Es preciso reaccionar

10 octubre, 2018
Representación gráfica de la globalización. Frase que corona la pintada de la imagen. "Somos cultura que camina en un mundo globalizado", tomada en la localidad de Huamahuaca, norte argentino

Benito Roitman
(En memoria de Amit Pilowski z”l).
Han pasado diez años desde la crisis que asoló a la economía mundial –marcada de alguna manera por la quiebra del Banco Lehman Brothers en septiembre de 2008- y la calma no parece ser el sentimiento más difundido, ni en los países ni en los mercados.  El seguimiento de los últimos informes del Fondo Monetario Internacional sobre el comportamiento económico mundial (Global World Outlook) permite detectar, leyendo entre líneas, la preocupación existente por una volatilidad que permea toda la actividad, y que se manifiesta en particular en el sector financiero.
En efecto, una de las características de la actual globalización ha sido la apertura financiera, entendida como la libertad de circulación de los capitales entre los diferentes países, con mínimas restricciones, si es que éstas existen. La apertura financiera es en gran medida responsable de esa volatilidad, a través de las llamadas inversiones internacionales de portafolio –se trata de inversiones en activos financieros tales como acciones o bonos en un país extranjero-  que suelen ser extremadamente sensibles a cambios en indicadores económicos tales como la evolución del tipo de cambio, o tasas de interés diferenciales (como las que pueden resultar de nuevas políticas monetarias de los Bancos Centrales de los países desarrollados), o  simples señales de inestabilidad política; y así como llegan a un país, esas inversiones de portafolio se pueden salir rápidamente (por eso se les conoce también como capitales golondrina).
Por su parte, las inversiones extranjeras directas, que se caracterizan por tener un interés empresarial en los países en los que participan comprando o instalando empresas productivas, tienen por ello una menor movilidad, aunque el aumento o la disminución de sus actividades en el país en el que se encuentran, por las razones que sea, puede afectar significativamente el ritmo económico y contribuir a la volatilidad ya mencionada, en especial en países en desarrollo.
A lo anterior se agrega la amenaza latente de una guerra comercial entre las grandes potencias liderada por la Administración del Pte. Trump, cuyas primeras escaramuzas habrían comenzado ya, y las crisis o semicrisis que afectan a un creciente número de países  –por motivos diferentes pero vinculadas por los lazos de una globalización aún vigente-  como es el caso de Argentina, Brasil, Turquía, Irán, Venezuela, Yemen, sin mencionar la problemática situación, de naturaleza humanitaria pero con importantes impactos económicos, en que se encuentran sumidos numerosos países africanos.
Y por supuesto, en el panorama internacional no puede faltar el muy importante y creciente papel que corresponde a las grandes corporaciones y a sus sistemas internacionales de cadenas de valor, que han incrementado enormemente el comercio mundial, al instalar partes de su producción en diferentes países y por ende han aumentado el comercio entre países, hasta alcanzar el ensamblaje final, aprovechando los enormes adelantos tecnológicos alcanzados en materia de transporte.  Pero lo que  esto ha logrado de hecho es que “a medida que una parte menor del valor creado ha ido quedando en los eslabones de fabricación de esas cadenas, las favor de las firmas líderes, gracias a una mezcla de una concentración incrementada de los mercados y a un control de activos intangibles. Como resultado, los beneficios de las mayores firmas  y en particular de aquellas que operan internacionalmente, están alcanzando alturas insuperables mientras declina la parte que corresponde a los salarios” (Ver nota de Richard Kozul-Wright, Director de la División de Globalización y Estrategias de Desarrollo de la UNCTAD: “Amenazas crecientes en la economía global”, 27 de septiembre 2018).
En resumen, y a 10 años de la que se ha calificado como la mayor crisis después de la Gran Depresión de los 30, la estabilidad económica internacional –y con ella las perspectivas de un crecimiento persistente que ofrezca mayores y más extendidos niveles materiales de bienestar para las grandes mayorías- parece difícil de alcanzar, Si esto se asocia con los embates que están sufriendo los procesos democráticos en un vasto conjunto de países (los recientes resultados de las elecciones en Brasil son un ejemplo de ello) y con el impacto que esos embates tiene sobre la economía,  el panorama no resulta demasiado halagüeño.
¿Cómo se interpreta todo esto en Israel?  Aparentemente, al grueso de la opinión pública israelí, concentrada como se encuentra en cantar alabanzas a la gestión del Presidente Trump, el panorama económico interno le resulta muy aceptable, en particular si escucha al primer ministro Netaniahu, señalando que el PIB por habitante en Israel es superior al de Japón y que Israel con su tecnología está cambiando el mundo (como lo dijo en la última reunión anual de AIPAC en los EEUU). En este sentido, parecería como que Israel viviera una realidad diferente, no afectada por las turbulencias que amenazan desestabilizar la actividad económica internacional. Ojalá fuera así. Pero es preciso aceptar que Israel, habiendo desarrollado una envidiable capacidad para innovar tecnológicamente en sectores de punta y generar así nuevos productos y servicios, continúa siendo -pese a ello- una economía pequeña, dependiente, y que como tal está necesariamente sujeta a los avatares de la economía internacional, más que influir sobre ella. Y a lo anterior se suma el panorama político en el que Israel se encuentra sumergido, signado por una ocupación y un desarrollo de asentamientos que se enmarcan en un clima semibélico permanente, y cuyos costos –opacos como son pero no por ello menos reales- no son ni conocidos ni tomados en cuenta por la opinión pública.
No querer reconocer estas verdades puede resultar costoso. Y no se trata de ser alarmista ni insistir en gritar “que se viene el lobo”. Ya muchos, en esta sociedad, se encargan de este papel, al referirse una y otra vez, machaconamente, a las “amenazas existenciales” que nos acechan. De lo que se trata, al menos en el ámbito económico y social, es de aceptar con sobriedad la realidad que se está viviendo,  no esconder la cabeza en la arena cuando se trae a colación la desigualdad que marca a esta sociedad y prepararla para enfrentar eventuales turbulencias, transparentando lo más posible los aspectos positivos y negativos de la actividad económica y sobre todo mostrando su vinculación con los procesos políticos.
Un ejemplo de ello se da en el área de la producción de gas natural, y las preguntas sobre este tema podrían ser del siguiente tipo: ¿Cuánto de lo que sucede en ese campo es conocido por la opinión pública? ¿Qué pasa con los avances del yacimiento llamado Leviathan y hacia dónde iría su gas? ¿Qué programas de exportación existen y cómo comprometen políticamente al país? ¿A cuánto estamos pagando “nuestro” gas y a cuánto podríamos pagarlo?
Preguntas como éstas, en todos los ámbitos, son las que la sociedad debería formularse, exigiendo respuestas adecuadas para poder, con base en ellas, decidir sobre el mantenimiento o modificación de las políticas. Pero parecería que esta sociedad está convencida que puede confiar, sin dudas, en la conducción política que se ha impuesto, que nos hemos impuesto. Y así nos irá, si no reaccionamos a tiempo.
Representación gráfica de la globalización. Frase que corona la pintada de la imagen: “Somos cultura que camina en un mundo globalizado”, tomada en la localidad de Humahuaca en el norte de Argentina

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