Ofer Laszewicki Rubin – Jerusalén Este

No existe una frontera física y visible que separa las dos Jerusalén. Pero la transición de un lado al otro se palpa al instante: los modernos e históricos edificios de piedra blanquecina, renovados bulevares, carreteras asfaltadas y limpias o el eficaz sistema de transporte público de la parte occidental contrastan con el panorama destartalado del sector oriental. En una carretera de curvas en Ras al Amud, el veterano Nasser apunta con su dedo el asfalto despeñado, un lugar extremamente peligroso para la circulación donde ya se han registrado múltiples accidentes. Aquí, las calles lucen sucias y polvorientas, todo es caótico y sobre urbanizado, el tráfico es descontrolado y hay una falta flagrante de infraestructuras.

Los palestinos aspiran a que Jerusalén se convierta en la capital de su estado. En rondas de negociaciones de paz pasadas para resolver el conflicto palestinoisraelí y el espinoso estatus de la ciudad santa, se puso sobre la mesa la opción de convertir la parte Este en la capital del estado palestino. Tras la victoria en la Guerra de los Seis Días en junio de 1967, Israel conquistó la parte oriental de la ciudad, que entonces estaba bajo control de Jordania. En 1980, la knesset aprobó una ley para aplicar de facto la soberanía israelí sobre toda la área metropolitana de la urbe. Desde entonces, Israel la considera su “capital eterna e indivisible”. Sobre el terreno, no obstante, esa unidad no se percibe.

Vista general del barrio de Ras al-Amud de Jerusalén Este / Foto: Ofer Laszewicki

Los residentes de la parte oriental de Jerusalén, unos 327.000 habitantes –de un total de 882.700- conforman un 37% de la población. Según datos de la ONG “Terrestrial Jerusalem”, el ayuntamiento solo destinó entre el 10% y el 12% de su presupuesto anual en inversiones en esta área. Existe entre los palestinos de los barrios orientales un grito de protesta generalizado por la degradación de sus barrios, pero hay división de opiniones sobre cómo deben solucionarse las múltiples carencias. Días antes de las elecciones municipales, Aurora recorrió diversos barrios del Este de la ciudad para escuchar testimonios de miembros de la sociedad civil local.

 

ELECCIONES MUNICIAPLES: ¿NORMALIZACIÓN O BOICOT?

Aziz Abu Sarah, activista y emprendedor local, pretendía hacer historia y convertirse en el primer alcalde palestino de Jerusalén. Residente del barrio de Wadi Joz, anexo al casco antiguo, anunció semanas antes de los comicios el lanzamiento de la plataforma “Al-Quds Lana” (Jerusalén es nuestra), desafiando el histórico boicot a las urnas en los barrios de la parte Este. En las pasadas elecciones de 2013, un escaso 1% utilizó su derecho a voto.

“Reivindicamos nuestros derechos. Debemos preservar nuestra identidad palestina, buscar soluciones a la falta de clases en las escuelas, frenar las demoliciones de casas, permisos para construcción y otros asuntos. Pagamos impuestos como los residentes de la parte Oeste, pero no recibimos inversiones a cambio”, explicó en una entrevista publicada por The Times of Israel.

Como se rumoreaba, su lista –apoyada también por activistas judíos jerosolimitanos- fue tumbada pocos días después de oficializarse. Recibió presiones desde todos los frentes: “Cuando fui a renovar mis documentos para viajar al ministerio de interior en el aeropuerto, el funcionario me dijo que el sistema no se lo permitía porque había un problema con mi residencia”, señaló Sarah. En ocasiones, Israel ha retirado el estatus de residente a palestinos de Jerusalén, alegando que ya no tenían su “centro de vida” en la ciudad. El entonces candidato temió correr la misma suerte. Por otra parte, él y su familia recibieron graves amenazas de activistas palestinos “contra la normalización”, sectores que reniegan de cualquier cooperación con los israelíes porque “supone aceptar la ocupación” y la soberanía de Israel en sus barrios.

Montañas de basura a la entrada de Issawiye, cerca de la Universidad Hebrea. / Foto: Ofer Laszewicki

Además, el defenestrado candidato protestó por la nula cobertura recibida en la prensa palestina local: “tenía una entrevista concertada, pero me llamaron de Palestine TV para avisar que se posponía. Nunca llamaron de vuelta. Está claro que alguien tomó la decisión de vetarla”.

Mientras que Abu Sarah no logró mantener su candidatura, otro palestino de Jerusalén, Ramadan Dabash, si pudo presentar una lista para los comicios. Este ingeniero y líder comunitario del barrio de Sur Baher militó en el pasado en el Likud, el partido de la derecha israelí encabezado por el primer ministro Benjamin Netanyahu. Con un talante más pragmático, Dabash anunció que “no le pedimos a nadie que se convierte en israelí, cambie de religión, renuncie a la mezquita de Al-Aqsa o se enrole en el ejército. Lo que pedimos son mejores servicios. Necesitamos una voz en el ayuntamiento que luche por nuestros derechos”.

 

LOS ATRAPADOS

En un mirador a la entrada del barrio de Issawiye, el israelí Hagai Agmon, director del “Jerusalem Intercultural Center”, apunta con su dedo hacia el horizonte, donde se divisa un tumultuoso barrio de aleatorias construcciones prácticamente pegadas, amontonadas, en permanente construcción, y delimitadas por un serpenteante muro de hormigón armado. Es el campo de refugiados de Shuafat, fundado en 1965, y que albergó a partir de 1967 a palestinos que huyeron de sus casas tras la conquista israelí de Jerusalén oriental.

Hagai Agmon, en un mirador frente al campo de refugiados de Shuafat. / Foto: Ofer Laszewicki

Shuafat es, probablemente, el lugar más castigado, cabreado y marginado del este de la ciudad. La construcción de la valla de seguridad –o muro de separación, según la narrativa palestina-, erigida tras la intensa campaña de atentados suicidas palestinos en la Segunda Intifada a principios de los años 2000, dejó al enclave aislado del resto de Jerusalén este. Como ocurre con otros barrios, como Kufr Aqab, estas zonas quedaron del lado este del muro, pese a estar bajo la jurisdicción de la municipalidad de Jerusalén.

Antes de la separación física, los palestinos jerosolimitanos miraban hacia el este (Cisjordania) en busca de oportunidades laborales. Pero las circunstancias actuales propiciaron un mayor acercamiento a la parte occidental de Jerusalén y el resto de Israel para subsistir económicamente.  “Hay que entender que existen multitud de puntos de vista. Rami, activista, está contra la normalización con Israel, pero por otra parte, interacciona en comisiones con el ayuntamiento y debe negociar, porque también debe vivir y solventar problemas. Aquí la lógica no es un factor, lo que prima es la supervivencia”, indica Agmon.

Justamente, el día anterior a la charla con Agmon, el anterior alcalde de Jerusalén, Nir Barkat, anunció a bombo y platillo en un post de Facebook que visitó el campo de Shuafat con diez limpiadores del ayuntamiento “para terminar con la mentira de los refugiados y sacar a UNRWA (agencia de la ONU para los refugiados palestinos). Ahora nosotros somos los dueños. Aquí no hay refugiados, solo residentes”. Para Agmon, era una medida que podría haber adoptado diez años atrás, ya que “Israel debería dar servicios en las áreas más allá del muro, pero es algo que no ocurre”.

En Shuafat viven unas 20.000 personas, pero hasta hace poco los servicios municipales o la policía jamás habían cruzado más allá del checkpoint ubicado a la entrada del enclave. Barkat acusaba a UNRWA por la falta de servicios, cuyos fondos fueron drásticamente reducidos por orden de la administración Trump, por ser considerada una organización dedicada a deslegitimar a Israel.

Las carencias, pues, se solventan ilegalmente. Según Agmon, “solo el 5% de los residentes están dados de alta en la compañía de agua Guijón, pero como muchos están conectados a las cañerías ilegalmente, se necesita más capacidad”. A su vez, la compañía se queja que no recibe fondos para construir más infraestructuras. “Como no hay plan urbanístico, la población no puede conectarse a los servicios legalmente, raramente reciben los permisos”, señala.

“Aunque muchos no lo crean, la única organización que da servicio actualmente en Shuafat es la policía (israelí). En mayo de 2017 abrieron una pequeña unidad a la entrada del campo. 5 o 6 policías caminan las calles para preguntar a los residentes sobre sus carencias y ayudarles, es increíble”, prosigue Agmon. Dice que la mayoría los siguen viendo como Qowwat al ehtelal (fuerzas de ocupación), pero miran al otro lado, a la Autoridad Nacional Palestina (ANP), y “ven que tampoco son la ostia. Tal vez, al no tener más opción, muchos prefieren ser parte de Israel y estar cabreados. El conflicto seguirá, pero si el ayuntamiento remodela una carretera, querrán supervisar que se haga bien. Esta es la faceta práctica de Jerusalén Este”.

Ayman, joven residente en el campo de refugiados, no esperaba nada de las elecciones municipales. Pero también es crítico con algunos vecinos: “se construye sin arquitectos ni permisos, y hay gente que aprovecha su terreno para levantar edificios y ganar buen dinero de los alquileres”. Considera que la polémica sobre UNRWA es irrelevante, porque a fin de cuentas “es un organismo que está ahí pero tampoco soluciona el problema de fondo. Es algo más simbólico. Tenemos una tarjeta de UNRWA, pero normalmente vamos al hospital en la ciudad”, dice refiriéndose a las precarias condiciones de los centros médicos del campo.

 

ESCUELAS, CASAS Y CARRETERAS EN EL LIMBO

En Jerusalén Este todo se mueve entre dos aguas, y los más pequeños no están exentos. Entre los barrios de Jabel Mukabber y Sur Baher, en las colinas al sur de la ciudad, Jaber –que prefiere no revelar su apellido por motivos de seguridad- da detalles sobre la peculiaridad del sistema educativo. “Hay 22 escuelas en el área, y aproximadamente la mitad pertenecen al ministerio de educación de Israel, y la otra mitad a la Autoridad Palestina”, indica.

Un profesor y sus alumnos de secundaria en un instituto en Tsur Baher, Jerusalén Este. / Foto: Ofer Laszewicki

Ante la curiosa mirada de los menores en el recreo de un colegio exclusivo para niños, este jefe de una comisión de profesores y encargado de mejorar el área social del centro, explica que según estipulan  los Acuerdos de paz de Oslo (1994), los padres de los menores pueden escoger entre el bagrut, la educación secundaria israelí; o el tawjihi, el sistema palestino. “Muchos terminan escogiendo el israelí, porque es más fácil y práctico”, señala, refiriéndose que a la práctica en el futuro les será más útil de cara a su futuro laboral. “Pero los padres no quieren que sus hijos olviden su historia palestina”, concluye.

Circulando por la serpenteante “vieja ruta a Belén”, la principal arteria que recorre los barrios orientales de Jerusalén, se aprecia el descuido y la conflictividad de la zona. Tras la “Intifada de los cuchillos” en 2015, en que jóvenes “lobos solitarios”, la mayoría sin afiliación política, salieron a acuchillar o arrollar israelíes en las calles de la ciudad, la policía de fronteras (“Magav”) instaló bases permanentes en los accesos de ciertos barrios palestinos, así como enormes bloques de hormigón para erguir controles de carreteras aleatorios durante escaladas de tensión.

Vislumbrando una empinada ladera, repleta de runas de obras y toneladas de basura sin recoger, Nasser aguarda para explicar otro de los grandes problemas de la zona. «Como la calzada es tan fina (y circulan vehículos en ambas direcciones) el ayuntamiento dice que no puede traer camiones para arreglar nada, recoger la basura o dar servicios básicos”.

Según este veterano activista social, han acudido en múltiples ocasiones a la sede de la municipalidad y siguieron todos los procedimientos, así como con el ministerio de salud. “Pero nos repiten que no tienen presupuesto ni forma de acceder. Nos propusieron subir la basura por nuestro propio pie, 20 minutos de caminata ascendente. Obviamente les dijimos que no. Tomé fotos de la ruta, para demostrarles que si podían acceder, y que solo nos estaban dando excusas”.

Restos de materiales de construcción sin recoger en la carretera principal de Jerusalén Este. / Foto: Ofer Laszewicki

Respecto a la participación de sus vecinos en los comicios locales, Nasser sentía en el ambiente que la mayoría, nuevamente, no acudirían a votar. “La situación política es peligrosa aquí. Estamos entre la ANP e Israel, atrapados en el medio”, apunta.

Debajo de la universidad hebrea, que corona el Monte Scopus, se extiende el barrio de Issawiye, donde Rami explicó la imposibilidad de obtener permisos de construcción, mientras protestaba por la expansión de los barrios judíos en la zona oriental de la ciudad. “Hay falta de zonas y planes de construcción. No se ha construido ningún nuevo barrio (árabe) desde 1967”, dice. Según este palestino, el área del barrio antes del 67 era de 10.000 dunam, y ahora, especialmente tras la construcción de la valla de seguridad y la autorización de un parque arqueológico anexo, la extensión se ha reducido a 700 dunam.

Para Hatem, emprendedor que vive a caballo entre Berlín y su residencia en el Monte de los Olivos, su problema principal no es su nacionalidad, “sino los derechos que tú tienes. Somos residentes permanentes, no ciudadanos. Combino pasaporte jordano, carnet palestino, y ciudadanía israelí. Es un lío, al final no sabes con que carné moverte”, alega. Tras reconocer que muchos palestinos aspiran a tener trabajos bien remunerados en la municipalidad, sentencia: “no es una cuestión de votar en las elecciones, lo principal es avanzar hacia una vida normal. Y eso va más allá del ayuntamiento”.

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