Más Allá de la Muerte: Jean Améry

19 enero, 2017

Joseph Hodara
¿Cuál es la vivencia – y la muerte – en un campo nazi de concentración? ¿Son más importantes que el anhelado plato de fría sopa? ¿Y cuándo y cómo la tortura se inicia? ¿Sufre más el modesto trabajador atrapado en la prisión que el intelectual que acierta a razonar y a entender la índole de esta experiencia? El escritor alemán-francés- judío Jean Améry se empeña, agonizando con las cicatrices de su pasado, en emitir alguna respuesta a estas espinosas preguntas.
Nació en Viena en 1912. De un padre judío enamorado de la cultura alemana y de una madre cristiana devota de santos y vírgenes. El primero morirá en las trincheras de la I Guerra; y la madre procurará imprimir su celosa fe al hijo rebelde.
joseph Tumba de Jean Amery WikipediaSin embargo, la emisión de las Leyes de Nuremberg (1935) alejarán a Jean de cualquier fe – metafísica y humana – para consagrar sus energía en el combate contra el enemigo nazi. Tomó parte en la celebrada resistencia en Francia y en Bélgica, y en 1943 conoció como prisionero a Auschwitz y Bergen Belsen. Los ingleses lo liberaron el 15 de abril de 1945, y desde entonces procuró olvidar lo -sin frenos- inolvidable.
Concluida la II Guerra, Améry se consagró al periodismo sin pisar jamás Alemania. Adoptó su nombre francés como un modo de borrar su origen. Al español se tradujeron dos de sus escritos que refieren sus experiencias y reflexiones en torno a los campos nazis: Más allá de la culpa y la expiación (2001) y Años de andanzas nada magistrales (2006), volúmenes que apenas concitaron la debida atención. Trataré aquí refrescarla.
Al iniciar el primer escrito Améry señala que un buen amigo le aconsejó no recordar ni mucho menos escribir sus experiencias en Auschwitz. “No dirás nada nuevo” – le advirtió. Sin embargo, este sobreviviente acierta en caracterizar sensaciones y experiencias que conmueven a cualquier lector. Por ejemplo, la tragedia del intelectual atrapado en el campo. Antes y lejos de la prisión es un personaje respetado, colmado de sí mismo. Se cree un buen intérprete de la humana criatura, de la sociedad que dice conocer y de la historia cuando la recuerda. Pero en las garras de un Kapo y al lado de las rejas eléctricas que cierran el campo no tiene valor alguno; debe inventarse una nueva identidad como contador u obrero a fin de revelarse útil durante algunos días y tal vez postergar su muerte.
“Así” – Améry apunta – “catedráticos, abogados, historiadores, artistas, matemáticos  ocultaban su identidad para revelar alguna utilidad en las labores del campo… pero bien pronto perdieron fuerza e ingresaron inevitablemente a las cámaras de gas.”
Incluso conceptos que eran familiares como “verdad”, “justicia”, “ley”, antes de ingresar al campo resultaban prescindibles y olvidables; sólo el presente inmediato y el plato frío de sopa constituían la cruda realidad. Más aun, los hilvanamientos de la ordinaria lógica – importantes y decisivos en el trajín cotidiano – no presentaban valor alguno en estas circunstancias.
Améry anota la notable diferencia que encontró entre prisioneros que voceaban alguna fe – en Jesús, en el Comunismo, en la Biblia, en la Humanidad – y otros que, como él mismo, muy apegados a la pedestre realidad. Los primeros revelaron superior capacidad de sobrevivencia, y conducidos a la obligada muerte parecían sonreír.
No así los escépticos entregados a la Nada como cotidiano discurso. “La fe – escribe- y la ideología constituían para ellos sólidos pilares en el mundo, del cual fueron desterrados… Los cristianos celebraban la misa en impías circunstancias, los judíos que adherían a sus mandamientos ayunaban al llegar Kipur a pesar de que padecían hambre, los marxistas deliberaban sobre el futuro de Europa después de la guerra, o repetían que Rusia modelarará un nuevo mundo… Y todos ellos sobrevivieron o fueron exterminados preservando algún auto-respeto en contraste con los intelectuales alejados de alguna fe o doctrina”.
Abrumado por estas experiencias, la escritura fue para Améry una larga colección de reflexiones sobre su vida y la muerte, sobre la juventud y la vejez. Y cuando esta última se le tornó incomprensible e inevitable, resolvió ponerle fin por propia mano en octubre 1978. ■

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