La vejez, divino tesoro

15 febrero, 2017
Escultura de Abuelos Burgos en España. Foto: Wikipedia

Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer
                   Francis Bacon

Fernando Yurman *
Casi no hay pensador, desde la reflexiva antigüedad judía, griega, persa o china, que no haya impreso en una frase admonitoria la exaltación de la vejez. La tasa de mortalidad hizo de esa condición una rara joya pero la valoración atravesó casi todas las culturas. El privilegio también impregnaba los dones espirituales: Epicuro, aquel notable precursor de textos de autoayuda, había afirmado que la dicha no es experiencia de jóvenes sino de aquellos ancianos que habían tenido buena vida. No son menos los pensadores contrarios que reducían con escepticismo esas bondades: “Los primeros cuarenta años son texto, los siguientes comentarios” había testimoniado Schopenhauer con su lacónica y amarga lucidez. Ambas percepciones subsisten intocadas y dos films, “L`amour” y “the Quartet”, las desplegaron con pasión similar. En el primero, la reciente fallecida Emanuelle Riva y Jean Luis Trintignan, que en su juventud protagonizaron respectivamente “Hiroshima mon amour” y “Un homme et une femme”, emplearon su propia vejez para ironizar, con destructivo realismo, aquel esplendor inocente. Por su parte, “The Quartet” reafirmó con el optimismo genérico de “Mamma Mia” o “Cocoon”, la dimensión de aventura y humor que guarda la vejez (creciente mercado para muchos productores).
En la maravillosa “Nebraska” de Payne, Bruce Dern personifica el viaje y la aventura de la vejez pero desde la tragedia de la demencia. El balanceo de las opuestas impresiones es inevitable, y deriva de las experiencias concretas de cada crepúsculo. Parafraseando a Tolstoi el primer párrafo de Anna Karenina, podría decirse que los envejecimientos dichosos son iguales, pero los desafortunados son cada uno a su manera. A ese sino hoy debería agregarse una reformulación de la vejez para una sociedad que procura muchas respuestas a los males biológicos pero pocas a los espirituales.
La vejez sigue siendo ese lugar mítico al que todos quieren llegar, pero ahora son muchos los molestos de haber llegado. En vez de sabiduría y reconocimiento es fácil encontrar una grave falta del valor que disfrutaba décadas atrás. El imperialismo de la “cultura juvenil” ha convertido la adolescencia en el valor fetichizado de una eternidad imaginaria; el internet, que ha anulado el tiempo y el espacio, agrava esa disolución con una pérdida de la edad como referencia. Si los jóvenes son nativos digitales de la cultura y los adultos migrantes digitales, los viejos resultan perplejos migrantes indocumentados. Excepto los cardenales, que pueden ascender a Papas, difícilmente los adultos mayores esperan hoy una promoción con reconocimiento. No casualmente, Shimon Peres, Zygmunt Bauman, George Steiner, que no esperaban su prestigiosa culminación etaria, enfatizaron la sabiduría que los ancianos todavía pueden donar a los jóvenes.

Vejez y creación
No solo el don de la trasmisión hace a la vejez protagonista, con frecuencia la creación también fue propiciada por la edad. Una tradición romántica y vanguardista ha fundido la juventud con la ruptura creativa. Fueron legendarios los escritores que no llegaban a los cuarenta porque se quemaban en sus propias llamas, como Rimbaud, Poe o Lautremont, o pintores como Modigliani o Utrillo, pero también fueron notables los veteranos que después de atravesarlas gestaron una obra crepuscular, como Cervantes, Chandler o Conrad, o artistas como Picasso o Chagall. Tampoco fueron solo comentarios después de los cuarenta los trabajos de Bertrand Russell, Freud, Churchill o Borges.
A pesar de la heterogeneidad etaria de la creación no hay muchos registros sobre la vejez desde la misma vejez. Muy pocas obras la tratan con destreza, y el valor del testimonio contemporáneo tiende a desvanecerse cuando envejecer es visto casi como un error, una equivocación irreparable del ideal de bienestar. Aquella observación de Víctor Hugo sobre la perfección del humano: “los jóvenes tienen mucha llama en la mirada pero en los viejos se establece el verdadero resplandor de la vida”, se disuelve en una época que tiene la adolescencia como su modelo vital. Las biografías, los tratados que persuadían el buen vivir, tenían siempre confirmación en la vejez. Ahora es difícil encontrar una ficción que sea fiel a ese tramo que precede la muerte.
Las últimas novelas de Philip Roth, antes de su decisión de abandonar la escritura, circundaban con persistencia los límites de la vida, indagaban su vaguedad. También los retratos de Lucien Freud resplandecen en la decadencia imperial de organismos gastados, una declinación fastuosa de la carne desnuda. En una novela, J.M. Coetzee despliega el denso carácter de una mujer anciana con un notable virtuosismo psicológico, ya que el escritor era todavía un hombre joven; esas destrezas no son frecuentes. El último libro de Sandor Marai, cuyas últimas páginas fueron escritas los días posteriores a la muerte de la esposa y previos a su suicidio a los 89 años, alcanza a ilustrar “in vivo” la soledad destructiva de la vejez. Los penosos blancos narrativos, el corte de ideas, la respiración agónica de la sintaxis, constituyen testimonio indirecto, sesgado, y sin excusas. No solo el sol y la muerte, tampoco a la vejez es fácil mirar de frente. El inteligente ensayo de Simone de Beauvoir “La vejez”, ordena y establece con precisión ese ámbito, pero la crónica previa del fallecimiento de su madre (“Una muerte muy dulce”), lo ironiza con implacable lucidez; nada logra superar el sentido abrumador de los versos de Dylan Thomas en su prefacio: “no entres mansamente en esa noche oscura/ la vejez debe arder de furia al caer el día”.

La vejez en las generaciones
El reclamo tiende a ser subterráneo, una subversión sin enunciado, sórdida, ubicua, como la que muestra una extraordinaria novela de Bioy Casares, “Diario de la guerra del cerdo”. Lo cierto es que los autores jóvenes imaginan la vejez con algún esfuerzo y los viejos se desinteresan en duplicarse para un interlocutor que se desvanece. Por ese desaliento, la vejez envejece también como tema, pero subsiste en el inconsciente de la sociedad, en sus fantasías y sus anhelos. Ese silencio no disminuye su insoslayable poder para otorgar significado y eslabonar las generaciones. Para una vida, los límites que con plenitud nos configuran, tienen en la vejez su segundo golpe de horno. El romanticismo, que inventó la juventud como valor, tuvo quizás en Jean Valjean envejecido uno de los últimos personajes literarios de dignidad superior (quizás Victor Hugo anticipaba su propia ancianidad).
Sigmund Freud propuso, en 1905 (con casi cincuenta años) limitar el análisis a los menores de cincuenta. En esa tradición muchos psicoanalistas, especialmente Karl Abraham y Otto Fenichel, desalentaban el tratamiento de adultos mayores. Más adelante, otros investigadores puntualizaron lo contrario. Uno de ellos, el analista kleiniano E. Jacques, dio testimonio en un detallado estudio sobre las características creativas de jóvenes y adultos mayores y los aportes insustituibles de los últimos. Más allá de la psicología, también la economía advierte este “segundo aire”. Las apelaciones para retrasar la jubilación en Europa, un dispositivo aliviador de la crisis, cuenta con sumar la experiencia acumulada en la tercera edad. Evaluando esa perspectiva, algunos diseñadores alemanes han transformado las herramientas para adecuarlas a la productividad de los mayores. Esa iniciativa promisoria es opuesta a la que signa una comunidad californiana, “Sun City”, donde solamente pueden entrar mayores de 55, que viven en atmósfera “juvenil”, y todos sus habitantes, jardineros, policías, carteros, personal de mantenimiento, son exclusivamente de tercera edad. La primera propuesta integra la vejez a una sociedad después de reconocer sus límites, la segunda niega esos límites condenándola a un limbo de fantasías, y propone un resguardo bizarro del narcisismo perdido en vez de duelo y elaboración. Estas diferencias, con matices menos extremos, son usuales. La perspectiva posmoderna, que sugiere el pluralismo para el tratamiento de género y otras inflexiones de la diversidad cultural, no parece tener una narrativa explícita para la vejez.
La extraordinaria velocidad tecnológica, las sucesivas generaciones científicas, han desbordado hace mucho el ciclo de las generaciones biológicas. El acontecimiento digital sucede en un presente perpetuo, desarraigado de la trasmisión generacional, pero es siempre la filiación la que organiza la percepción existencial del tiempo. En el film “Broken flawers”, un personaje de Jim Jarmusch, que es un decepcionado y solitario experto en informática y computación, emprende la búsqueda de la presunta madre de un hijo hipotético que le daría un hilo de sentido a su vida. Las generaciones son hoy molinos de tiempo que cambiaron el ciclo, y el vértigo digital no repone el sentido del tiempo vital. Ya no tiene asidero aquella observación de Marx sobre la historia de los muertos que presionan a los vivos como una pesadilla, y se hace relevante la observación de Hanna Arendt acerca de la natalidad y las nuevas generaciones como gestoras reales de la historia. Sin embargo, todavía la plenitud de la vida es difícil de esbozar sin la construcción de una vejez significativa.
La gigantesca pérdida de jóvenes en el mundo delictivo y en el radicalismo ideológico, en la marginalidad social de Brasil o la vida malandra de Venezuela, en las pandillas maras de Centroamérica o el terrorismo suicida, también es efecto de la pérdida de la vejez como un capítulo honroso del tiempo humano. Sin vejez con sentido, tampoco la juventud la puede plasmar.
* Escritor, psicoanalista
 [email protected]

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.