Personalidad, carisma y rabia

1 marzo, 2017
Mussolini y Hitler. Foto: Archivo Wikipedia

Rasgos emergentes del fanatismo
Fernando Yurman

Las contradicciones fértiles no son entre el blanco y el negro, sino entre los matices del blanco.
Jacques Rancière

Un film fantástico de Neill Blomkamp, sobre galácticos alienígenas atrapados en Sudáfrica, ilustra que los humanos tienden naturalmente a la exclusión. Es tan humano el impulso a la exclusión como el ideal noble de inclusión, y resulta también sostenido por pulsiones, esta vez de destructividad y de muerte. Freud lo había advertido, y esta película lo muestra con desnudez. Nuestro tiempo ilustra el carácter renovado de esas tendencias del mal. De allí que los movimientos adversos al racismo ya no procuran en Europa el conocimiento del otro para disolver el prejuicio, sino la tolerancia que permita contenerlo fuera de la violencia. En su historia, el igualitarismo fue menos eficiente que el modesto respeto convencional al extraño.
El problema, podríamos pensar, no es tanto tener prejuicios como evitar convertirlos en principios, y tornarlos ideología y acción política. Como simples prejuicios se manejan con menos riesgo que como principios. Lamentablemente, en ciertos casos, una personalidad incide desde el poder para transfigurar ese delicado balance. Son rasgos de complicidad con esa parte oscura que todas las sociedades tienen, y que algunas personalidades suelen movilizar hacia la superficie. Para ese sortilegio emplean discursos utópicos, de armonía mayor y bienestar futuro. Esos horizontes de magnificencia suelen terminar en desastres, como “dentro de la revolución todo”,  o “el fin justifica los medios” o “la prensa es enemiga del pueblo”, e incluso “solución final”. Antes de esas catástrofes sucede el clima ilusional catalizado por el líder y su carisma.  La marea de reclamos deriva de sus rasgos narcisistas, la capacidad de convertir su rostro en máscara para los otros, sus gestos (el tan imitado mentón de Mussolini, las manos de Hitler) en certeza y visión ficticia. Es sabido que lo que más iguala a los seres humanos es su permanente fantasía de creerse distintos, y una de sus secuelas es el anhelo hipnótico por la personalidad pública. Esa asimilación del parecer en el ser no solo sustituyó las ideologías, también el pensamiento.
La identificación política, cuando incluye sentimientos intensos de reclamo o venganza, puede desatar desmanes. La superposición del país o la religión con la vivencia personal de víctima, combustiona con mucha rapidez. En sus estudios sobre tipos de carácter, Freud analizó también los de “excepción”, aquellos que guardan un reclamo por el que deben ser “indemnizados”. Ese aspecto se repite en algunos liderazgos populistas cuando reactivan “furias narcisistas” postergadas. El resentimiento en el ejercicio del poder fue analizado por Freud a través de la figura de Ricardo III, en la versión de Shakespeare, como rabia querellante. Advirtió una avidez vengativa, producto de una desventaja física, injusticia que debía ser reparada. Las personas con infancia de maltrato o abandono, sin afecto materno, o con alta dosis de frustración (los casos de Hitler, Chávez, Stalin, son paradigmáticos) tienen secuelas similares de reivindicación rabiosa. Notablemente, ninguna de esas figuras tiene sentido del humor. El chiste es una manera dichosa de relativizar la realidad, implica compartir ese placer develándolo en el otro. No es igual a sarcasmo, ironía despreciativa o burla, donde el placer sádico ejerce la humillación del otro; el humor junta, el sarcasmo aleja y mantiene su ideal por degradación.
El fanático no tiene movilidad interior, lo que le impide el humor. Su rigidez estructural tampoco permite hacer diferencia entre involucrarse y comprometerse. Lo aclara una parábola rural norteamericana del desayuno con jamón y huevos. Ese plato democráticamente combinado indica la diferencia: los huevos los pone la gallina y el jamón lo pone el cerdo, obviamente la gallina se involucra, pero el cerdo se compromete. El compromiso del fanático, que incluye la muerte, suele arrastrar a otros que solo querían involucrarse. Las personas no fanáticas también se apasionan, pero pueden reciclar sus pasiones, como la gallina con los huevos.

Exaltación y diferencia
Una característica narcisista es el pensamiento cerrado sobre sí mismo, modalidad que logra la expulsión de cualquier elemento real que afecte el planeta fantástico del sujeto. Procesos de causalidad mágica, sofismas, tautologías, incluso mentiras, son usuales en este razonamiento acumulativo, que busca ávidamente pero solo encuentra lo que ya sabe y siente.  Buena parte de los fanatismos convencionales se desarrollan sobre  una condición pre-lógica, que no es primitiva sino universal, y por eso es retomada por las multitudes. No es diferente al pensamiento egocéntrico, tal como lo analiza Piaget, cuando el niño no puede diferenciar el objeto de sí mismo, por ejemplo “la luna aparece para que yo vaya a dormir”, o “el sol nace para que me levante”. Esa perspectiva egocéntrica, que en el pensamiento es la dimensión narcisista, resulta tan poderosa culturalmente que a cuatrocientos años de Copérnico y Galileo todavía decimos que el sol sale o se pone, como si la Tierra fuera el centro. La predominancia del yo temprano, que no puede relativizar su pensamiento en relación con las cosas ni los otros, queda congelada a veces en el desarrollo del adulto. Esa detención  patológica  explicaría los trastornos narcisistas de la personalidad.
En casos normales existen zonas del narcisismo que se integran al servicio de la vida. Es un narcisismo residual, no destructivo, como el orgullo de los padres por los logros del hijo. Ocurre con la satisfacción del deporte, del arte, y también en los sentimientos de triunfo sin componentes destructivos. Existe un anhelo exhibicionista no dañino, el placer de mostrarse sin exclusión del otro, tendencias a la admiración que generan emulación constructiva. Esa idealización envuelve la realidad pero no la asfixia, la hace deseable, porque una realidad fría y solamente instrumental no estimula a operar sobre ella.
En todos los fenómenos de exaltación hay coexistencia de la razón con elementos irracionales. Esa irracionalidad colorea afectivamente pero no anula las contradicciones, hace un pacto entre realidad y magia. Procura trasladar la magia que se había disfrutado en la infancia, pero tolerando matices; también sucede con el cine o el teatro: se cree y no se cree lo que sucede en la escena o en el celuloide. En cambio, nadie sale de una ideología del mismo modo como sale del clima mágico de una obra de teatro o una película. El sortilegio del arte deslumbra pero no ciega, fascina pero no encierra. La ideología, como algunas devociones religiosas, procura retener, apresar integralmente, son vínculos que chupan a los que desean ser chupados. No hay que pensar que los sujetos alienados están pasivamente colonizados por el ideal. Al contrario, son activos colaboradores de esa colonización porque desean abandonar el pensamiento. El afán de adhesión consiente cesar de pensar, tal como ocurre en el enamoramiento, la mística o las experiencias estéticas intensas como la música. En ese trance, el pensamiento disminuye su capacidad de contraste.
El anhelo de alienarse está vinculado a carencias tempranas, pero en ciertas circunstancias toman una configuración social. Es frecuente que terminen fundiéndose con mitos y creencias religiosas. También subsisten en ámbitos culturales, como los floridos imaginarios históricos y leyendas que retoman las ideologías. Ese poderío imaginario, de extraordinaria convicción, tiene rutas mortíferas. Vale la pena leer  El cementerio de Praga, de Umberto Eco, para advertir la densidad de teorías conspirativas que tienen origen religioso y cuentan una gran carga pasional arcaica; es la lucha ancestral del mito formulada en nuevos términos.
La deuda histórica, la patria, el imperio, las leyendas nacionalistas, heredan la confrontación con el pecado original y la acechanza del mal. Estas tesis conspirativas procuran mantener el vínculo sagrado con un objeto del bien contra otro del mal. Es un diseño imaginario de poderes que luchan superponiendo la mitología con el universo psíquico.  Einstein sostenía que la creencia en el demonio fue probablemente el primer principio de causalidad.
Un mismo axioma entona distintas expresiones pasionales, según la personalidad. El fervor de Walter Benjamin tiene afinidad con su contrario Carl Schmitt, por variables no ideológicas. El rechazo a la globalización, que hace poco era patrimonio de la izquierda, es actualmente de sesgo conservador, el antisemitismo también se corrió al otro lado, sin abandonar del todo su sede reaccionaria, la despenalización de la violencia familiar, que absuelve al jefe, la acaba de dictar Putin para una sociedad que antes subordinaba todo a la justicia pública . No ocurre solo porque izquierda o derecha ya no definen nada, sino por el rumbo divergente que modulan las personalidades de nuestro tiempo. Más allá de diferencias sociales e intereses políticos, los venezolanos suelen sentir a Trump muy parecido a Chávez.
Viene al caso recordar a G.K. Chesterton y Léon Bloy, extraordinarios escritores casi contemporáneos. Fueron protestantes conversos al catolicismo, y vivieron intensamente las revelaciones de su fe. El primero contenía sin cesar la exaltación mientras que el segundo la abonaba. Sus tesis sobre  el milagro, la iglesia, el socialismo, son afines, pero en el segundo se deriva una vivencia mística, mientras que el primero desataba reflexiones cívicas. Los cuentos más neutros de ambos ilustran la persuasión confesional de uno y el fervor profético del otro. Los artículos antialemanes de Léon Bloy durante la Primera Guerra ascendieron las cotas del odio patriótico, arrastraban una carga de violencia mística que menos de veinte años más tarde sucedería justamente en Alemania. Bloy, fanático patriota francés, paradójicamente fue de los pocos que defendió a Dreyfus (aunque igualmente atacó a Zola), en una demostración de que el hambre de un “coleccionista de odios”, como fue llamado, no tiene alimentos fijos. Por su parte, Chesterton, logro un acrobático humor ingenioso incluso en su devoción religiosa. No se diferenciaban por la creencia, sino por su distinta relación con ella.
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One thought on “Personalidad, carisma y rabia”
  1. Faltan algunos componentes para que se desarrolle el fanatismo en grupo, de las características de los grupos sectarios peligrosos, dos de ellas, la vergüenza a quedar socialmente excluido y la violencia contra los críticos, una sirve para asimilar los nuevos gestos y palabras hasta convertirlas en normales, mientras que la violencia impide cualquier pensamiento diferente o plan de fuga. Unos pocos fanáticos seguidores de uno o varios líderes pueden conseguir llegar tan lejos como les dejen.

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