Los escenarios mágicos del fútbol

27 junio, 2018

Fernando Yurman

El círculo, la esfera, la rueda, la esvástica, el redondel, la medalla, son emanaciones de la misma figura arcaica. La curvatura esboza el regreso y sugiere una de las tendencias del universo. Esa vocación es tan hermética como tenaz.  Los antropólogos solían encontrar ese arquetipo en las más diversas épocas y culturas, y Jorge Luis Borges ilustro en el cuento “Los teólogos” la pasión sectaria de los “anulares” por esa figura giratoria de la fe. La invocación nietzscheana del Eterno retorno, las especulaciones sofisticadas sobre el tiempo recobrado, los ciclos civilizatorios de Toynbee son algunos conceptos que emite esa fascinación visual.

Los indígenas americanos desconocían la rueda, pero no la pelota, como si el primitivo esbozo fuera inexorable para la condición humana, tal como ilustra el redondeado cristo pantocrático o la cruz rúnica, fósiles pictóricos de los anulares. La pelota es solo una de sus derivaciones en el ámbito lúdico. Los mayas la adoptaron y fue impregnada de religiosidad y reverencia, lo que incluía para los ganadores del encuentro sagrado el honroso galardón de la muerte.

El carácter litúrgico de esa devoción perdura hoy en el fútbol, un eco remoto pero tangible que cruza la modernidad. Su presencia logra un aumento geométrico, cada campeonato es el mejor testimonio de la globalización, la esfera unificante de todas las pelotas. Esa globalización, gracias al fútbol, no es diferente a las esferas celestes de los espacios antiguos, las sefirot de los cabalistas, el certero universo que precedía a Copérnico, o el orbe filosófico que siempre cobijo con teorías la difusa humanidad.

A pesar de que los motivos espurios, la corrupción y las conveniencias, los intereses demagógicos y la publicidad, desvían los rayos de este círculo deportivo, su efecto hipnótico perdura, atraviesa el prisma y se expande sobre las poblaciones del planeta. Es el lenguaje que todos pueden entender, la lealtad más conspicua y la confrontación menos cuestionada. Una especie de ceremonia inicial de la ancestral relación humana. Sobre ese arcano imaginario esencial se adosan los otros: la eternidad juvenil, las identidades nacionales, los mitos raciales, los combates de la vida pacífica, un fervor épico sin aventura.

El imperio de la esférica
Mas allá de las críticas y debates de la época, la globalización no es un mero proceso económico voluntario o el programa de una estrategia geopolítica. Su carácter es conflictivo, pero indetenible, hunde raíces en sociedades remotas y resulta un rasgo antropológico. Las causas históricas no dan cuenta cabal de esta dimensión espacial de la sociedad, esa expansión incesante que va centrifugando las memorias hacia un presente perpetuo y multiplicado.  De ese fenómeno cultural abarcativo, un campeonato mundial de fútbol es su mayor expresión. Ese privilegio no es extraño, y aquella aseveración sobre este deporte como “la más importante de las cosas sin importancias” resulta sobreseída torrencialmente por el peso de su presencia.

El imperio de la “esférica” reclama aquella aura originaria de inextinguible divinidad. La observación de Borges “el fútbol es universal porque la estupidez es universal”, no deja de ser cierta, pero no invalida analizar su devoción igual que a otras religiones menos espectaculares. Ese rigor es pertinente cuando caras creencias de la ética, como la universalidad de los derechos, se evaporan en el recalentado pragmatismo de la política mundial. Aquel legado de exaltación unificante, que el imperio romano había trasfundido al orbe religioso y la convicción legal, hace agua hoy por todas las mamparas.

Esa exaltación injustificada, que permitió derivaciones hacia el nacionalismo y otras ideologías del amor-odio, arrastra hoy en su naufragio también la noción de “derechos humanos”. Sin el cobijo de lo universal, picoteada por la insomne particularidad, la desconcertada humanidad retoma las primeras reglas del juego, y el fútbol deviene su mejor púlpito. Es también la mejor máscara, ya que traslada la complejidad y la política al músculo y la voluntad. Así lo hizo la dictadura militar argentina: ignoraba los derechos humanos y torturaba sin control e ironizaba que “los argentinos somos derechos y humanos”, mientras propulsaba el mundial de fútbol sobre esa república del silencio. Notablemente, en sus cárceles secretas, verdugos y torturados seguían los partidos por radio y televisión, como tributo perverso de los asesinos a una pasión superior. También el mundial de Rusia sirve para encubrir la represión, la homofobia oficial, el apoyo a las matanzas en siria, su sólida alianza con la corrupción y la delincuencia internacional. Tiene esta rémora rusa gran afinidad con esa Comisión de la ONU que ha politizado con incesante degradación los derechos humanos. Como un capitulo gigante de la Historia Universal de la Infamia, no ha ejercido censura sobre las masacres de Venezuela, la represión de Irán o Corea, los aplastamientos étnicos de China, la violencia gubernamental de Filipinas, la censura y las cárceles de Turquía, los miles de muertos y expulsados de Birmania. Solo ilustra su humanismo destacando “el uso desproporcionado de la fuerza” israelí contra una turba planificada que ataca su frontera. Esa manipulación rebajo la trascendencia de las Naciones Unidas a un nivel menor que la Liga de las Naciones después de la primera guerra, y su efecto es tan inocuo como el esperanto sobre las lenguas. Como sus instituciones daban validez a la difícil noción de universalidad, la ética internacional acompañante resulta hoy una carpa con todas sus lonas agujereadas.

El final de la guerra fría ha fragmentado y multiplicado los polos del poder, la globalización ha desatado su propia gravitación y muchos fenómenos se hicieron autónomos. Los cruces civilizatorios, las indetenibles migraciones, la revitalización de los regionalismos, la digitalización de la cultura ha modificado con hondura la perspectiva.  La información en tiempo “real”, la disolución de jerarquías, centros y periferias ha transformado la noción de humanidad sin regularizar su significado. Por otra parte, se han corrido los sentidos en esa circulación vertiginosa, y las redes utilizan hoy conceptos como “genocidio”, “holocausto”, “racismo”, con una ligereza pavorosa, incluso el Papa ha comparado Auschwitz con el aborto terapéutico (poco falta para que alguien describa su depresión como un holocausto interno, o un partido termine con un genocidio de cuatro a cero).

Ninguna solvencia anida y empolla los conceptos que nacen en la red digital.  La historia transcurre en tiempo real, la avalancha del futuro invade el “ahora” y todo se torna presente, sin que la memoria pueda frenarla para organizar nuevas categorías. El fútbol, deporte que se desata sobre avenidas de rápida adrenalina, es paradigma de esta nueva condición. Su vértigo seductor promueve identificaciones masivas, y entrega en las pantallas la ventana para que la gente retome en tiempo “real” la confrontación, él desafío y las reglas de un universo perdido.

Esta apetencia de reglas es sorda, pero resulta tan poderosa como el juego mismo. Explica quizás la citada atención compartida de verdugos y torturados argentinos, algunas improvisaciones de equipos de fútbol en los campos nazis, aquellos campeonatos en Ucrania que incluyeron fusilamientos, como si frente al Estado de Excepción totalitaria hubiera sido necesario retomar la regla, hacerla vivir incluso como simulacro. El juego entrega una lógica al brío desaforado de muchas pulsiones, las encauza y las ensaya. Fue Charles Darwin quien observo que el juego es un mecanismo adaptativo de la evolución humana, y cuando observamos la pasión actual por el balón en las pantallas mundiales, quizás asistimos a un episodio mayor en la globalización del planeta por la especie.

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