La Tienda de Abraham

3 abril, 2018
Pintura de Joszef Molnar - Foto Wikipedia

Segisfredo Infante

Tengo para mí una lista de personajes bíblicos especiales. Dentro de la lista uno que sobresale es el nombre de nuestro padre Abraham, por múltiples razones y motivos. He intentado en el curso de las décadas comprender su nombre, su devoción y su misión en el mundo, en tanto en cuanto las tres grandes religiones monoteístas entroncan con este personaje singular. Me refiero a los judíos, a los cristianos y a los musulmanes, al margen de las posibles o probables variaciones interpretativas dentro de tales religiones, a veces contradictorias entre unas y otras.

Debo aclarar de entrada que este artículo se distancia, por ahora, de cualquier interpretación política contemporánea; o dogmática. Nuestro propósito central es la meditación espiritual y filosófica trascendente, en torno de un hombre que se pierde y se levanta entre las arenas de la “Historia” y entre las brumas de la leyenda. Creo que este es mi segundo artículo relacionado directamente con el padre Abraham, cuyo nombre ha sido estudiado por expertos en formas idiomáticas y dialectales antiquísimas del Cercano Oriente. Personalmente hubo un tiempo, cuando todavía era un muchacho (1985), en que me sumergí en el estudio histórico relacionado con las excavaciones arqueológicas de la ciudad de “Ur” (Sumeria y Caldea), y de otras ciudades mesopotámicas y del “Creciente Fértil”, a fin de comprender las civilizaciones más antiguas del mundo; pero, sobre todo, para ahondar en los posibles orígenes culturales de un hombre civilizado que después se entregó al nomadismo cuasi desértico, con el objetivo de encontrarse a sí mismo y de encontrar al Dios Eterno, por la vía de la reflexión mística; o por la vía de la revelación; o de ambas simultáneamente.

El libro aludido se llama “Ur, ciudad de los caldeos”, de Leonard Woolley. En base a este libro comencé a calcular que el patriarca Abraham pudo haber existido, en forma concreta, alrededor del año dos mil, antes de nuestra era occidental. Más específicamente creo que su localización histórica y legendaria anda por el año mil novecientos antes de nuestra era. Habría que pesquisar las indagaciones históricas de Paul Johnson, para ver si coinciden de algún modo con las mías. O con las de Woolley. Que conste que tengo dos ediciones un poco diferentes de Johnson; pero en el fondo son lo mismo. Igualmente se puede rastrear cierta información en la tradición midrásica. Así que “La Tienda de Abraham”, en el sacro monte de Hebrón, es un punto de inevitable referencia para el surgimiento del monoteísmo trascendente, del cual nos hemos amamantado. (Hay una breve referencia simbólica, de las andanzas del patriarca, en uno de mis poemas extensos: No recuerdo si es acaso en “De Jericó, el relámpago”, o en “Correo de Mr. Job”).

“La Tienda de Abraham” es un libro redactado por una monja católica benedictina, por un reconocido rabino judío, y por un académico religioso musulmán. Los tres coexisten pacíficamente en Estados Unidos. Y desde hace unos diez años estoy intentando leerlo, estudiarlo y comentarlo. Pero las prisas típicas de nuestro tiempo, y las incomprensiones intelectuales en un medio tan hostil como el hondureño, conspiran en contra de los estudios serenos que deben desembocar en la producción de pensamiento sobrio. En todo caso es un libro que recomendamos a cualquier lector desprejuiciado. Pero también lo recomendamos a los prejuiciosos y fanáticos, para que todos escalemos hacia las más altas cumbres del bien espiritual y material de la humanidad.

Con el embajador del Estado de Israel para Guatemala y Honduras, don Moshe Bachar, abordamos hace algunos años, en un programa televisivo en Tegucigalpa, el tema del patriarca Abraham y de los “Diez Mandamientos” (o las “Diez Palabras”). En el programa teníamos a mano “La Torah” del rabino Meir Matzliah Melamed, en cuyo texto expresa: “Por Mí mismo he jurado, dijo el Eterno, por cuanto hiciste esta cosa y no me negaste tu hijo: tu único, te bendeciré en gran manera, y multiplicaré mucho tu descendencia, como las estrellas de los cielos y como la arena que está a la orilla del mar; y poseerá tu descendencia la puerta de tus enemigos. Y serán benditas en tu descendencia todas las naciones de la tierra”. Esta bendición para todas las naciones del mundo, por la vía del patriarca Abraham, se encuentra tres veces registrada en “La Torah” del rabino Melamed. Y es, quizás, un llamado cuatro veces milenario a la paz y la concordia entre los seres humanos, con derechos geográficos e históricos arcaicos para los unos y los otros.

En el contexto de mi soledad más íntima, me encanta comentar estos escritos relacionados con personajes bíblicos (pero también históricos y espirituales), bajo el sonsonete primaveral de las cigarras y chiquirines hondureños. Debo mis aproximaciones y conocimientos bíblicos a “Mama-Toya”; a mi abuela María López Hernández; a mi profesor de filosofía Juan Antonio Vegas; y a mi amigo íntimo Roque Ochoa Hidalgo; todos ya fallecidos. Pero sobre todo a mis lecturas autodidácticas y académicas de toda una vida, que se remontan a los tiempos de la niñez y de la adolescencia.

 

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