Tierras y baldíos de la memoria

25 enero, 2017
Yehoshua Singer

Los hermanos Ashkenazi
Fernando Yurman
“Que operen a su antojo narices, labios, orejas (…), que ausculten, amputen, alisen o igualen, pero que dejen en paz el recuerdo”  clamaba Elías Canetti, anticipando la época que podría agrietar y fundir los territorios de la memoria. Devoto de la realidad de entreguerra, que pudo escuchar minuciosamente con una “antorcha al oído”, no la imaginaba sustituida por mitos, emblemas y colecciones de imágenes fraguadas por otra generación.
Como cruel paradoja, la literatura y el cine del holocausto cumplieron una parte del sesgo que temía Canetti.  Revelación, horror, negación, encubrimiento, maceraron largamente el infernal testimonio. Lo preparaban para el olvido. A casi ochenta años de la  hecatombe, los últimos recuerdos despiertos se doblan y derriten como velas. En cada uno de los ancianos sobrevivientes se apaga el resplandor de un mundo irrepetible, la verdadera generación que vio el diluvio. Esas miradas no las retiene el impávido ojo de la historia.
Quizás por la creencia que el cine documental  es “documento real”,  el film “Noche y niebla” de Alain Resnais, ilustró una de las primeras aproximaciones consagradas al horror. Estaba centrado en  revulsivas imágenes, pero con un enfoque genérico que también practicaba el cine soviético o polaco, sin contar otras limitaciones.
El monumental film Shoá, de Claude Lanzmann, develó por contraste esas limitaciones. Lanzmann no usó color, ni música de fondo, ni otra revelación que el encuentro con testigos.
Víctimas, verdugos, cómplices e indiferentes. El montaje de Resnais modulaba lo monstruoso con la música, lo realzaba con testimonios visuales, también lo relataba, pero eludía el enigma abismal que ahonda Lanzmann. En posterior ficción, también A. Resnais, con guión de M. Duras, había realizado “Hiroshima, mi amor”, que ignora la complicidad del exterminio, maquilla la sutil subjetividad de una colaboracionista francesa, y lo diluye en la crueldad genérica de la guerra.
Su guionista había flirteado con los ocupantes, como buena parte de la intelectualidad francesa, y ahora ilustraba la subjetividad derrotada como víctima central, en afinidad con un japonés sobreviviente. Condenaba la guerra sin indagarla, un mero producto occidental opuesto a la paz que embanderaba la Unión Soviética en la guerra fría. Recién en 1970,  con “Lucien Lacombe”, pudo mostrar un film francés el vergonzoso colaboracionismo; después de más medio siglo lo ilustró abiertamente el film sobre el velódromo de Paris. En Polonia fue “Ida” el film que destapó en 2014 el encubrimiento y la complicidad del genocidio. En Holanda el “Cuaderno negro”, en Italia “conducta impropia”. Recientemente, el conmovedor film “El hijo de Saul”, intentó mostrar la subjetividad fragmentada, incierta, de una experiencia imposible de captar (fue la única ficción que mereció la aceptación de Lanzmann).
La representación del genocidio señala el derrotero entorpecido de la memoria occidental, el ritmo sinuoso que procesó aquel pasado, revelando y encubriendo. Durante los primeros veinte años de postguerra, en películas y libros emergía el exterminio casi como dimensión marginal. Se soslayaron las crónicas de reporteros extraordinarios como Vasili Grossman, Edmund Wilson o Martha Gelhorn. Luego despejó algo la amnesia, fue traducido Primo Levy (que ya había publicado un primer testimonio en los sesenta), leído Semprun, y se fueron despertando otras escrituras, como la de Paul Celan, Elie Wiesel, Imre Kertez. Muchos pensadores de la segunda mitad del siglo barajaron el tema y esbozaron su efecto ignoto, hasta que críticos como George Steiner o sociólogos como el reciente desaparecido Zygmunt Bauman, indicaron su condición mayor como clave cultural europea: “es el holocausto lo que permite entender la sociología, no al revés”. Lo que todo el mundo vivió tardó mucho en abrirse paso. Walter Benjamin sostenía que la juventud posterior a la primera guerra había perdido la capacidad de narrar, no podía constituir “una experiencia”, a pesar de los valiosos novelistas de la  “generación perdida”.  No alcanzó a ver lo ocurrido en la segunda postguerra: la experiencia no lograba narrarse o ser escuchada, también fue vaciada, silenciada, encubierta, y convertida en  patrimonio general de la humanidad, que es una de las formas del olvido.
Memoria irrisoria a la luz de la ola antisemita que hoy barre Estados Unidos y Europa. Tampoco se revisaba lo que faltaba. Lo ausente se fue con su idioma y su mirada.  Un film de 1939, “Dibbuk”, permite en sus claroscuros entrever hoy algo de aquel mundo judío perdido, una novela, “Los hermanos Azhkenazi”, hace otro tanto en las letras.  Son vivencias previas al desastre, la respiración anterior a la memoria dislocada. Los que tienen sed histórica por sus fantasmas deberían abrevar en ellas.
Recrear una época en otra ofrece dificultades, la primera es que ya no se ignora lo que aquella pudo ignorar. La conciencia viva del tiempo debe incluir la imaginación de su futuro, y con los años es mas arduo saber la naturaleza de lo perdido, la ilusión que guardaba. Cuando leemos la ciencia ficción caduca, entendemos mucho más su época,  estamos percibiendo el ensueño que permitía, lo irreal de esa realidad: su presente. El extraordinario Bashevis Singer, que intenta recuperar el pasado en sus libros, tiene el aliento inevitable de la redención y la melancolía. Excepto “Satan en Goray”, que es de preguerra, sus otras novelas transitan un doble fondo fantasmal: el judaísmo asesinado y la nostalgia migratoria. En ocasiones, el ávido erotismo de sus personajes, el balanceo de lo piadoso y lo impío, distrae la agenda de esa melancolía ídish destinada a la traducción inglesa.
Su expansión narrativa fue posterior al genocidio, también a la muerte de su prolífico hermano mayor, Israel Y. Singer. La obra de este, famosa cuando el ídish era una enorme lengua madre, es hoy poco conocida, pero resulta casi el negativo histórico de los símbolos y alegorías que sacó a la luz su hermano, el gran friso taciturno galardonado con el Nobel.
Reconocido como uno de los grandes novelistas judíos, Israel Y. Singer, hijo descreído de un rabino, había apadrinado a su hermano menor, el menos conocido Bashevis, mientras debatía en primera fila el desgarramiento entre modernidad y tradición.
En los comienzos de la revolución rusa, I.Y  Singer vivió un incipiente fervor socialista en Kiev, pero se desilusionó de esa utopía, abandonó otros espejismos, y finalmente tuvo por patria la literatura y el ídish.
Fue reconocido en Polonia y Estados Unidos por los cuentos, crónicas y novelas,  especialmente “Los hermanos Azhkenazi”, entrega maestra de esa pasión desamparada. Una editorial argentina publicó algunos cuentos, y una editorial chilena tradujo una novela, pero hasta su muerte en 1944 vivió en el mismo orbe idiomático que lo acompañó a las sombras.
Bashevis, que el destino constituyó en representación mayor de la literatura ídish, observó de Israel después de su muerte “ había abandonado la vieja senda,pero en la nueva no había nada que pudiera considerar suyo”.  No obstante, desde esa perplejidad creció una escritura de certeza, y una de las pocas voces que hoy atraviesan el olvido.
En “Amor y Exilio”, Bashevis Singer relató su llegada a Estados Unidos “Ni Hitler ni Stalin podían amenazarme. Sería extranjero hasta el último día de mi vida. Solo podía pensar el pasado. Volví a saber  que era un cadáver” . En Polonia había conocido el desencanto, y recrudecía una observación de Kafka “Nosotros los judíos solamente padecemos la historia”. Desde esa convicción, las alegorías y símbolos de la desolación cubrirían como un tul todas sus narraciones. Inocente de tal destino, la intrépida obra de su hermano mayor había atravesado la historia, sin detenerse en la escenografía inmóvil del recuerdo, e ilustró con vigor una vida inmedíata de olores fuertes y luz fresca.
La densa cotidíanidad judía de entonces, devanando el tiempo sin presunción de catástrofe, puede recogerse de pocos autores como de I.Y.Singer. Apenas es una filatelia literaria de un mundo que devino remoto en una sola generación. Tan desvanecido como la Atlántida, solo una mirada de coleccionista puede encontrar los sellos de su abundante cotidíanidad. Los preciosos latidos están guardados también en la fervorosa crónica de Joseph Roth, en las ásperas páginas de Sholem Ash, en las rapidas viñetas de Isaac Babel, en bocetos de Arnold Zweig, en los conversados de Yoine Rosenfeld o Abraham Fuchs y algo de esa judeidad trepidante viajo hasta “judíos sin dinero” , del olvidado Mike Gold. Distraídos de la historia mientras la narraban, esos textos logran entresacar la magnitud vital antes del desenlace.
La historia de “los hermanos Azhkenazi” , un texto escrito entre 1933 y 1935, crece desde los comienzos industriales de Lodz, a finales del siglo XIX, hasta la tercera década del siguiente. La publicó en capítulos en “forvertz”, como habían hecho Wilkie Collins y Charles Dickens en la fabril Inglaterra de un siglo atrás. Pero esta industrialización era en ídish y guardaba una estofa dramática. Obreros, humo, telares y hambre, escenifican la tragedía y la gloria judía en Europa Oriental. La saga cruza la intimidad religiosa, la muda dimensión de pobreza, el nacimiento de ilusiones profanas, con una soltura naturalista;  inocente de que también alimentaría mitos de Hollywood, artilugios románticos, novias en los techos y violines volando. Es testimonial porque no procura ese destino, realista por su genuina subjetividad. Las vidas van anudándose en tejidos cada vez mayores, ilustran el nacimiento de una conciencia histórica desde certezas intemporales. En ese universo hablado en ídish se redimensionó la identidad. La literatura ídish, la expansión del Bund, el sionismo político, la industrialización de areas rurales, indicaban la renovación de la sensibilidad judía con ignorancia del ominoso futuro de Lodz. Nuestro saber del humeante desenlace acecha la lectura, arroja una luz lívida y oblicua sobre los verticales acontecimientos . El lector atisba ese tenue fantasma sobre la espontánea vitalidad. Testigo y protagonista de su tiempo, el escritor muestra sin reparos la vastedad plural de esa sociedad inquieta, desbordante de anhelos, antes que la hecatombe la hubiera unificado en una cifra. Traducida por R.H. y J. Abecassis, como las otras novelas de su hermano Bashevis, puede sentirse el rumor del ídish corriendo bajo el castellano, y presentir las sombras de los lectores desaparecidos, habitantes originarios de esta confiada pasión narrativa.

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One thought on “Tierras y baldíos de la memoria”
  1. Titre très bien choisi y…cuánta verdad encierra la frase: «la experiencia no lograba narrarse o ser escuchada, también fue vaciada, silenciada, encubierta, y convertida en patrimonio general de la humanidad, que es una de las formas del olvido.»
    Ayer, Holocaust Memorial Day, los liberales holandeses eligieron recordar a sus judíos asesinados durante la Shoah (110.000 de 140.000) a través de la yuxtaposición de dos personas: por un lado, una judía holandesa, responsable de la muerte de varias centenas de judíos entregados por ella a sus amos de la Gestapo, y por otro lado, una protestante holandesa que salvó a centenas de judios, y que la judia entregó a la Gestapo.
    וכל המוסיף גורע.

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