Huellas cubanas

27 noviembre, 2016
(De izq. a der.) Ministra de Exteriores Golda Meir, Presidente Itzjak ben Zvi y embajador Ricardo Wolf, intercambiando credenciales. Jerusalén, 1960

Joseph Hodara

La muerte de Fidel Castro aviva múltiples reacciones y recuerdos. Algunos ofrecen una postura equilibrada como en el caso de Barack Obama; otros- siguiendo el ejemplo anticipable de Trump – insisten en desearle la muerte en su muerte como si fueran dueños indisputables del juicio histórico. Para Israel y para los judíos –y con algún lugar para reminicencias personales – este hecho tiene, al menos indirectamente, particular importancia. Me explicaré.

Aludo en este contexto a un personaje que merece distinguido lugar en la promoción y reconocimiento de los más altos talentos científicos. Se trata de Richard Wolf quien desde 1975 puso bases al premio que lleva su nombre, el segundo de mayor prestigio después del Nobel. Y por este mérito es con justicia celebrado. Sin embargo, muy pocos saben que cuando llegó a Israel en 1961 el nombre que aparecía en su pasaporte diplomático cubano era otro: Ricardo Lobo, y que su esposa era conocida como «Panchita», mujer española que en los años veinte se distinguió en su país por su afición al tenis. Durante más de una década ambos avivaron las relaciones entre Jerusalén y Habana desde la mansión que construyeron en uno de los promontorios de Herzlía. Giros en mi vida me dispensaron la posibilidad de otear desde allí las cercanas olas del Mediterráneo y conocer huellas y testimonios de la Revolución que el Embajador Lobo defendía y representaba.

Cuando Castro suspendió las relaciones diplomáticas con Israel en 1973 en obediencia obligada a Moscú, el matrimonio Lobo resolvió convertir a Israel en permanente hogar. Y el apellido original – Wolf – tomó difundido vigor. La amplia fortuna que había acumulado en la Isla a la cual llegó en los años veinte se orientó a estimular y a compensar a figuras con reconocidos méritos en las ciencias. Un premio que enriquece el buen nombre del país en el que Panchita y él resolvieron habitar.

Hechos que se reavivaron en la memoria cuando, en calidad de funcionario de las Naciones Unidas, se me encomendó estudiar los servicios de salud y educación en la Cuba revolucionaria. La visité en más de diez oportunidades y en el curso de no pocos meses. Por supuesto, mi nexo con un país- Israel – que algunos consideraban hostil a La Habana era ampliamente conocido; experimenté al inicio la obligada vigilancia. Pero bien rápido el diálogo con médicos y educadores se tornó fluido y honesto.

En no pocas oportunidades revelaron bien conocer y apreciar los adelantos de Israel.

Y espontáneamente, con transparencia, los aportes de Lobo-Wolf merecieron alto lugar. Especialmente entre los ministros y consejeros de la figura que partió de este mundo para ingresar, con dictámenes dispares, a la Historia.

En suma: los aportes de Panchita y de Ricardo Lobo-Wolf no habrían sido posibles sin las experiencias que los enriquecieron en la Isla que hoy otea nuevos horizontes. La muerte de Castro obliga a replantear sus aportes y trascendencia, con apasionado equilibrio.

www.josephodara.com

 

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