Opinión: La cambiante escala de valores

11 noviembre, 2018
Los presidentes: Donald Trump y Jair Bolsonaro

Benito Roitman
La capacidad de entender e interpretar lo que está sucediendo en el ámbito internacional en materia de alianzas, apoyos, conformación de espacios regionales afines y de distribución del poder económico y político, parece situarse muy por encima de nuestras posibilidades, porque lo que viene sucediendo se desenvuelve fuera del marco de valores dentro de los cuales estamos –estábamos – acostumbrados a analizar el devenir de los procesos de todo tipo que van conformando la sociedad. En efecto, ese marco de valores se refiere a una jerarquía de principios que habrían venido desarrollándose a lo largo del tiempo, con avances y retrocesos, ciertamente, pero con una tendencia a ir mejorando las relaciones sociales, en la medida que el ingenio humano ha ido ampliando aceleradamente las posibilidades de satisfacer todas sus necesidades materiales.
Esa jerarquía de principios abarca la fraternidad y la solidaridad, así como la búsqueda constante del necesario equilibrio entre la libertad y la igualdad, en términos de un contrato social que instaura la democracia como el gobierno de las mayorías que respeta y defiende los derechos de las minorías. Y en el ámbito individual, esa jerarquía prioriza los derechos humanos fundamentales, sin exclusiones. Pero hete aquí que esa jerarquía está siendo crecientemente cuestionada, con el sostén cada vez más amplio de grandes sectores poblacionales, como lo muestra la elección de Trump y la permanencia de su apoyo en los EEUU, los avances de vociferantes nacionalismos en Alemania y Austria, los gobiernos iliberales del Este europeo (entre ellos Hungría, Polonia, la Rca. Checa), la reciente victoria de Bolsonaro en Brasil, el régimen de Putin en Rusia y el de Erdogan en Turquía, el mantenimiento del gobierno de Duterte en las Filipinas.
En Africa, y en particular en Africa subsahariana, llama la atención el fuerte aprecio de su población por la democracia, de acuerdo a los resultados de las encuestas que lleva a cabo Afrobarometer, pero ello contrasta con (o confirma) los numerosos episodios de gobiernos autoritarios, aferrados al poder y envueltos en continuos escándalos de corrupción.
En América Latina, por su parte, Latin barómetro señala que el año 2017 muestra dos extremos: “por una parte se acentúa el declive de la democracia, al mismo tiempo que los avances económicos de la región indican la menor cantidad de hogares con dificultades para llegar a fin de mes, desde 1995. El crecimiento económico y la democracia no van para el mismo lado.”  En cuanto al lejano oriente y el sudeste asiático, donde se ubica la llamada mayor democracia del mundo (la India), es también una región con fuertes gobiernos autoritarios y donde la conceptualización de democracia no necesariamente coincide con las definiciones de democracia en occidente.
En cuanto al Medio Oriente, Israel se autocalifica como la única democracia en la región –lo que no deja de ser cierto en un área donde el autoritarismo caracteriza a los gobiernos del resto de los países- pero esa calificación tendería a perder credibilidad en la medida que en Israel, en lo interno, se generaliza cada vez más el uso de instrumentos democráticos (leyes, reglamentos y procedimientos aprobados de acuerdo a las normas existentes) para acallar voces y manifestaciones opositoras y para generar una valla que prohíba el ingreso al país de “indeseables”; y en lo externo, se multiplican las expresiones y las acciones de solidaridad con gobiernos y autoridades de países (el caluroso saludo brindado por el Primer Ministro de Israel Benjamín Netanyahu al presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, es un muy reciente ejemplo) que comparten rasgos comunes en materias tales como fervores nacionalistas y xenofóbicos, temores y desprecios por el “otro” y políticas abiertamente contrarias al liberalismo político, sin que importe el escaso nivel de respeto por los derechos humanos que se constata en esos países. Lo anterior forma parte de los procesos que han subvirtiendo la escala de valores – la jerarquía de principios- a los que estamos (estábamos) acostumbrados.
Y con ello se dificulta, si no es que se hace imposible, interpretar correctamente los acontecimientos que están conformando el panorama internacional. Las ciencias sociales –incluyendo, claro está, a la economía- se encuentran abrumadas, intentando explicarse lo que viene sucediendo. Tomemos el caso de la globalización, vista como el proceso de liberalización de los movimientos internacionales de bienes y de capital, la llamada apertura comercial y financiera (aunque tiene también impactos muy amplios -en asociación con las nuevas tecnologías de información y comunicación- en la redefinición de las relaciones sociales y políticas dentro y fuera de los ámbitos nacionales).
Vale la pena recordar aquí los movimientos antiglobalización que a fines del siglo pasado y a comienzos del actual pusieron en jaque a varias reuniones internacionales (Seattle, Praga, Barcelona, entre otras) y el carácter progresista de muchos de sus reclamos. Pues bien, actualmente las actitudes contrarias a la globalización –o que al menos se ventilan como tales- están encabezadas por el presidente Trump, que no puede ser acusado de progresista, y que en su último discurso en la Asamblea General de las Naciones Unidas (“Rechazamos el globalismo y abrazamos la doctrina del patriotismo”) resumió claramente su posición, que se venía perfilándose desde sus propuestas electorales. Se ha dicho también que el Brexit –apoyado por los grupos más reaccionarios en Inglaterra- ha anunciado el fin de la globalización. Y el surgimiento de nacionalismos xenófobos en Europa pero también en América Latina se anota en la misma línea.
¿Qué hacemos entonces; defendemos a la globalización o la atacamos? ¿Y qué argumentos usamos en un caso o en otro? Pero ¿forman parte, estas inquietudes, de los temas centrales que ocupan y preocupan a la sociedad israelí? Parecería que no. Mucho se ha hablado de la dependencia de Israel con respecto a los EEUU y de hecho, es preciso reconocer el apoyo de ese país, su asistencia técnico-militar, así como las corrientes de inversiones entre ambos y los intercambios en materia de alta tecnología. Pero esa dependencia parece ir más allá; el historiador Tom Segev, ya en el 2001 habla de esa “americanización” (ver su libro “Elvis in Jerusalem: Post-zionism and the americanization of Israel”), y ese proceso ha ido en paralelo con una creciente derechización, a contramano de lo que estaría sucediendo con gran parte de la comunidad judía americana.
Así, en la actualidad las encuestas muestran que el público israelí muestra amplia confianza en el Presidente Trump, con 69% apoyándolo (sólo en las Filipinas de Duterte el apoyo es mayor, de acuerdo a la organización de encuestas Pew, en un total de 25 países encuestados en el correr de este año). Y en esa confianza no entran en consideración las preocupaciones que se han desatado en la comunidad internacional sobre los alcances de una eventual guerra comercial, sobre los riesgos del estallido de una posible crisis, sobre el tratamiento discriminatorio a las minorías y el desprecio por sus derechos. Porque la escala de valores que parece predominar hoy en Israel – la jerarquía de prioridades -con la que se entienden e interpretan hoy por hoy los procesos políticos y sociales parece ser otra, más afín a los intereses del poder- y a la permanencia en el poder, que la que predica la libertad y la igualdad. ■

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