La tentación totalitaria en los mitos de origen: el caso Jung

Foto Wikipedia

Fernando Yurman

Lo que no se hace conciente aparece en nuestras vidas como destino

C.G.Jung

 

En fervientes foros, en artículos de prensa y declaraciones, advertimos tendencias totalitarias fundadas en observaciones teóricas de Carl Gustav Jung. Esas apelaciones se pretenden democráticas, pero no dejan de sorprender al que conoce la relación que Jung había tenido con el nazismo.

“Aquella historia” quizás no permita condenarlo sin atenuantes pero tampoco recomienda su lente teórico para justificar tendencias sociales. El psiquiatra que proclamó con entusiasmo en 1932 que Italia había encontrado su “líder fuerte” en Mussolini, y luego en 1934 agregó con alegría que también Alemania había encontrado su führer, y en esa ola logró su hogar teórico en Berlín para sus arquetipos arios, sus devaneos teosóficos y la spengleriana decadencia de Occidente, no resulta un cabal ejemplo democrático.

Estos equívocos no deberían desmerecer la obra clínica, sino gestar una reserva en sus aplicaciones sociales. La clínica de Jung, con su provisión de promesas abismales, es tan respetable como las otras; algunas, como la de Melanie Klein o Bíon, tienen imaginerías desaforadas, con “efectos especiales” que harían modesta la escenografía expresionista del inconsciente Junguiano.

Tampoco su capacidad curativa está en controversia, la eficacia terapéutica no pocas veces deriva más de la creencia compartida que de alguna “verdad teórica”, y es innegable, junto a estudios serios, una vasta expansión de la seudomitología oscurantista que hoy incluye reencarnaciones y sortilegios hindúes, astrología y religión. En cambio no es prudente la aplicación de Jung en análisis sociales: todavía sufre el lastre de su ominosa experiencia.

Cabe aclarar que a diferencia de Martin Heidegger, su famoso compañero de ruta en el desvarío nazi, Jung no mantuvo un hermético silencio en la posguerra.

Al contrario, en 1946 pidió explícita disculpa al reticente rabino Leo Baeck por su desliz (“me resbalé”), y realizó también muchas observaciones críticas del régimen en ruinas. Fue a tiempo, la carpeta del British Foreign Office, “The case of Dr. Carl.G.Jung: Pseudocientist and Nazi Auxiliary”, se detuvo en un procedimiento que podría haber incluido un tribunal según investigadores ingleses. Baeck trasmitió luego el fervoroso arrepentimiento a Gershom Sholem, que entonces accedió a mandar un artículo a “Eranos”.

De esa manera, pausadamente, se atenuó la fuerte crítica que había recibido entre otros de Erich Fromm, Marcuse, Thomas Mann y del mismo Leo Baeck. Claro que su obra, a diferencia de Heidegger, que ya para algunos había revelado simientes de espiritualidad nazi, no precisaba un minucioso desciframiento. Era abierta, contaba con muchas afirmaciones teóricas tramadas con el nazismo. Esa afinidad fue usualmente encubierta, sobreseída por observaciones posteriores, cartas y confidencias, pero no ha dejado de reclamar un análisis del substrato ideológico. La tarea esclarecedora de muchos junguianos resulta escasa, no excede la reseña de explicaciones forzadas (“duras decisiones para no empeorar”, “para salvarlos”).

También el señalamiento de que algunos analistas, editores o alumnos de Jung, han sido judíos, como si fuese relevante para analizar un fundamento teórico antisemita. Desde la propia disciplina junguiana, los innumerables estudios sobre “La sombra”, “El lado oscuro”, “el mal”, han enriquecido de imágenes la psicología profunda del afán totalitario, pero no la historia concreta de este pensamiento teórico en su pasaje por el totalitarismo.

 

Las declaraciones filonazis de Jung

 

Jung, que había admirado del führer su “mirada soñadora”: “en sus ojos se encuentra la mirada de un vidente”, trasparentaba todo su entusiasmo en los conceptos teóricos. El führer era para el investigador suizo un “altavoz que amplifica el murmullo inaudible del alma alemana”. Esas declaraciones fueron realizadas por radio en 1938, año que todavía resuena con los cristales de la siniestra noche. En esa entrevista también declaró su admiración por Mussolini, aunque lo diferenció de Hitler, al que definió como “un hombre atento a una fuente de inspiraciones. Chaman, mitad dios, mito”. Esa fascinación nos parece grave porque comprometía de manera articulada su pensamiento. La densa teoría, el fundamento de la devoción, fue explicitada: “el inconsciente ario tiene un potencial mayor que el judío”. En el editorial de su revista, cuando presentaba la propuesta del Dr. M.H. Goering , Jung declaraba que las diferencias entre la psicología judía y la germana no deberían ignorarse. Jung era el director responsable de la revista en la que Goering, director de la sociedad psiquiátrica, postulaba la importancia del estudio de “Mein Kampf” para la teoría psicológica.

Es cierto que todo esto fue anterior a la guerra ¿pero su corpus teórico cambió? En trabajos posteriores, luego de las revisiones que dicta siempre una derrota, Jung no retomó la diferencia entre la mente judía y la aria, pero en su estudio sobre psicología de las religiones la clasificación se trasladó a protestantes y católicos. El modelo era similar, y heredaba con lealtad el de aquellos pensadores del siglo XIX que inventaron “las identidades profundas”.

El mito del “arianismo”, fundamental para esos propósitos, sirvió para descreer que todos procediesen de una sola pareja, como rutinariamente afirmaba el mito bíblico, sino de fuentes nacionales particulares, como prefería la mitología romántica.

El estudioso Arthur Gobineau desconocía entonces el efecto de su “científica” división de la humanidad en “razas”. El mismo Renan, en su “Vida de Jesús”, entreveía con pasión, y sin prejuicios explícitos, un origen ario de Jesús: “se nota que nada en él era judío”. Esta exacerbada agudeza para la diferencia ocurría en un siglo XIX ávido de raíces románticas nacionales; la extendida pretensión dio lugar a una humorada de Macaulay: “decir que hay un gobierno fundamentalmente protestante o católico es como decir que hay una manera católica de hacer compotas o una equitación fundamentalmente protestante”. Pero cuando Jung retomaba esas fervientes especulaciones sobre la cualidad inconciente de “las razas” era Alemania en 1934, y no solamente constituía un error epistemológico, también una complicidad política. En ese texto sobre psicología de las religiones de 1937, que reeditó ya girado el timón en la posguerra, procuró diluir su compromiso teórico con el amparo de la misma teoría, y trató aquel horror previo con la distancia del razonamiento abstracto y sus laberínticas alegorías : “El Dionisos de Nietzsche apareció transfigurado en el Wotan para toda una generación” o “ Se necesitó la catástrofe de la guerra del 14” para verificar si estaba en su sitio el espíritu del hombre blanco” o “ahora no resulta difícil comprender que las potencias del mundo subterráneo.”

Antes había sido más concreto, con recias afirmaciones desafiantes: “¿ha podido el psicoanálisis de Freud esclarecer la grandiosa aparición del nacionalsocialismo al que todo el mundo observa con ojos de sorpresa? ¿Dónde se encontraba el ímpetu silencioso y la fuerza cuando no había nacionalsocialismo? Ella se encontraba en el alma germana. Podría afiliarse a ese trepidante germanismo el anhelo de prohibir el “psicoanálisis judío” que manifiesta en una de sus cartas.

 

Tras el mea culpa junguiano, su teoría se mantuvo intacta

 

Para esos presupuestos conceptuales, el “Wotan”, cuyo himno había analizado, era “el dios de los alemanes” y explicaba mejor el nacionalsocialismo que cualquier análisis, según declaraba en 1936. Esto ya no era simplemente un desliz, configuraba plenamente una teoría.

El caso de Jung es uno de tantos, ocurrió también con Mircea Eliade (con Ezra Pound y Yeats, pero eran poetas fascinados, no antropólogos), en que el estudio de los mitos se convierte a su vez en un ejercicio mítico. Quizás en el fondo de sus conceptos estaban las sugerentes mentalidades primitivas de Levy-Bruhl, que ya eran etnocéntricas, pero lo cierto es que su práctica ideológica contaminó toda la herramienta conceptual. Su apelación al inconciente colectivo fue la apelación de la irracionalidad contra la Ilustración, y cegó las posibilidades provechosas de estudiar mitos o arquetipos fuera de los huracanes metafóricos que los envuelven. Su uso para entender manifestaciones colectivas podía haber integrado una fructífera relación con la teoría de Freud, que adolecía una carencia en el espacio autónomo de los mitos. Podría haber sido promisorio para articular psique y sociedad, y los mitos como vectores de la acción colectiva, pero derivó en una metafísica irredimible, con callejones cerrados en una vocación eurocéntrica, que también fue racista.

Considerando el auge de “la esperanza blanca” en Estados Unidos, la efervescencia por las “raices” en Europa, el carácter cada vez más “nacional” de las creencias religiosas en todo el mundo, el “historicismo” histérico que suelen segregar los populismos, hay que observar que la perversión intelectual de Jung es una tendencia malsana de las sociedades. Mientras que la democracia no tiene “magia” ni promesa imaginaria, estas tendencias alimentan las enfermizas fantasías de grandiosidad.

Fieles a la tradición, algunos de los discípulos “científicos” de Jung han retomado, aunque bajo la división Monoteísmo y Paganismo u Oriente y Occidente, esas divisiones que son de larga prosapia en la gimnasia romántica, y todavía cumplen una función ideológica, como ilustran los historiadores del orientalismo. Por ello la aplicación social de estos modelos demanda una crítica prudencia: la idea de un inconsciente colectivo y los correlativos mitos de origen, tal como los ha legado Jung, arriesga todavía el potencial ideológico totalitario que suelen guardar todas las identidades.

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