Política: el secreto resplandeciente de la cebolla

23 agosto, 2018
Juan Domingo Perón, Wikipedia

Fernando Yurman

Hasta hace un par de décadas podía suponerse que la notoria torpeza de los ministros, presidentes y gestores políticos contemporáneos era generacional. Se notaba la ausencia de figuras señeras como Adenauer, Mandela, Churchill, Stevenson, De Gaulle, Kissinger, Gromiko, Aba Eban, que más allá de sus notorias diferencias hacían valer un saber, una inteligencia y una habilidad que les daba prestancia de estadistas. Quizás hoy no serían distintos, los rasgos particulares no parecen decisivos. De esos rasgos solo queda la prestancia, ese buscado parecer codificado en pura cáscara. Una de las cualidades más notorias de la actual política de masas es su literal desaparición. No hay política ni masas, excepto como figura retórica, porque las categorías conceptuales caminan sin piso, como las figuras del comics que siguen andando sobre el vacío. Ya no es por la simple caída de los grandes relatos ideológicos, sino por el vaciamiento de significados básicos. Términos como “opinión pública” o “clamor internacional”, se tornan fósiles con el devenir de la comunicación. Entre los grandes periódicos de papel y el internet, entre la asamblea publica y las redes, no solamente ha cambiado el método, también la sustancia de lo tratado. Vale la pena subrayar que esa transformación es cualitativa e irreversible.

Los debates sobre la representación democrática son añejos. Entre sus adversarios, siempre se recordará la lucida desconfianza de Alexis de Tocqueville en 1835 sobre la naciente democracia norteamericana: la aristocrática sabiduría y probidad de pocos sustituida por la nueva y difusa voluntad de muchos. John Stuart Mill, con desadaptada honestidad, encontraba difícil que una masa de gente analfabeta y quizás corrupta, pudiera elegir otra cosa que la “ collective mediocrity ”. Y el notable pensador y crítico de la Revolución Francesa, Edmund Burke, se indignaba que aquellas pasiones derivasen de la pasión de los líderes. Prefería un mandato concreto, su tino valoraba el acuerdo preciso no el embrujo de la mayoría.  En aquel entonces las multitudes eran el fondo fantasioso de la política, y la categoría de “pueblo” , metáfora de una presencia inasible y abstracta, comenzaba apenas su alucinatorio reinado. El cambio de los debates en la calle mayor a los discursos del ultimo vagón de ferrocarril, de la tertulia de los cenáculos a los periódicos y telégrafos, otorgo densidad a esta imaginación compartida. Pese a la herencia de la ilustración, una de las consecuencias de la revolución francesa fue la entusiasta participación de gente sin conocimiento en este protagonismo fantasmal. Esa presencia fue narrada y estetizada por los movimientos románticos, y el montaje que hicieron en la literatura solo anticipaba lo que habría de hacer Eisenstein con “Octubre” o “El acorazado “Potemkin”.  La pintura “ La libertad guiando al pueblo”  de Eugene Delacroix y las escenas populosas de Víctor Hugo exaltaron y promovieron esa presencia mágica, que los movimientos sindicales representaron en sus protestas, pero lo único decisivo eran los representantes: lo representado era eco vacío del primer término. El fantasma, que según Marx recorría Europa, era solo eso: un fantasma.  “Pueblo” fue una de las inexistencias más prestigiosas de la modernidad, como en otro tiempo los elfos y las hadas. No obstante, así como las iglesias y su fiel administración vertebraron el poder imaginario del cielo, también aquella tecnología “literaria” logro darle realidad sustantiva a un espectro. Muchos periódicos, telégrafos y ferrocarriles, entregaron identidad a nociones imaginarias como Nación o Sociedad, y luego la fotografía permitió que la gente se viese como multitud y paisaje.

Las ideologías son tan contagiosas como las religiones, y además distribuyen mejor el opio. El ornamento ascendió, pero la sospecha hacia la turba no amainó, y según entrevió el antropólogo Bronislaw Malinowski, “Los pueblos eran históricamente determinados por la mentira que creen , no por la verdad que ignoran”. Posteriormente, la radio construyo el pueblo de Hitler, Mussolini y Perón, la televisión el de Kennedy, el internet el de Obama, el Twitter el de Trump, cuando ya el pueblo ni siquiera era la inexistencia que había sido. Los representados habían devenido audiencia, telespectadores de una información asimilada a la publicidad. El esforzado levantamiento de capas ideológicas encontró finalmente el núcleo de la cebolla: una resplandeciente nada. “Pueblo”, una metáfora sin referente no tiene superficie ni profundidad, y su primera capa es igual a la última. En su curso había agotado las pasiones de doscientos años antes de perder su savia imaginaria. Hoy ha pasado a ser el simple cambio de una formula retórica para indicar el colectivo, como el giro público de “Vuestra merced” por el “Usted” .

El conjunto colectivo, que la información vertiginosa, parcial y fragmentada de las redes, ya no puede unificar, esta librado a los algoritmos (que unifican en sus lecturas las estadísticas que los protocolos llaman masas). El reciente uso de los datos de Facebook, que podrían haber determinado elecciones en muchos ámbitos, es un hito sobresaliente de esta transformación. La maquina lee el universo de cifras de usuarios “mutados” a pueblo, y los expertos los usan para timonear la bamboleante nave imaginaria.

La política era una estrategia de poder, un arte de voluntades y contenidos persuasivos, pero ahora es mero tecnicismo matemático. Mayoría ya era un término ficticio, sumaba la multiplicidad de deseos, los igualaba en una convicción vacua, y la definía desde el poder, desde la misma representación. No obstante, “Mayoría” y “Pueblo” todavía circulan como muertos vivientes, pensamientos “zombis”. Teóricos sociales, como el sofisticado y desaparecido Ernesto Laclau, que procuraba revivir “pueblo” y devolver al populismo una pujanza lacaniana de significantes y significados, no habría podido hoy ignorar el devenir que impone el desarrollo tecnológico. Se asiste a la muerte del símbolo “pueblo”, bajo la cobertura de una red que multiplica los vínculos viralmente, pero cuya forma representada la dan centralmente los expertos. El “Hermano Mayor” de George Orwell es digital.

La tecnología, los documentales de Lenny Riesfhental que montaron una imagen de multitud filmada desde arriba, había entregado un simulacro “real” que se acercaba a la metáfora pergeñada por Víctor Hugo o Eisenstein. Esa misma tecnología, con un salto cualitativo, hoy fotografía incansablemente la veloz cotidianidad, y fabrica la dispersa biografía de millones de vidas individuales. Es un espejismo interactivo que disuelve las fantasías históricas colectivas. La sustitución de un universo imaginario por otro, implica que el estadista y el político ya no codifican o decodifican la realidad, y su oficio desaparece en silencio, como le sucedió a la alquimia. Es posible que la creciente y masiva corrupción también sea propulsada, compensatoriamente, por este final. El crepúsculo de la política no es ajeno a una pérdida del “aura” de la ética pública. El desvanecimiento de la vida protagónica y sustantiva del político, la obsolescencia de sus destrezas, convirtió su antiguo arte en mera apariencia, mascarada sobre la vida computarizada del nuevo siglo.

Foto: Juan Domingo Perón, Argentina. Foto: Wikipedia

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