Suicidio después de la muerte: Tadeusz Borowski

25 mayo, 2017 ,
Tadeusz Borowski

Joseph Hodara
En contraste con los políticos de desigual origen y textura, historiadores y literatos no vacilan en señalar que la responsabilidad por la liquidación del judaísmo europeo debe adjudicarse no sólo a los alemanes y a sus interesados colaboradores; también a gobiernos -en Europa, Estados Unidos, América Latina- que adoptaron un conveniente silencio o apenas la ceremonial protesta al verificarse uno de los crímenes más oscuros del siglo veinte.
El historiador Raúl Hilberg, en volúmenes donde describe la ideología y los pasos que condujeron a la Shoa, no duda en dirigir un dedo acusador a los gobiernos que, sin alternativas, se opusieron militarmente a Alemania. Pregunta, por ejemplo, por qué la aviación de estos países no destruyó oportunamente las vías férreas o los hornos crematorios a fin de frenar por algún momento la multitudinaria matanza. Y puntualiza: no pocos países de las Américas cerraron puertas -con algunos intersticios- a las muchedumbres humanas que intentaron evadir el infierno encendido por los nazis.
Y en llamativa disparidad con no pocos escritores que en el curso de la II Guerra eludieron los costos humanos de esta tragedia, es ineludible señalar a Tadeusz Borowski quien en la Varsovia acorralada no vaciló un momento en enhebrar artículos y reportajes en contra del enemigo.  Concluida la guerra, no se detendrá en describir la oscura rutina en los campos de concentración, la breve ilusión de algunos que adhieren a pálidas esperanzas o a innecesarios objetos mientras otros se tuercen y corrompen a fin de lograr algunas horas más de vida.
Las apretadas páginas que componen Nuestro hogar es Auschwitz perturban a cualquier sensible lector: la apatía de torturados y torturadores, la gratuita atención al crimen y a los criminales, la muerte a madres e hijos mientras los asesinos apuran un sorbo de vodka, y el retorno al campo de concentración después de discutir y acordar el número de cadáveres dejados atrás. Un breve y oscuro relato que vio la luz en más de cincuenta idiomas (en castellano, publicado por Alba, Barcelona, en 2004).
Borowski nació en 1922 en Zitomir, Ucrania, de padres polacos, que tempranamente conocieron el destierro prescrito por la Rusia soviética. A mediados de los treinta se les permitió retornar a Varsovia. No tenía 17 años cuando la guerra se inició. Como colegios de secundaria y universidades fueron prohibidos por los nazis, completó algunos estudios que se impartían en marcos subterráneos. Empezó a publicar notas y poemas en las páginas clandestinas que apenas veían la luz en Varsovia. En uno de ellos sentenció: “Dejaremos atrás tenazas de hierro, y la hueca risa de las generaciones…”
Fue llevado a Auschwitz en abril 1942; se le estampó el tatuaje con el número 119198. Desde allí, y a través de múltiples vías, mantuvo contactos con su novia, internada en Birkenau. En mayo 1945 fue liberado por las fuerzas norteamericanas. Como los demás prisioneros, Borowski debió elegir entre el retorno a su país o el exilio. En París buscó alguna calma, “como un visitante que llega desde una fallecida y detestable tierra…” Y con el deseo de “no vivir entre cadáveres”, retornó a Polonia a mediados de 1946. Su escrito -“Por aquí- hacia las cámaras de gas”- se difundió rápidamente provocando el irritado desconcierto de los comunistas que detentaban el poder en Varsovia. Ellos esperaban un franco yo acuso contra Alemania y los nazis.
Las apretadas 25 páginas del texto tenían otra intención: relatar el transporte de prisioneros de una estación de ferrocarril al campo de concentración, y viceversa. Transición colmada por risas, lágrimas, y muertes. Con un seco y helado estilo, con humor negro y sarcástico, Borowski describe este espinoso tráfico donde todos los valores -si existían- conocen el suicidio.
Y el suicidio será su última decisión. Como tantos otros que fueron testigos del colapso de cualquier humano sentimiento -Primo Levi, Paul Celán, Jean Amery- se mató con gas en julio 1951, cuando apenas cursaba los treinta años. Dejó atrás una colección de escritos -artículos periodísticos, poemas, breves relatos, y algunas novelas- que sintetizan el inmisericorde delito que hombres pueden causar a los hombres y consagran a Auschwitz como el monumento al crimen industrializado.

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