Reflexiones sobre el suicidio en la globalización

19 enero, 2017
Emile Durkheim

Claustrofobia planetaria
Fernando Yurman *    
La epidemia suicida que parece asolar diversas culturas interroga, como ningún acontecimiento, los sentidos de la vida. Nos propone explorar las zonas oscuras de la subjetividad y las más opacas de la sociedad. No casualmente, el comienzo de la rudimentaria sociología de Emile Durkheim fue un estudio sobre el suicidio, y uno de los trabajos centrales de Sigmund Freud fue sobre duelo y melancolía. El psicoanálisis también consideró hacia 1920 la pulsión destructiva como una tendencia primaria, humillante del poder de la razón. Es solo una conjetura que la sombría experiencia de la Primera Guerra hubiera influido en esa concepción, pero es seguro que el genocidio de la Segunda la confirmó plenamente. Sin soslayar estas propuestas, el suicidio exige nuevas aproximaciones para nuestro tiempo.

Sylvia Plath
Sylvia Plath

“Sólo una cosa no gustada espero \ una dádiva, un oro de la sombra \ esa virgen, la muerte (el castellano permite esa metáfora)”, con ese verso de “Eclesiastés”, J.L. Borges se aproximaba sin miedo al último de sus telones. Extrañamente, la virgen multiplicada es también el galardón de los terroristas islámicos suicidas y también el fondo de la excelente novela de J. Eugenides “Las vírgenes suicidas”. Sobre esos ecos, es difícil no pensar aquí una encrucijada de enigmas. Para Sigmund Freud, la muerte, que nadie podría haber experimentado, no tiene huella en el Inconciente, emerge como fantasía de la angustia de castración, con lo que retornamos a la sexualidad que evocan estas vírgenes. No es redundante recordar la epidemia suicida iniciada por el Werther de Goethe, efecto que obligó a prohibir su reedición, cuando inauguró el romántico y juvenil suicidio por amor, o la mortífera pasión precursora que imaginó Shakespeare en Romeo y Julieta.
Sin mucha especulación psicoanalítica, la afinidad viene al caso: tanto la virginidad como la muerte indican como una brújula lo desconocido, pero en el primer caso dentro de la vida y en el segundo fuera de ella. La fuga de la vida ocurre entre esos términos, afrontar los retos a lo humano desconocido o escaparse para perderlos perdiéndose (la etimología hebrea del suicidio como “perderse” es aquí iluminadora).
Son diferentes el azote de la tragedia personal desencarnando el sentido de la vida, que la convicción ideológica que disfraza una carencia, la exaltación poética destructiva que promueve el romanticismo y las idealizaciones heroicas.
Las fuentes son diversas, aunque siempre indican la dificultad de devanar un sentido con lo desconocido. Un viejo estudio ya clásico del American Journal of Psychotherapy, indicaba en una estadística comparativa de riesgo psicopatológico de oficios, que la columna más alta pertenecía a los poetas. Más allá del empirismo ingenuo de este tipo de estudios, todo indica que la palabra anuda y desanuda más de lo que se cree. Así como la escritura puede estabilizar la locura, y el dialogo organizar sentidos, la pérdida de esta plataforma puede ser fatal; los poetas suelen arribar al límite donde el sentido y el sinsentido mezclan sus aguas.
En el mundo disolvente del Internet, donde la palabra no tiene sujeto y el universo del otro no tiene centro, este riesgo no es menor. El presente perpetuo de Internet retoma ese límite que barajaban los poetas. “Morir es un arte como todo lo demás, yo lo hago excepcionalmente bien”, escribió en su diario Silvia Plath. Su suicidio, que el próximo febrero cumplirá más de medio siglo, ha resignificado su obra y su vida con un vigor que hizo de su trayectoria póstuma una especie de existencia simétrica. Sostenía una palabra que evitaba la muerte enunciándola en sus versos.
Hoy es figura central de un panteón de escritoras suicidas que incluye a Virginia Wolf, Alejandra Pizarnik, Katherine Mansfield, Alfonsina Storni, como si el pulso de un mismo instante las hubiera enhebrado en una revelación similar. Un acto así, decía Albert Camus “se prepara en el silencio del corazón, como las grandes obras de arte”. Esa familiaridad existencial con la muerte, que tenía la vivaz generación literaria de Camus o Sartre, indica el gran giro subjetivo desde aquel título de Thomas de Quincey, “El asesinato como una de las bellas artes”. El suicidio devino para Camus un enigma existencial que alentaba su filosofía. En todo caso, así como el arte perdió su “aura”, también lo hizo el suicidio, que hoy parece entrar en una era de reproducción industrial, y en ocasiones asocia su ejercicio con el arte del homicidio.
El suicidio como práctica colectiva indica una transformación que no agota las explicaciones convencionales. La frecuencia de este desenlace en tragedias amorosas y familiares, los casos de “contagios” escolares, la practica de suicidios concertados, señalan nuevos contextos para entenderlo. Ya había mostrado una mezcla metafísica ideológica en el ámbito islámico, desvaríos místicos en occidente, como en las sectas de Guayana o Waco, aureolas heroicas, como la inmolación voluntaria de Masada o Numancia contra los romanos, o la gloria poética por la carga de la brigada ligera que había loado Tennyson.
El suicidio de un grupo de internautas japoneses, en esa sociedad sensibilizada por suicidios escolares, invita a reflexionar sobre la secuela secundaria del progreso tecnológico. La ola de suicidios japoneses carece de inflamación heroica y resalta un carácter poco pretencioso. En un país ornado por el honor del Hara Kiri, abonado por la exaltación del kamikaze, la carencia de apelaciones retóricas no deja de resultar enigmática. Uno de sus grandes escritores, Yukio Mishima, había dejado su vida para revivir el seppuku, tradición que había exaltado en su obra. El laconismo actual, la falta de estridencia de los estudiantes japoneses, se había complementado con el carácter silencioso del pacto gestado por internet. El ciberespacio propicia la disolución del cuerpo, la pérdida sensorial, el desvanecimiento del lugar físico y de la memoria mítica y sensible. Quizás para lograr una presencia sustantiva sobre la abstracción de una pantalla, el grupo de cibernautas adolescentes decidió reunirse para realizar la definición más radical de sus cuerpos. La frecuencia conque los terroristas suicidas son captados por Internet, extraídos de su soledad hacia la fantasía suicida, no es ajena a este suceso. Nos convoca a reflexionar sobre nuestro mundo, el vínculo entre las nuevas tecnologías y el viejo cuerpo de la especie. Hay ciertos trastornos en las identidades, los vínculos y las certezas, que configuran encerronas fatales.
El lanzamiento al mar de los lemmings o el manifiesto suicidio de ballenas encalladas, suelen señalar una especie de “no va más” de algún croupier ignoto.
Tradicionalmente, desde Durkheim, el suicidio es considerado un asunto solamente humano. Es escandaloso que el planeta, afectado en las leyes ecológicas, muestre con muertes de peces y pájaros sus nuevos síntomas.
Cabe preguntarse si el temple suicida actual no tiene también algo del drama de las ballenas encalladas. La diferencia entre sociedad, cultura y naturaleza tiende a desaparecer en nuestro tiempo. Cuando Durkheim hizo su clásico estudio, el suicidio era un error, una equivocación flagrante sobre la plenitud enigmática de la existencia. Ahora, cuando la tecnología ya es nuestra naturaleza, la propuesta de vida para esos cibernautas suicidas es la que parece equivocada. El mundo como representación empobrecida, henchido de vertiginosas tecnologías y en un planeta cada vez mas limitado, ha suscitado no una crisis de sentido, sino una inquietante claustrofobia grupal. Necesidad de salir del mundo, y no por la vía metafísica del Internet u otra trascendencia, sino por la más antigua de eliminar el cuerpo.
Contra toda intuición, los ladrillos del alma cambian con la historia más de lo que se cree. Algunas emociones comentadas con certeza por Descartes, como la misericordia, no tienen relevancia en ningún manual psiquiátrico o enciclopedia psicológica, otro tanto sucede con las pasiones de Hobbes o Spinoza. Otras afecciones, como la autoestima (que sube y baja como la presión atmosférica), resultarían cómicas en el riguroso siglo XVII. Nuestro “alma” padece de historicidad, y la modernidad es testigo. El vínculo con Internet propone un tipo de comunicación intensa, pero sin un “otro” palpable que “resista”. La capacidad de reiniciar y hacer un nuevo juego, permite evitar los “duelos” que propone la irreversible realidad.
En la utopía tecnológica todo fluye, intercambia, circula en una reversibilidad sin control, sin “duelo”. Solo la muerte es un tope verdadero, retorno a un límite perdido. Los adolescentes bullen en una red fastuosa de comunicación, que a su vez disuelve el vértice de donde parten. ¿Qué es una identidad en el cosmos incesante de reflujos informativos? No sería extraño que los suicidios colectivos de internautas ilustren el cambio de hábitat de nuestra especie (tema que había adelantado con un artículo anterior “La última prehistoria de la mutación digital”). El componente ideológico o familiar (que también es parte de la atmósfera suicida), no logra explicar la expansión actual de este fenómeno. Alejado del cuerpo, deslizado a la virtualidad como signo que circula, el sujeto encuentra en la muerte una salida a la vorágine.
Durante muchos años esa elección era mística, existencial o romántica, desdeñosa de la oferta que balanceaba el mundo. La saturación de imágenes, el aluvión de respuestas que impiden la pregunta, el incansable consumo, no permite hoy ese balanceo.
Para ilustrar la inquietud existencial de su tiempo, Paul Valery dijo “Dios hizo al mundo de la nada, pero la nada siguió estando”. En el pletórico desarrollo de nuestra civilización se logró que la nada también deje de estar, y algunos atrapados solo logran apelar a la muerte para invocar su retorno.
  * Psicoanalista y escritor

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