Sobre las cuatro tribus

23 agosto, 2018 ,
Reuven Rivlin. Foto Mark Neyman, GPO

Benito Roitman

Hace un tiempo ya que vengo sintiendo la necesidad de citar la frase siguiente que sintetiza, a mi juicio de manera excelente, un problema crucial de la sociedad Israelí. “Un niño de Bet El, un niño de Rahat, un niño de Herzlia y un niño de Beitar Ilit – no solo no se encuentran uno con el otro, sino que son educados hacia puntos de vista totalmente diferentes, en relación con los valores básicos y el carácter deseado del Estado de Israel. ¿Será éste un Estado secular, liberal, judío y democrático? ¿Será un Estado basado en la ley religiosa judía? ¿O un Estado democrático religioso? ¿Será un Estado de todos sus ciudadanos, de todos sus grupos étnicos nacionales?”

Bet El, Rahat, Herzlía y Beitar Ilit simbolizan, cada uno, ubicaciones de cuatro tribus – judíos religiosos nacionalistas, árabes, judíos seculares y haredim (judíos ultra religiosos)- que de acuerdo al Presidente de Israel, Reuven Rivlin, conforman hoy por hoy el mosaico de la población de Israel. Sí, fue el propio Presidente de Israel, en un discurso pronunciado todavía en el 2015, en la 15ava conferencia de Herzlía, quien centró sus palabras en el carácter centrífugo de la sociedad israelí actual; la frase que inicia esta nota forma parte del discurso pronunciado en esa oportunidad.

Y en ese discurso no podía dejar de señalar qué circunstancias están detrás de esa situación y cómo la perpetúan en el largo plazo. En sus palabras: “Esta seria división de la sociedad israelí se manifiesta primariamente en la distribución entre diferentes y separados sistemas educativos. En general, los niños nacidos en el Estado de Israel son enviados a uno de los cuatro sistemas educativos separados. A un sistema cuyo propósito es educar al niño y formar su concepción de mundo en un ethos o cultura, creencias religiosas y aún identidad nacional, diferentes”.

En resumidas cuentas, lo que estaba haciendo el Presidente, en la oportunidad de ese discurso, era describir una situación y apuntar hacia un problema ubicados en el mismo centro de la sociedad israelí. Esa situación y ese problema no han cambiado; es más, tienden a mantenerse y agravarse. Y sin embargo, los ecos de ese discurso no parecen haber hecho mella en esta sociedad, que a los tres años de haberlo escuchado lo ha condenado a un olvido casi total (si es que alguna vez le asignara la importancia que se merece).

La reciente aprobación de la ley del Estado Nación del Pueblo Judío es una fehaciente demostración de ese olvido. Su desdeño por las minorías y por las realidades que representan es notorio. Ella no hace más que reafirmar las separaciones a las que hacía referencia el Presidente en su citado discurso, mientras que el mantenimiento del sistema educativo (o más bien de los sistemas educativos) continúa/n ahondando la brecha que dificulta -y hasta impide- construir una identidad amplia que abarque a toda la población (y sin hacer referencia aquí al nivel de esa educación, que mantiene a Israel en bajas posiciones en las pruebas internacionales correspondientes).

Obviamente, no se trata del único problema que afecta al país, aún cuando ocupe una posición destacada en la conformación -o deformación- de la sociedad israelí. Los temas de seguridad, por un lado, y la tozudez (para decirlo diplomáticamente) con que se prosigue la estrategia de establecerse en los territorios ocupados, por el otro, se sitúan también en el centro de las preocupaciones de Israel.  La frecuencia cíclica de los enfrentamientos en Gaza y el despliegue de fuerzas en la frontera norte son un ejemplo de lo primero, mientras la obstinación por mantener y profundizar los asentamientos desmiente todos los intentos por unas negociaciones de paz creíbles.

Todo esto –y más, si incluimos entre otras cosas el avance de la así llamada “democracia iliberal”, al estilo húngaro- constituye el día a día de la realidad israelí; y por ser día a día, ha terminado por integrarse a la vida “normal”. Y sin embargo, esta sociedad vive simultáneamente otra realidad, o al menos es inducida a vivirla, de manera totalmente separada de la anterior, como si se tratara de compartimentos estancos. Se trata, por ejemplo, del festejo por la subida a la calificación AA (la calificación previa era A+) que le fuera otorgada al país por la agencia calificadora internacional Standard & Poor, que se celebró con bombos y platillos, primero en el gabinete ministerial y luego en todos los medios; se trata, por ejemplo, de recordar continuamente que el Producto Bruto Interno sigue creciendo, aunque no se vislumbre en el horizonte alguna política social que ataque decisivamente los altos -y concentrados- niveles de pobreza y la desigual distribución del ingreso.

Lo que no se dice es que las calificaciones de las agencias calificadoras se refieren más que nada a la capacidad de repagar la deuda del país, es decir, que lo que califican es cuan cumplidores somos con los inversores externos, sin importar demasiado –ni poco- cuál es la situación social interna. Lo que no se dice es que el crecimiento del PBI, tal como éste se configura, no conlleva mejoras en el costo de vida, con lo que tan alabada clase media sigue perdiendo posiciones… aunque no cambie de hábitos electorales.

Esta situación compartimentada –entre el aluvión de problemas y tensiones reales que van de lo social a lo territorial y a los temas de seguridad por un lado, y por el otro el ritmo de vida cotidiano, en el que todo parece deslizarse sin esfuerzo, y donde los mayores problemas parecen estar en los atascamientos de tránsito y en las cavilaciones sobre dónde vacacionar, resulta difícil de entender, a menos que se recurra a diagnósticos derivados de la psicología social y de sus reacciones.

Y sin embargo, volviendo a las cuatro tribus mencionadas al inicio de esta nota, a las que se refería el presidente Rivlin en su discurso de Herzlía, cabe preguntarse cuánto influye la separación entre ellas en sus actitudes frente a las realidades que viven, tanto las que resultan problemáticas y cuestionables, como las que muestran un panorama de bienestar. Y creo que la respuesta es inequívoca: la existencia de esa separación, y sobre todo la permanencia de esa cultura de separación, es la que dicta y mantiene el estatus quo actual. Y en consecuencia, sólo la erosión de los muros que mantienen esa separación puede ir modificándolo. Y un sistema educativo nacional común, con propósitos y orientaciones comunes, es parte necesaria de ese propósito.

Aunque no cabe llamarse a engaño. Alcanzar eso es una tarea muy difícil, casi equivalente a los trabajos de Sísifo. Porque incluye, entre otras cosas, separar la religión del Estado, porque requiere recuperar los principios de igualdad que se establecieron en la Declaración de Independencia para todos los ciudadanos, porque implica aceptar la convivencia como un principio de solidaridad humana. Pero ese el camino a seguir.

 

 

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