Iom Kipur: Más allá del pecado

10 octubre, 2016

Aarón Alboukrek
El Iom Kipur es el ritual para el corazón, para sanarlo si está enfermo de culpa, para alimentarlo y engrandecerlo con pensamientos de bondad y de misericordia y para endurecerlo frente a nuestras debilidades humanas.
El Iom Kipur es entonces la fiesta para fortalecer el corazón y renovar su alegría, pues el corazón en el judaísmo representa la voluntad para las buenas y las malas acciones. Y así, impetuosamente, apunto hacia una cuestión-paradigmática extrema: ¿puede el corazón encontrar el perdón para asesinos de colectivos, de pueblos? Más precisamente: ¿puede el Iom Kipur modelarse como una brújula del corazón penitente, hacia el perdón más cifrado, el perdón para aquellos, aún vivos o ya muertos, que cometieron genocidio, tortura, infamia y quisieron borrar de la faz de la tierra a todo un pueblo como en el Holocausto?
En primera instancia la respuesta es que sí, sí tendría ese poder, aunque es diferente a perdonar a una persona en un acto menos violento, en un acto rústico de la cotidianeidad. Lo importante en ese grave caso sería más bien poder perdonar a aquellos que no asesinaron pero que pudiendo hacer algo para enfrentarlo o impedirlo no hicieron nada. El silencio próximo es aún más mortal que el lejano cuando hay genocidios. A los asesinos de una colectividad o de un pueblo, más que perdonar en sentido estricto se les debe castigar, por simple justicia, deben pagar por lo que hicieron, su castigo es la única manera razonable de que piensen en el mal que hicieron a otros, es lo que se podría y se debería hacer en caso de que a los inculpados se les capture vivos. No importa si nunca llegan a sentirse responsables. Ya existen ejemplos históricos.
El perdón sirve entonces para dispensar, ser dispensado, y para ser justos en el interior del corazón; el perdón ennoblece y dignifica el espíritu, como lo hace la justicia racional con dimensión humana, esas poderosas leyes que desde los romanos se han elaborado para expresar nuestra capacidad civilizadora.
Sigo en esta cuestión -paradigmática con mayor amplitud. Tanto el perdón como la justicia de ley son una negociación con la libertad de todos. Y aunque se dice que lo malo siempre puede ser peor, como si cualquier daño llevara en su jadeo una poderosa barrena para formar potenciales y sinuosas cavernas, no me puedo imaginar, en este momento que escribo, algo peor que verse impelido a negociar la libertad con un muerto. Me podrán decir que es dramático pero que no es lo más malo que nos puede pasar, que negociar la libertad con un muerto es incluso cosa de todos los días en cualquier lugar, pues los muertos que nos rodean nos siguen hablando durante la faena del día o aprovechando la pausa onírica de la noche, y que muy pocos de nosotros les dijimos lo que queríamos o debíamos de haberles dicho mientras vivían.
Es cierto, es muy común no haberle dicho a una madre, un padre, un hermano o un hijo fallecidos que los amábamos, o si lo hicimos quizás pensamos y sentimos que no lo suficiente. También es frecuente no haberles confesado que cometimos errores con ellos o que nuestra manera de amar no correspondía a los supuestos cánones y se prestaba a confusiones y malentendidos desafortunados. Más común todavía es que no les hayamos dicho que ellos cometieron también errores con nosotros y que nos dolía, o que no hayamos podido expresar, en su caso, nuestra condena contra sus abusos. Al final, el silencio de la muerte y nuestra capacidad aún activa para romper nuestro propio silencio, pero ya sin esperanzas, asedian sin tregua y la necesidad de procurar o recibir un perdón se mantiene viva. Nuestra libertad interior tiene entonces que negociarse con el recuerdo del muerto, ya sea con sus luces o con sus sombras, entre la intención reparadora o naufragando en la turbulencia de la agresividad o el egocentrismo.
Pero esa lucha entre mi libertad y el muerto que me acompaña de por vida puede hacerse más compleja y desafiante, o menos resistente y elástica, es decir peor, si el muerto es un verdugo; más peor si éste tuvo iniciativa, más peor si discurrió y más peor si tuvo todo el poder. Y este es el caso paradigmático que aquí me ocupa. ¿Qué tan peor? Tan peor y tan cavernoso como un padre violador o asesino de su hija, pero aún peor porque se trata de un hombre que fue un verdugo inconexo capaz de cercar con aguijones bien tallados la conciencia autoreparadora de su víctima y de impedirle capturar de él, como si se tratara de ponerle una cereza sanguinolenta a un séptico pastel, una brizna de remordimiento o siquiera una pizca de torcida humanidad. ¿Qué tan más peor? Más peor todavía porque se instaló en la memoria de generaciones, en los herederos de una historia tan atrancada en la repugnancia que los dejó sin posibilidad alguna de perdón, quizás el instrumento más poderoso para la libertad. Y más peor aún porque ese verdugo murió sin condena y se deseó que hubiera muerto por mano del hombre.
Profundizo ahora en el ejemplo. Pero nuestro muerto paradigmático, cuyo nombre ya pueden suponerlo, y que en este momento prefiero pasarlo de largo, como diciéndole “no me da la gana nombrarte ahora, lo haré en el momento que yo juzgue pertinente porque yo ya puedo hacerlo”, se suicidó de manera artera y sobre todo cobarde. Y esto lo hizo aún peor, porque logró que se deseara su muerte con toda el alma, logró que ésta se hubiese definitivamente dado sin lugar alguno al perdón de la soga, y logró que sin condena real y racional a su crimen la víctima y sus herederos no pudieran satisfacer su necesidad interior y objetiva de justicia.
Así, este muerto se inoculó en el corazón de la lucidez para siempre y se encapsuló en la voluntad reparadora haciéndola triste, temerosa y dura. Hoy, después de décadas, las víctimas legatarias de esa herencia maldita no paran de negociar con él su libertad interior; con su memoria guardan su identidad afrentada pues con su olvido pierden su digna esperanza. Recuerdan para no volver a morir igual, detienen el tiempo del genocidio como una muerte que nunca muere, detallan la atrocidad sin tregua para conservar miradas que fueron, todo su esfuerzo valdría la pena por rescatar del olvido un solo gesto, el de un niño que debió morir de viejo o el de un viejo que debió morir rodeado de sus cariños. Parte importante de esas víctimas legatarias instituyeron un museo, expusieron el rostro del verdugo y escribieron millones de páginas buscando lo real de aquella pesadilla para intentar entender lo indescifrable, para intentar liberarse de un yugo que no termina y que pareciera convertirse hoy en el indeseable eco mentor de nuevas mentes criminales de genocidas.
Con valentía, esas víctimas legatarias han curado enfermedades, han levantado rascacielos, han cantado, bailado, las madres han amamantado, los jóvenes han escudriñado la física cuántica, han ganado Nóbeles, pero todo con el verdugo dentro, un muerto vivo al que no se le puede olvidar, al que no se le puede perdonar, al que no se le puede castigar y que impulsó con perversidad el deseo de asesinarlo para asemejar a su víctima con él.
Libertad cercada por los aguijones tallados del verdugo; libertad trágica que se enfurece y dialoga con su pasado inmóvil; libertad perseguida por sombras inconclusas que se dilatan sobre el corazón vivo y alegre; libertad sin tregua que persigue al futuro para despellejarlo con otros aguijones enemigos; libertad inmisericorde que engaña al gobernador que protege a su pueblo y lo empuja a contagiar el miedo volátil, el miedo esparcido por las nubes torrenciales del tiempo que se ahoga en la imposibilidad del perdón; libertad amurallada por la justicia que es llevada al extremo convirtiéndola en absurdo; libertad derretida en el espejo de aquel otro que antes tenía un rostro diverso y aceptado, libre libertad arrinconada en su porvenir.
Cuán importante hubiese sido haber detenido al verdugo, haberlo capturado, haberlo juzgado, pero sin semejarse a él, sin asesinarlo, sólo destinándolo al vacío perentorio de una celda inconexa, como su alma retorcida, sin liberarlo de la vida. Haberlo juzgado hubiera amainado la ausencia imposible del perdón porque habría pagado lo suficiente dentro de los límites de la racionalidad, y el perdón de los que no hicieron nada por detenerlo, sabiendo ya lo que hacía, habría sido más posible al mostrar su necesidad de justicia. A su vez, las tormentosas y distorsionadas fantasías de postguerra de verlo colgado o de haber sido asesinado antes de la guerra hubieran cedido, su muerte natural en una celda nos habría fortalecido el corazón ante la barbarie más proterva y ante la constricción libertaria que heredamos, y sabríamos distinguir mejor el perdón de la justicia.
El perdón es un rito de reflexión sobre la intención y los actos. Puede servir para aliviar la culpa pero es un instrumento valioso para reflexionar sobre la memoria heredada y sus efectos, sobre buscar cómo deshacerse lo mejor posible de la bestia dómine de la gramática del mal llamada Hitler – ahora quiero mencionarlo- o de cualquier otro monstruo semejante y cuestionar, por extensión, la pena de muerte que sigue existiendo en muchos lugares del mundo, una trampa mortal que en su delirio hace suponer inversamente que los seres humanos son propietarios del perdón absoluto y adalides divinos de la justicia.

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