Escupir para arriba

10 agosto, 2016

Durante la campaña contra el acuerdo nuclear que se disponían a sellar las potencias mundiales con Irán, el primer ministro, Biniamín Netanyahu, promovió insistentemente la analogía con la política de apaciguamiento impulsada por el ex mandatario británico Joseph Chamberlain y el pacto de Múnich de 1938, con Hitler.
Sin duda, una imagen potente, pero controvertida. El peligro de banalizar el Holocausto, igualar a los islamistas chiís con los nazis e insultar al presidente del principal país aliado de Israel asociándolo con el fracasado ex primer ministro británico, difícilmente podrían pasar desapercibidos.
Pero, una vez que el acuerdo nuclear fue firmado; Netanyahu cambió el diskette. Ahora, todos –vencedores y vencidos- debían unirse para que Teherán cumpla al pié de la letra sus compromisos. El problema es que al parecer nadie le avisó a Avigdor Liberman, que aterrizó, en junio pasado, en el Ministerio de Defensa.
No pasaron dos meses y ya desató una nueva crisis innecesaria entre Jerusalén y Washington. Cuando el presidente norteamericano dijo maliciosamente que el propio Israel ha admitido que los iraníes están cumpliendo su parte en el acuerdo nuclear; la cartera de Liberman saltó como leche hervida. Pero, la encendida -y también ofensiva- respuesta sobreviene justo cuando se está discutiendo el cierre de un nuevo paquete de ayuda norteamericana de aproximadamente 38 mil millones de dólares para la próxima década.
Es que el ministro debe estar algo fastidioso porque a pesar de que le permitieron subirse en Texas al flamante avión F-35 de última generación; lo dejaron afuera de los tejes y manejes del arreglo. Incluso el jefe del Estado Mayor, Gadi Eizenkot, está de visita en EE.UU.; y el jefe del Consejo de Seguridad Nacional, Yaacov Nagel, que responde al primer ministro, está tratando de cerrar en estos días el acuerdo.
Lo más probable es que el nuevo acuerdo salga, de todas formas. Los intereses de ambos países son enormes. Además, Barack Obama está metido de lleno en la reñida campaña de Hillary Clinton para su sucesión.
Pero la culpa no la tiene el flamante ministro sino quien le da de comer –léase: el jefe del Ejecutivo. La pregunta es de cuántos desaciertos más, como convidados de piedra, seremos testigos.
Pablo Sklarevich ■

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