Escribir es desnudar: Alexander Solzhenitzyn

15 octubre, 2017 ,

Letras y Letrillas – De Aquí y de Allá
Joseph Hodara
En estos tiempos en los que Google reemplaza y disuelve a las bibliotecas, el WhatsApp toma el lugar de la palabra íntima y personal, y el Waze reemplaza a la memoria y torna superfluo cualquier mapa por innecesario, parece inútil -casi demente- aludir aquí a algún escritor y a las páginas que en algún momento, sobre algún tema, se le ocurrió diseñar.
Observación que -confieso- gravita en mí tiempo ha después de haberme encaprichado a recordar aquí, semana tras semana, las travesías y los aciertos de múltiples personajes que se atrevieron a volcar en alguna página relatos y reflexiones.
¿Alguna razón lo justifica o excusa? ¿Por qué y para qué este alocado empeño? ¿Se trata en verdad de una vanidosa actitud que a muy pocos interesa? ¿Y para qué y por qué continuar en una tarea que ya se antoja ingrata y estéril? ¿Llegó el momento de renunciar?
Para encontrar alguna respuesta -o quizás personal consuelo- retorné a algunas páginas del ruso Alexander Solzhenitzyn, tal vez porque este personaje escribió y publicó batallando contra todo lo previsible: física y matemáticas fueron su temprana afición, no gozó de libertad alguna para atar frases voluntariamente, sufrió el Gulag casi veinte años, y durante un periodo igual conoció el destierro, aislado en una pequeña aldea norteamericana.
Se atrevió a escribir lo que muy pocos querían saber. Obras como Archipiélago Gulag, Un día en la vida de Iván Demisovich, y El Pabellón del cáncer son testimonios de una terquedad que hoy, entre nosotros, se antoja incomprensible y ridícula:¿Para qué escribir cuando la audiencia no quiere -aunque bien puede- leer?
Nació Alexander Solzhenitzyn en 1918 cuando su padre polaco moría en el amanecer revolucionario de Rusia. Física y matemática le atrajeron como campos de estudio y reflexión; y gracias a ella acertará a sobrevivir en los campos de prisioneros. Escribir fue su pasión secreta. Secreta y peligrosa en una sociedad que no admitía la desnuda crítica. Pagó caro por ella. Bastaron algunas cartas enviadas pocos días antes de la caída de Berlín -cartas donde rebajaba las glorias que se obsequiaban a Stalin- para ser condenado al helado Gulag.
El XX Congreso comunista que cuestionó la santidad inapelable del dictador que modeló a la moderna Rusia le concedió alguna libertad para difundir sus creaciones. Pero su Archipiélago resultó indigerible para los círculos políticos que apenas empezaban a probar algunas dosis de libertad. Fue expulsado en 1969 de la Unión Rusa de Escritores, y es probable que el Gulag le habría dado nuevamente una malvenida si un año después no se le hubiera concedido el Premio Nobel.
Pero su expulsión de Rusia no se demoró: desprovisto de pasaporte y nacionalidad, en 1974 se asiló en Estados Unidos. Allí vivirá veinte años cambiando el destinatario de sus protestas: ya no es el encierro sino la insulsa e insultante libertad capitalista que rebaja, por otros medios, la humana condición. Sin embargo, el público lector admira y se regocija con sus relatos; se eleva su figura a los niveles de un Tolstoi o un Dostoievsky.
Y cuando Putin llega al poder le devuelven la ciudadanía y la posibilidad de un retorno. Y retorna para glorificar a una Rusia que acepta las bendiciones de la Iglesia ortodoxa sin renunciar a las aspiraciones expansionistas de los zares.
Conspirando contra los múltiples incidentes que aquejaron su vida y la salud, Alexander muere el 3 de agosto de 2008 frisando los 90 años. Y como sus predecesores que hoy apenas gozan de alguna lectura, él fue y es testigo de un noble impulso revolucionario que se envenenó a mitad de camino. No es el único. Sin embargo, vale esta pregunta: ¿habrá otros o es el colapso de una página como la suya y como ésta?

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