuando esas mayorías se preparan para desvanecer los contrapesos entre los poderes públicos). Son también notorios los esfuerzos de una parte de la sociedad por denunciar -e intentar contrarrestar- la influencia de la religión sobre la vida cotidiana, influencia ésta que viene creciendo desde la actual coalición de gobierno.
Tampoco puede negarse la existencia de una significativa parte de la población que aspira sinceramente a la paz, que visualiza la ocupación como un obstáculo central para alcanzarla, y que a través de diversos instrumentos se opone a los procesos que están minando el futuro de esta sociedad, aunque esta oposición no alcance todavía a constituir una masa crítica suficiente para imponerse a aquellos que se empecinan en una visión mesiánica del Gran Israel.
Pero cuando se trae a colación la situación económica actual del país y se comienza a poner sobre la mesa los datos macroeconómicos de crecimiento del Producto, de empleo, de inflación, los niveles de reservas internacionales, además de mencionar el volumen de israelíes que vacacionan en el exterior, la oposición política cesa de manifestarse y cede ese espacio de discusión al gobierno.
Ciertamente, existen protestas por el mantenimiento de los niveles de pobreza y por la creciente desigual distribución del ingreso, aunque el gobierno se cuida muy bien de señalar que los mayores niveles de pobreza se ubican en la población árabe de Israel y entre los judíos ultraortodoxos. Pero aun así, la oposición denuncia estas situaciones, la mayor parte de las veces, no como un resultado del modelo económico vigente (que ni critica ni ataca), sino como “imperfecciones” que podrían resolverse con buena voluntad por parte las autoridades responsables por la política social, sin afectar al modelo.
Cabe sin embargo preguntarse, a pesar del silencio aprobatorio que parece acompañar en Israel a toda mención a la situación económica, en qué medida sus resultados son el producto de circunstancias externas, exógenas, más que de manejos económicos internos. Y por otra parte, cabe también preguntarse si la situación económica es tan sólida como se nos dice que es, además de plantearse el porqué de la falta de vinculación entre los procesos económicos y los políticos, tan común en estas latitudes.
La discusión sobre las causas que están por detrás del crecimiento económico de Israel, desde la creación del Estado hasta nuestros días, continúa sin cerrarse. Parece haber un cierto consenso en que el entorno externo es el que habría jugado un papel preponderante en la explicación del crecimiento, como también de los períodos de recesión por los que ha pasado el país. Así, en un estudio realizado en el Banco de Israel en julio de 2007 por K. Flug y M. Strawczynski, se concluye, entre otras cosas, que “la calidad del manejo macroeconómico aparece teniendo un impacto significativo en los episodios de crecimiento. Sin embargo, nuestro análisis cuantitativo muestra que variables exógenas tales como el comercio mundial y los eventos de seguridad tienen un impacto mayor que los instrumentos de política, en los episodios de crecimiento”.
Es preciso empero preguntarse en qué medida han jugado también un papel central en el crecimiento, elementos tales como las fuertes corrientes de financiamiento por un lado, que llegaron y llegan al país y que representaron una importante fuente de acumulación de capital y de oportunidades de inversión productiva, y por el otro lado la ocupación -después de la Guerra de los 6 Días en 1967- de los territorios de la margen occidental del Jordán, con el fuerte impulso económico que eso significó en materia de una súbita incorporación masiva de mano de obra y de ampliación de mercados (esto último ha sido subrayado por A. Oron en un comentario al análisis de Flug y Strawczynski, publicado en el sitio www.972mag.com en octubre de 2013).
En efecto, después de la Guerra de los 6 Días en 1967 y hasta poco antes de la Guerra de Iom Kipur en 1973, Israel disfrutó del más largo período de crecimiento económico y del más alto nivel de crecimiento del PIB por habitante, que se situó en cerca del 10% anual en promedio. En un lapso de unos 5 años el PIB por habitante aumentó en un 60%, sentando así las bases del desarrollo económico actual, pese a los episodios recesivos posteriores. Ese alto crecimiento del ingreso por habitante -durante ese período- se habría hecho posible en gran medida, por el tipo de resultados económicos de la ocupación arriba señalados. Y de ser eso así, es importante reconocer la interactuación de los elementos políticos con los económicos, cosa que parece bastante alejada de la forma en que la sociedad israelí separa cuidadosamente lo económico de lo político.
En cuanto a la solidez de la situación económica –con sus obvias y naturales repercusiones en lo social- conviene reflexionar sobre los niveles de dependencia o de autonomía de Israel en cuanto a su estructura productiva y en cuanto a los elementos más dinámicos de su economía.
El desarrollo económico a largo plazo del país está ligado a su comercio exterior, en la medida que precisa importar gran parte de sus insumos y por lo tanto requiere mantener un ritmo vigoroso de exportaciones para financiar esas importaciones. Sabemos también que las importaciones de bienes exceden, año con año, a las exportaciones de bienes. Ese déficit ha sido cubierto históricamente por la entrada de capitales, sea como inversiones, como préstamos o como transferencia sin contrapartida; y en los últimos años se ha agregado otra importante fuente de financiamiento de ese déficit: la creciente exportación de servicios y en particular de servicios de alta tecnología. De hecho, la exportación de servicios se ha duplicado en el curso de los últimos 8 años, pasando de 22.537 mil millones de dólares en el 2009 a 44,322 mil millones de dólares en 2017 (una tasa de crecimiento anual promedio de 8,8%). Los servicios de alta tecnología muestran el mayor crecimiento, y constituyen actualmente el 50% de todas las exportaciones de servicios.
Pero lo que es destacable es que prácticamente la mitad de esas exportaciones son llevadas a cabo por empresas multinacionales establecidas en Israel y la otra mitad por empresas israelíes con sucursales en el exterior, de modo que el alto crecimiento de las exportaciones de servicios se concentra en un número limitado de empresas. A ello cabe agregar que más del 50% de esas exportaciones va a las filiales de las propias empresas que las exportan.
En resumidas cuentas: la dependencia económica de Israel no se limita a su inserción en los esquemas de globalización, sino que se refiere, por una parte a la concentración de empresas situadas en los puntos claves de la dinámica económica del país, y que pueden fácilmente retirarse si así les conviene, o si acontecimientos políticos de diferente naturaleza las llevan a ello. Por otra parte, la economía israelí continúa dependiendo, para el mantenimiento de una cuenta corriente superavitaria, de las entradas de anuales de recursos, especialmente como transferencias sin contrapartida, y que en términos netos oscilan año con año entre 8 mil y 10 mil millones de dólares. Esa extrema dependencia no contribuye, demás está decirlo, a la solidez de la economía; pero el modelo vigente la acepta (aunque no la menciona). Y sobre esa base, persiste en afirmar que todo va bien, en el mejor de los mundos. Amén.■

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